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Todo miedo tiene su raíz en la muerte. Si se supera el estado inicial de parálisis que inspira, el instinto de supervivencia, el pensamiento y el sentimiento mueven a buscar un sentido, en la razón, en la fe o en la ficción, para una existencia que, por definición, no puede no ser. El suicidio de mi profesor de matemáticas fue el acicate que me llevó a la búsqueda del sentido. Aquel hombre maravilloso trascendió su propia biografía para incorporarse a la vida social y, con ella, a la historia. De ese modo, encarnó, en su trayectoria vital, los cuatro estados sociales diferenciados por Auguste Compte: su búsqueda del sentido de la vida le había llevado de la religión a la metafísica y de esta, a la ciencia. En esa etapa final, las parciales y poco satisfactorias respuestas científicas, le condujeron, finalmente, a la ficción, y, como poeta descreído, nihilista y maldito, se había ahorrado la indignidad de una lenta autodestrucción, y, a semejanza de Séneca, optó por la bañera y la cuchilla.
El cine, en su génesis, fue el resultado de la aplicación de la ciencia positiva del siglo XIX. Como hallazgo tecnológico, fue recibido como una atracción ferial para sorpresa y solaz de la burguesía. Sólo más tarde, cuando ni la ciencia ni la tecnología ofrecieron respuestas satisfactorias para dar cobertura al vacío espiritual, el cine fue concebido como un arte y como un medio de pensamiento, es decir, una vía por la que acceder al sentido ¿No había logrado mi profesor ver, en el cine, la puerta abierta a la ficción? ¿No había visto en la ficción una nueva etapa social a la que no había llegado el pensamiento de Compte? ¿Había llegado tarde mi cita de Godard sobre la dimensión reflexiva y creativa del cine? No sé…Tampoco sé si fue el miedo, la culpa, la necesidad moral y sentimental de guardar su memoria, todo ello en conjunto u otras razones lo que me hizo huir de la muerte, del sueño eterno, refugiándome en el cine, pero esa fue mi reacción y mi decisión.
Leí, en Charles Sanders Pierce, que “La palabra o signo que el hombre usa 'es' el hombre mismo… Así, mi lenguaje es la suma total de mí mismo”. Hice mía esa conclusión que identificaba antropología y semiología, y me di a la búsqueda de la esencia del lenguaje cinematográfico. En el curso de esa búsqueda, seguí, de nuevo, la estela de Jean-Luc Godard, que, en su 'Historia(s) del cine', hablaba de la autonomía de las imágenes y del carácter subsidiario, y hasta superfluo, de la peripecia. Ilustraba Godard su tesis con los motivos presentes en las películas de Alfred Hitchcock, en los mensajes contenidos en los signos de la iconografía del gran cineasta inglés (un vaso de leche en 'Sospecha'; un bolso de mano en 'Rebeca', una sucesión de botellas en 'Encadenados'…), e insistía en el carácter ajeno de este código a la trama a la que pertenecían, a la sucesión lineal del relato. Años más tarde, leí el 'Cine' de Gilles Deleuze, que, en consonancia con el planteamiento de Godard, me advertía de que “como la filosofía, el cine es más una cuestión de geografías que de historias”. Con su lucidez habitual, Deleuze distinguía la imagen-movimiento de la imagen-tiempo, haciendo, con ello, una escisión entre un cine que opta por exponer un discurso plegado a la sucesión lógica de las secuencias, frente a un cine que se compone de elementos autónomos, de imágenes con valor y contenido propio; un cine que rompe con la linealidad, con la sucesión evolutiva y que renuncia a la reproducción mimética de la realidad como un ejercicio de correspondencias, de analogías.
Con ello, tanto Godard como Deleuze estaban dilucidando la diferencia entre el cine de consumo y el cine de autor. El primero prolongaba la naturaleza del invento de los Lumière como espectáculo evasivo, complaciente, que no requería de la mediación del pensamiento para su descodificación ni tampoco penetraba mucho más allá de los dominios viscerales de la sensiblería y del maniqueísmo; eran -y son- las producciones de los grandes estudios de Hollywood, donde la impronta personal de la autoría y el poso de la tradición cultural se perdía entre el boato de la escenografía, la grandilocuencia retórica de los guiones y las interpretaciones atildadas e histriónicas.
Comprendí, en suma, que las imágenes, por sí mismas, sin filiación alguna con la realidad, constituían los universales del cine, “el sueño de la materia”, en palabras de Gaston Bachelard. De ese modo, me permití ver las películas realizadas en el seno de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX a la luz del concepto de “extrañamiento”, que Victor Shklovsky había incorporado al formalismo ruso, para designar los usos expresivos con intención artística, que rompían, voluntaria y taxativamente, con toda expresión comunicativa ordinaria, automatizada. Esa invitación a la fractura con respecto a la norma comunicativa que propiciaba el “extrañamiento”, esa desviación expresiva de la función poética de Roman Jakobson, o esa “dominante” que determinaba el rasgo diferencial del discurso artístico según Yuri Tyniánov, casaba a la perfección con la iconoclasia de 'Un perro andaluz' (Luis Buñuel), 'El Gabinete del Doctor Caligari' (Robert Wienne) o 'El viento' (Victor Sjöström).
Resultaba, para mí, evidente que existía un inmanentismo cinematográfico, como había defendido Jan Mukarovsky. El signo fílmico no era una imitación analógica de lo real, sino una mutación sucesiva en que cada signo remitía a otro signo, en un código interno, autorreferenciado, que escapaba, por lo demás, a los dictados morales y estéticos de la mentalidad burguesa (se trataba de lo que los posestructuralistas llamaron la 'semiosis ilimitada').
De este modo, el cine construía su propio lenguaje, transvasando, a las obras maestras, algunos componentes de un código de lo que Román Gubern designó como “la periferia del buen gusto”. Ese fue el proceso por el que algunas ideas y sentimientos universales en el ser humano pasaban a transmutarse, en la imagen fílmica, procedentes del ámbito de la marginalidad creativa: el amor devenía en la tensión primaria de lo genesíaco con el género pornográfico; el poder se convertía en panfleto fílmico – con maravillosos hallazgos formales – en las obras de David Wark Griffith ('El nacimiento de una nación') de Serguéi Mijailovich Eisentein ('El acorazado Potemkin') o Leni Riefenstahl ('El triunfo de la voluntad'); los credos y el ansia de trascendencia se traducían en la imagen forzadamente piadosa y proselitista del cine religioso.
Sin embargo, pese al rechazo que pueden representar estos ejemplos de manipulación del lenguaje cinematográfico para que sirviera de instrumento a intereses espurios, lo cierto es que cada uno de estos géneros fue haciendo aportaciones valiosísimas a un código que se nutría con signos intercambiables en el porno y en el cine místico de Carl Theodor Dreyer ('La pasión de Juana de Arco', 'La palabra') en la épica de la revolución proletaria y en la estética del horror del cine expresionista del periodo de Entreguerras ('Nosferatu' de Friedrich Wilhelm Murnau o 'El Golem' de Alfred Wegener) en la repulsiva coreografía de los desfiles de las huestes nazis ('El triunfo de la voluntad') y en la imagen misma de la regularidad y el orden civilizador que representaban de las tropas federales de la 'Legión Invencible' de John Ford.