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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La canción de Rufián

El diputado de ERC, Gabriel Rufián. |

Javier Merino

El pasado 17 de abril el presidente de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa, dirigió una alocución al Congreso de los Diputados españoles. Al final de la misma, los diputados de ERC y PDCat entonaron algunas estrofas de Grandola Vila Morena, la canción que dio inicio el 25 de abril de 1974 a la revolución de los claveles y que ha quedado desde entonces como símbolo de esa revolución democrática que puso fin a 48 años de dictadura en el país vecino. Una vez más, una reivindicación insolidaria, con rasgos preocupantes de xenofobia y supremacismo, se apropiaba de un símbolo democrático para vender gato por liebre y seguir engañando a la opinión europea y mundial presentando como víctimas a quienes solo defienden privilegios y entienden la política como un acto permanente de egoísmo.

El nacionalismo catalán, como buen nacionalismo –sea serbio, francés, vasco, norteamericano…. o español–, solo ha demostrado hasta ahora contumacia en la reivindicación particularista, es decir, en la defensa de una población que, por otra parte, no tiene en su conjunto demandas derivadas de una opresión específica (los catalanes tienen problemas similares a los de los demás españoles y europeos: el paro, la vivienda, la educación, la sanidad, la corrupción de sus dirigentes, la injusticia de la sociedad en la que viven porque unos catalanes son mucho más poderosos que otros…). Algunos de sus líderes han tenido la osadía de establecer comparaciones tan grotescas como la que trazaba un paralelismo entre Artur Mas y Nelson Mandela o Martin Luther King (hay que recordar que Arnaldo Otegi se adelantó en la autoreivindicación como reencarnación de Mandela). La fagocitación de las buenas causas que no solo no tienen nada que ver con la suya, sino que son más bien antitéticas, llega ahora a Grandola Vila Morena.

Los más jóvenes no tienen por qué saber que Portugal estaba sufriendo una dictadura desde 1926 cuando un sector de oficiales del ejército se levantó contra la opresión y puso fin al régimen de Marcelo Caetano. Grandola Vila Morena desde entonces forma parte del imaginario del progresismo y de la lucha por la liberación de los pueblos y las gentes. Nada que ver con el nacionalismo catalán, que inventa situaciones dictatoriales y se empeña en contraponer las bondades de un territorio y sus gentes frente a la maldad intrínseca de aquellos de quienes se quiere separar (es decir, comportamiento xenófobo de manual). Porque por mucho que se empeñen y por más veces que lo repitan, España actualmente no es una dictadura; es un régimen democrático con múltiples carencias, con un Gobierno señalado por innumerables casos de corrupción, con unos niveles de desigualdad alarmantes y con una necesidad imperiosa de purificar un ambiente enormemente contaminado, pero que no tiene nada que ver con la dictadura que se sufrió en Cataluña exactamente igual que en el resto de comunidades españolas, como Rufián y sus compañeros demuestran cantando en la institución representativa de esa democracia que también ellos contaminan cada día.

Probablemente ni Rufián ni sus compañeros de partido y de canción se atreverían a hablar y cantar con el descaro que muestran si desde la izquierda se hubiera lanzado un discurso claro, sobrio y lógico sobre la naturaleza de lo que Rufián y sus amigos defienden: si, lejos de abrazar ningún tipo de nacionalismo, se hubiera sacado la consecuencia lógica de aquello que Pablo Iglesias expresa solo para quedar bien y no perder más votos aún (es decir, que las banderas encubren los intereses –espurios muchas veces– de quienes las enarbolan), Rufián y sus compañeros de cánticos serían categorizados como lo que son: émulos del Frente Nacional, de la Liga Norte, de la extrema derecha flamenca o alemana. Todos ellos lo han entendido a la primera, y no han dudado en hacer llegar al nacionalismo catalán su apoyo. En definitiva, ¿habría alguna diferencia entre la filosofía del América primero de Trump y el Cataluña primero (y también después y siempre) de Rufián y sus compañeros?  Parece claro que no.

La crítica al nacionalismo catalán no debe obviar el espinoso asunto del encarcelamiento de los principales implicados en las decisiones que en el último trimestre del pasado año promovieron la independencia de Cataluña. Que los dirigentes políticos encarcelados cometieron delitos es indudable, con el agravante de que se aprovecharon de sus posiciones de poder para perpetrarlos, sin vacilar en lanzar a la población a acciones que podían haber acabado de forma trágica; otra cosa es que ello constituya delito de rebelión. También es difícil descartar la idea de una injerencia gubernamental en las decisiones judiciales, dados los antecedentes de este Gobierno. Su clamorosa falta de moralidad y las declaraciones tan inoportunas  como habituales de los ministros de Interior y Justicia no pueden tranquilizar a nadie.

Sentado esto, la intervención de tribunales extranjeros, provocada por el autoexilio de algunos de los dirigentes catalanes, y el recurso a órganos supranacionales una vez agotada la vía judicial en España otorgan garantías evidentes. En definitiva, se les pueda calificar de presos políticos en la medida en que sus delitos están en relación con acciones de naturaleza política, lo cual no dice nada en su favor, más bien al contrario. Lo que no son en ningún modo son presos de conciencia, pues no están en la cárcel por independentistas sino por los hechos de los que son responsables.

Cualquier solución al problema de Cataluña pasa por caracterizarlo correctamente. No hay ningún problema de falta de reconocimiento de una determinada singularidad, ni de la necesidad de atender las demandas de autogobierno, prácticamente satisfechas en su totalidad (como demuestran los nacionalistas con su negativa absoluta no ya a cambiar, sino simplemente a tratar cualquier modificación de las políticas cultural, lingüística o educativa de la comunidad). No parece lógico que alguien especialmente oprimido se muestre absolutamente refractario a cualquier cambio de las leyes, por otra parte hechas por nacionalistas y aplicadas por nacionalistas. Nada que no incluya la voluntad explícita de los nacionalistas catalanes de cumplir la ley, aceptar las decisiones mayoritarias y reconocer que la población de esa comunidad no tiene más derechos que los demás pondrá fin al conflicto que en estos momentos vive Cataluña. Ya pueden cantar Grandola Vila Morena cuantas veces quieran; en tiempos de Trump nada puede sorprender, salvo quizá que cierta izquierda siga comprando esta mercancía tan evidentemente averiada.

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