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Capitales de provincia

Cuenca

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Las capitales provinciales han sido, desde 1833, uno de los principales elementos vertebradores del territorio nacional, pero este modelo se ha agotado. Durante los últimos cinco años, nada menos que 17 capitales de provincia españolas han perdido población después de más de 180 años de crecimiento ininterrumpido. Al mismo tiempo, las áreas funcionales de Madrid y Barcelona copan el 50% del crecimiento de toda España. Siguen Valencia, Málaga-Marbella y Palma de Mallorca. ¿Qué está pasando?

Algunas de nuestras ciudades tienen una historia muy larga, pero si nos olvidamos por un momento de la arqueología y nos centramos en las gentes,  el trabajo, las instituciones, y en definitiva en todo aquello que nos hace reconocerlas como algo vivo, la red española de ciudades que ahora conocemos es, en buena parte, heredera de la división provincial de Javier de Burgos de 1833, es decir, de un propósito consciente de construir un Estado moderno de corte napoleónico, con un núcleo dirigente situado en Madrid y unas decenas de satélites encargados de hacer llegar a la totalidad del territorio los resortes de la nueva Administración.

La vida en las capitales de provincia durante el siglo XIX y primera mitad del XX ha sido descrita con bastante fidelidad en multitud de crónicas y novelas donde los protagonistas son funcionarios, pequeños comerciantes, eclesiásticos, militares, profesores, médicos o chicas de servicio venidas del pueblo. Simplificando, podríamos describir esta época en el marco de una oposición entre un mundo rural mayoritario, inculto y pobre, y una minoría dominante formada por pequeños propietarios o comerciantes, y sobre todo por servidores del Estado, que se concentraban en las capitales provinciales como centros urbanos emergentes. 

En 1857, año del primer censo, Guadalajara tenía 6.650 habitantes incluyendo transeúntes. La mayor ciudad de la región era Toledo, capital religiosa de España, con 17.275. En el siglo transcurrido entre los censos de 1857 y 1960, la población del conjunto de las cinco capitales castellano-manchegas se multiplicó por 3,44 y algo similar sucedió en el conjunto de España. Al final del periodo, la red de ciudades medias ya se había consolidado, y en casi todas ellas, sobre todo en las más pujantes, podían observarse paisajes parecidos: cascos antiguos, ensanches, crecimientos periféricos y áreas suburbanas, cada uno con su ecosistema social característico, que también se repetía con pequeñas variantes.

Las estructuras económicas y sociales de las capitales provinciales respondieron fielmente a este patrón decimonónico hasta hace, más o menos, sesenta años. A partir del plan de estabilización de 1959 comienza la liberalización de la economía, la llegada del capital extranjero y la consiguiente transformación de la sociedad española. Poco a poco vinieron las fábricas, los emigrantes de los pueblos y las nuevas barriadas que cambiaron para siempre el paisaje urbano tradicional. El nivel de vida mejoró, las ciudades crecieron a lo ancho y a lo alto a ritmos desconocidos hasta entonces y las viejas estructuras  fueron dejando paso a una geografía y una sociedad más complejas. El impulso del Estado surgido de la Ilustración ya no era tan evidente, mal que les pese a algunos académicos, pero entre 1960 y 1985 las capitales provinciales siguieron recogiendo la mayor parte del crecimiento nacional, probablemente por la ventaja que les daban su tamaño relativo, las infraestructuras heredadas, o la cercanía de unos centros administrativos que todavía resultaban determinantes. La herencia de Javier de Burgos seguía dando sus frutos.

A partir de los 80 comienza en todo el mundo occidental una época marcada por el cierre de fábricas, la globalización y el desmantelamiento del estado de bienestar.  Se pierden empleos industriales y los residentes abandonan los centros urbanos para trasladarse a la periferia intentando mejorar sus condiciones de vida después de 25 años de bonanza. La edificaciones y barrios abandonados tratan de reconvertirse con usos culturales para evitar el deterioro de los antiguos centros urbanos. Las ciudades dejan de ser centros de producción para convertirse en destinos de ocio. El objetivo era atraer residentes y turistas. El crecimiento empezaba a ser más una sensación que una realidad, pero lo cierto es que la pérdida de empleos industriales fue compensada con nuevos empleos más o menos sostenibles en el sector terciario y en la construcción, la emigración interna fue sustituida por la foránea, y nuestras viejas capitales siguieron ensanchándose, ya fuera directamente, o trasladando la población a los municipios colindantes.

Al comenzar el siglo XXI daba la impresión de que el crecimiento, la urbanización y el aumento del nivel de vida no tendría fin. Muchos soñaron que las grandes ciudades como Madrid explosionarían esparciendo riqueza, trabajo y sobre todo muchas viviendas hacia las provincias colindantes. Hasta que la crisis económica nos despertó.

En 2021 solo algunos nostálgicos piensan que hemos vivido un mal sueño y que las cosas volverán a ser lo que eran, pero el modelo económico y político que dio vida a nuestras pequeñas capitales se ha agotado. Los pequeños propietarios y comerciantes han sido devorados por las cadenas hoteleras, las franquicias o los centros comerciales que cotizan en bolsa. La nueva economía cada vez necesita menos a los viejos Estados y a sus funcionarios, con independencia de que sean centralizados, federales o autonómicos, y mucho menos a sus capitales de provincia.  

Muchas de las funciones que antes desempeñaban los Estados y sus delegaciones están siendo asumidas directamente por empresas multinacionales o incluso por algoritmos: las comunicaciones, la identificación personal, la emisión de moneda, la seguridad y hasta las guerras, hasta el punto de que da la impresión de que las estructuras estatales solo subsisten para gestionar la beneficencia, atendiendo a los que se van quedando por el camino, que cada vez son más.

El territorio de las multinacionales no son las pequeñas capitales, sino grandes ciudades unidas en una red planetaria global mediante aeropuertos y redes informáticas. Sus delegaciones no están en ninguna capital de provincia, sino en nudos de autopista y en Internet. La antigua burguesía provincial se ha jubilado, muchos de sus hijos ya no pueden heredar el trabajo de sus padres. Las nuevas clases dominantes hablan idiomas y viven en la gran ciudad o en territorios bien comunicados de alto valor residencial y las capitales provinciales, que en otros tiempos fueron la correa de transmisión del Estado y la puerta del progreso, están entrando de lleno en lo que Christophe Guilluy llama periferias.

En nuestra región, solo Guadalajara y Toledo mantienen ciertas expectativas por su cercanía al gran Madrid. Cuenca ya es regresiva. Albacete y Ciudad Real se mantienen en el límite, de momento. El impulso del Estado surgido de la Ilustración ha dejado de funcionar.

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