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España encabeza los rankings de longevidad, con esperanzas de vida en torno a los 84 años y una expectativa de vida saludable que ronda los 80 años, según los últimos informes de Sanidad y del Instituto Nacional de Estadística. Es una historia de éxito sanitario y social que los gobiernos lucen con orgullo, pero que esconde un aspecto incómodo, que los años realmente vividos con alguna limitación funcional o discapacidad siguen siendo muchos, y se concentran en un tramo de la vida donde apenas hay voz política.
La generación que se jubiló con la reforma laboral, los recortes y la precariedad de los cuidados tendrá la vida más larga de la historia, pero también una de las vejeces con mayor más fragilidad.
Castilla-La Mancha figura en los informes del Ministerio de Sanidad como una de las comunidades donde mayor proporción de los años de vida se viven “sin limitación de actividad”, hasta el punto de situarse entre las autonomías con más años saludables en datos de 2019. El propio titular “Castilla-La Mancha lidera la esperanza de vida saludable” se ha repetido en medios regionales, alimentando un relato de éxito sanitario que contrasta con la realidad cotidiana de los pueblos envejecidos, las viviendas sin ascensor y los cuidadores exhaustos. No es que el dato sea falso, es que es parcial, porque nos dice cuántos años se vive sin discapacidad, pero calla cómo se vive cuando esa discapacidad llega.
A la vez, la esperanza de vida total al nacer en la región ronda los 83,5‑84 años, muy cerca de la media española e incluso ligeramente por encima en algunos años, con mujeres que superan los 86 años y hombres en torno a los 81. Es decir, en Castilla-La Mancha se vive mucho y, estadísticamente, durante bastantes años en buena salud, pero eso solo desplaza hacia edades muy avanzadas el periodo en que se acumulan la multimorbilidad, las caídas, el deterioro cognitivo y la dependencia.
Mientras se celebran los indicadores de 'vida saludable', los datos de discapacidad 2024 dibujan otra Castilla-La Mancha: más de 212.000 personas con discapacidad valorada, el 7,6% de la población, con un crecimiento cercano al 5% en solo un año. Casi un tercio de ellas tiene entre 65 y 79 años, y otro bloque muy importante supera los 80, lo que significa que la vejez se está poblando de limitaciones que exigen ayuda constante para las actividades básicas, desde vestirse hasta salir a la calle. Al mismo tiempo, solo el 38,4% de las personas con discapacidad en edad laboral participa en el mercado de trabajo, lo que añade pobreza y exclusión a la ecuación de la dependencia.
La región presume, no sin motivos, de una buena valoración en servicios sociales, especialmente en atención a la dependencia, teleasistencia y plazas residenciales para mayores, según los informes estatales. Pero incluso esos informes reconocen que la presión sobre el sistema va a aumentar de forma sostenida con más de 400.000 mayores de 65 años, 90.000 de ellos octogenarios, muchos viviendo solos en entornos rurales donde la oferta de apoyos formales es limitada y el “colchón familiar” se va adelgazando. La brecha entre indicadores y biografías concretas se hace evidente cuando la 'vida saludable' se mide en tablas de Excel y no en escaleras que no se pueden subir o en centros de salud a 40 kilómetros.
El discurso oficial suele quedarse en la superficie amable del dato: “Vivimos más y mejor”, “Castilla-La Mancha lidera la esperanza de vida saludable”, “mejor valoración en servicios sociales”. Son titulares que encajan en una narrativa de éxito y estabilidad, pero que evitan la pregunta incómoda: ¿quién cuida y en qué condiciones a esa cohorte creciente de mayores frágiles y personas con discapacidad, cuando el propio mercado laboral expulsa a buena parte de ellas y el sistema de cuidados sigue descargando el peso sobre mujeres de mediana edad? La estadística habla de años; la vida cotidiana habla de horas de cuidado no pagadas, de pensiones justas pero ajustadas y de pueblos donde cada fallecimiento es una nueva silla de ruedas vacía.
Castilla-La Mancha ha demostrado que puede estar en la liga alta de la longevidad y de la esperanza de vida saludable, pero todavía no ha decidido si quiere ser también líder en cuidados dignos, accesibilidad y derechos de las personas con discapacidad. Mantener el relato triunfal sin abordar esa transición es una forma sofisticada de negacionismo: se aplaude la longitud de la vida mientras se ignora la calidad de esos últimos años, precisamente en una región envejecida, dispersa y con fuerte identidad rural.
Vivir más no puede ser el último objetivo de la política pública; el objetivo, sobre todo en Castilla-La Mancha, debería ser que nadie tenga que pedir perdón por envejecer o por vivir con una discapacidad en la tierra donde ha trabajado toda su vida.
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