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1982

En uno de los primeros recuerdos de mi infancia estoy en un supermercado y una cajera me guiña primero el ojo derecho y luego el izquierdo y me regala un sobre de cromos del Mundial de Fútbol. Yo miro a Naranjito, que confundo inicialmente con una mandarina, y pienso: “¡Estamos en 1982!”. Con cinco años sentí que había alcanzado el futuro y me creí un privilegiado, como un escalador que llega a lo alto de una montaña. Fue la primera vez que tuve verdadera conciencia del tiempo.

En 1992 me pasó algo parecido. Y qué decir del cambio de milenio y el efecto 2.000 que iba a colapsar la civilización contemporánea. En aquella época trabajaba en una televisión local haciendo un programa patrocinado por el Gobierno regional de turno titulado pomposamente '2006, un horizonte empresarial'. Llegó 2006 y el horizonte, como la zanahoria que se pone delante del burro para que no se detenga, siguió estando exactamente a la misma distancia.

Ya estamos en 2018. Lo noto, sobre todo, cuando tengo que cumplimentar un formulario electrónico y a la hora de indicar la fecha de mi nacimiento me veo obligado a deslizar una y otra vez el ratón, como el espeleólogo que se descuelga a una sima cada vez más profunda, para llegar a 1976. Cada vez tengo que soltar más cuerda para volver a mis orígenes. Tengo la buena suerte de tener mala memoria. Lo vivido es algo que se empasta dentro de mi cabeza. Olvido casi todo y eso, supongo, es una anestesia contra el dolor de tantas cosas que se quedan atrás.

Tiene que ser terrorífico acordarse de todo, tiene que ser una pesadilla tener una de esas memorias fotográficas que te permiten revivir con detalle cada momento vivido. Si yo tuviera una memoria así no podría leer, ni suscribirme a canales online de contenidos audiovisuales, ni ir al cine. Me quedaría atrapado dentro de mi cabeza rebobinando una y otra vez. Qué afortunado soy por no acordarme casi de nada.

A veces me encuentro con gente que se acuerda de mí y a la que yo no recuerdo y ellos me cuentan cosas de mi vida que yo descubro con extrañeza porque me hablan con detalle de un yo para mí desaparecido. Así, me informan de dónde me sentaba, con quién hablaba, qué cosas decía. Me divierte pensar que, en realidad, ellos tampoco se acuerdan pero que hacen como que sí y se lo inventan todo y yo, a fuerza de escucharles, voy reconstruyendo mi pasado con cada una de sus invenciones.

En uno de los primeros recuerdos de mi infancia estoy en un supermercado y una cajera me guiña primero el ojo derecho y luego el izquierdo y me regala un sobre de cromos del Mundial de Fútbol. Yo miro a Naranjito, que confundo inicialmente con una mandarina, y pienso: “¡Estamos en 1982!”. Con cinco años sentí que había alcanzado el futuro y me creí un privilegiado, como un escalador que llega a lo alto de una montaña. Fue la primera vez que tuve verdadera conciencia del tiempo.

En 1992 me pasó algo parecido. Y qué decir del cambio de milenio y el efecto 2.000 que iba a colapsar la civilización contemporánea. En aquella época trabajaba en una televisión local haciendo un programa patrocinado por el Gobierno regional de turno titulado pomposamente '2006, un horizonte empresarial'. Llegó 2006 y el horizonte, como la zanahoria que se pone delante del burro para que no se detenga, siguió estando exactamente a la misma distancia.