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Feria

Cristina Quirantes

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Se sentó a mirarla por penúltima vez. Llevaba allí unos cuantos años, desde aquel domingo que la trajo junto con el periódico y el pan caliente de la mañana, con un nombre y una preciosa historia contada por otros. Una gatita tricolor que la esperaba siempre en la cocina, en el mismo sitio, en la misma postura. A veces, en el tiempo muerto que le negociaba al día, se relajaba frente a ella, disfrutando de la sonrisa y la paz que le provocaba. Pero ahora que había decidido guardar todos los retales del pasado, sabía que Feria también tenía el pasaporte preparado.

Sintió que había llegado ese momento, el día que al coger un libro cayó al suelo un recuerdo inesperado, un trozo de papel, unas pocas letras. Era solo el envoltorio de un instante, pero lo suficientemente llamativo como para que ella recreara a mano alzada la antigua sensación vivida. Y le dio miedo. Había sembrado muchas madrugadas de sillón practicando apnea entre recuerdos, de las que solo cosechó latigazos de memoria flotando en un disimulado borrón. Y se extravió haciendo papiroflexia con esperanzas que convertía en tangibles, hasta que descubrió que era el peor truco para la verdad.

Así que comenzó a ver las cosas desde otro fondo de ojo: quemó altares, masticó los recuerdos con más cabeza y no con tanto corazón, y dejó de edulcorar lo que amargo floreció. Ordenó todos los fragmentos que fue encontrando por la casa, la prehistoria de un presente que ya no latía, insignificantes restos materiales repletos de ese valor personal que no se puede compartir; piezas de puzle que se fueron bordando en su interior y que salpican su presente de sonrisas.

Pero ahora que la miopía es la única que le empaña la vista, no quiere que en el futuro cualquier cajón se rebele y le escupa un recuerdo jugando al escondite inglés. Para evitar que llegue ese momento, y por si no está dotada para la ocasión, coloca barrenos en todos los pliegues de la casa, justo donde se quedan prendidas las anacrónicas emociones. No fue una recolecta fácil, mucho menos para alguien como ella, que es capaz de apreciar el mismo guiño de alegría en una servilleta que en una amarillenta fotografía.

Elige una caja marrón que ya por sí misma es un continente de recuerdo. Con la cabeza sucia por dentro y el corazón palpitando feliz, coloca uno a uno todos los retazos, volando en la estela de alguno de ellos antes de arroparlo con el siguiente. Sensiblería Low Cost señalarían algunos, sentimentalismo sui generis atajaría ella; porque hay recuerdos que merecen celebraciones que oscurecerían las linternas en el cielo de Tailandia.

Solo le queda perfilar la cocina. La acaricia antes de quitarle los imanes que la sujetan a la puerta de la nevera, la dobla con mimo y la guarda. Y hasta su admirado Magritte, que diría que Feria no es una gata sino la imagen en un periódico de una gata, le aceptaría que una fotografía puede ser el telón del escenario de un recuerdo maravilloso.

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