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“El pensamiento es primero analógico y después lógico. Nuestro universo interior, el mundo del espíritu, está poblado de imágenes. Incluso cuando evolucionamos y pasamos a conceptualizar la realidad, las imágenes quedan impresas en lo más hondo de nosotros en una urdimbre de vinculaciones y secuencias que conforman un medio de expresión con el que tratamos de explicar y explicarnos. El signo es, antes que nada, icónico, y solo en segundo término – en el tiempo, y, probablemente en el orden de importancia – es lingüístico y lógico”.
Estas o parecidas palabras fueron empleadas por un profesor de matemáticas, como prólogo a su primera clase de álgebra a un grupo de alumnos de segunda enseñanza entre los que me contaba. Esa declaración humilde y sensata llevaba implícita la derrota de quien debe operar con la abstracción para enseñar a muchos que tardarían aún un tiempo en dar el salto al pensamiento abstracto y a otros, que jamás alcanzarían esa conquista.
Tras aquella clase, las palabras de mi profesor de matemáticas se me prendieron como una fijación, por cuyo efecto, me vi ante un anaquel de la biblioteca, en el que reposaba, abandonado al desdén y al polvo, un ejemplar de Sobre La fotografía de Susan Sontag. Tomé aquel volumen; lo soplé y acaricié sus cubiertas para liberarlo un poco de la pátina del olvido, y leí, en él, que “Aprendemos a vernos fotográficamente”. La autora deambulaba en aquel magma apasionante de reflexiones que la llevaba, en una aparente falta de rumbo, de la literatura a la filosofía, y, de la fotografía, al cine, en lo que pude apreciar un horizonte intelectual muy semejante al que estaba presente en las consideraciones de mi profesor. Me pregunté, con el candor de los interrogantes de la adolescencia, por la extraña razón que habían hecho coincidir en sus meditaciones, a una brillante ensayista del Greenwich Village neoyorquino y a un abnegado profesor de un instituto de segunda enseñanza situado en un pueblo toledano. En todo caso, una pasión absorta me hizo abandonarme a la lectura de la Sontag, de tal manera que invertí esa mañana en la biblioteca del centro educativo, sin que nadie se alarmara por mi ausencia en clase ni yo sintiera el vacío de las nociones perdidas ni la culpa de la conculcación de la norma.
No puedo asegurar, tampoco, que fuera en esa jornada o en cualquiera de las muchas otras que pasé en la biblioteca de mi instituto, o de mi pueblo, cuando - ¿por azar? – me cayó en las manos un texto de Serguei Mijáilovich Eisenstein, donde el gran cineasta soviético confesaba su fracaso al intentar montar Máscaras antigás, de Serguei Tretiakov -dramaturgo cuyo padre, por cierto, fue profesor de matemáticas-habiendo elegido, como escenario, una planta de producción de gas. El ansia de verismo y de iconoclasia revolucionaria no encontraron, en este experimento, la repuesta que Eisenstein esperaba, quien confiesó, ya en ese momento, que su discurso necesitaba ser emitido a través de un arte nuevo, el cine.
Yo había visto El acorazado Potemkim, La Huelga y Octubre en aquellas celebradas, rudimentarias y algo pretenciosas sesiones de cineclub de la Casa de la Cultura de mi pueblo, y en algunas otras jornadas de catecumenado sobre las “proteicas formas del mal” con que se nos pretendía adoctrinar, aún en los últimos estertores del poder eclesiástico en España, en proyecciones que tenían lugar en el salón parroquial. Lo que quedó, en mí, de todo aquello, fue que Serguei Eisenstein - como Susan Sontag cincuenta años más tarde -, había descubierto el cine como el arte de las artes, como una expresión cultural sincrética que había resuelto, con su simbiosis lingüística, la pregunta de Lessing, en su Laocoonte, acerca de la especificidad de las artes. El cine era la respuesta, dado que, en él, convergían el resto de las expresiones culturales, como epítome de la actividad espiritual del hombre. Así vendría a ratificarlo el último Eisenstein, aquel que, alejado de la actividad fílmica por falta de recursos, se entregaría a escribir acerca de cómo el montaje, principio nodular de su teoría del cine, estaba presente, tanto en el kabuki japonés, como en las pinturas de El Greco, en la prosa científica de Diderot o en los textos de creación de Pushkin, Dickens o Zola…
Con todas estas referencias, y con algunas experiencias fílmicas más, me sentí en disposición de superar la postura de mi profesor de matemáticas. Tras ver Tartufo y Fausto, ambas de Friedrich W. Murnau, podía defender que el cine no era solo el resultado mimético de la reproducción analógica de lo sensorial, sino también un lenguaje para pensar y para crear, sin límites conceptuales ni expresivos.
Paralelamente, asumí que el cine había sido, desde su origen mismo, una poderosa herramienta de control social. Las apasionadas soflamas libertarias que yo había oído en las tertulias de la casa de mis padres adquirían un sentido nuevo en ese despuntar cerebral de mi primera juventud, en que la ingenuidad de la infancia cedía a la acidez de las decepciones de una vida que se iniciaba. Intuí que el cine, tal como lo concibieron los hermanos Lumière, poseía el poder de suspender la atención sobre una parte de la realidad por medio de la obturación de la actividad meditativa por causa del impacto que produce la sorpresa, la propagandística y embaucadora actitud burguesa de arrastrar, al incauto, hacia lo nuevo y no hacia lo bueno, hacia lo que causa perplejidad y no aporta verdad.
Supe, si bien tardé aún en sistematizarlo y en ordenarlo en categorías conceptuales, que había un tipo de cine que, tras su nacimiento en el precipitado optimismo de la ciencia positiva del XIX, se había incorporado a la sociedad industrial al servicio del capitalismo. Ese cine, llamado a responder a las demandas de consumo satisfechas por la industria del ocio, era entendido como un bien destinado a incrementar la tasa de beneficio de los grandes estudios de uno de los bosques sagrados del capital, Hollywood, donde la realización de películas era el resultado del modelo de producción en cadena que había avanzado, desde sus inicios, hacia una mayor sofisticación, pero que mantenía el mismo objetivo.
Rechacé ese alienante y embaucador uso del cine. Tomé conciencia individual de que existe, en realidad, una conciencia social, y que esa manera social de pensar es la mentalidad y que esta, a su vez, se alimenta de la imagen, de la ficción, para construir lo que Edgar Morin llamó imaginario colectivo. Consecutivamente, vi que había un tipo de cine que llamaba a despertar conciencias, a estimular reflexiones, previo paso por la emoción; era el cine de autor. Era cierto que el hito que fijaba el límite de los dos tipos de cine era esa idea de autoría que yo había leído en André Bazin (La politique des auteurs) y que, en al sacudirme el letargo de la ingenuidad, volvía a evocar: “ (…) elegir en la creación artística el factor personal como un criterio de referencia, y así postular su permanencia e incluso su progreso desde una obra a la siguiente”.
En estas andaba yo cuando me sorprendió el final de curso. Tardíamente, como habría de ser una constante en mi vida, salvé mis obligaciones académicas y, en el tiempo de las despedidas, me acerqué a la mesa de mi profesor de matemáticas y le expuse mi desacuerdo: “El cine no es sólo analógico, sino también lógico”. Le dije también que, como arte y como expresión cultural, había superado esos estrechos esquemas mentales y que la fantasía y la creatividad no aceptaban las fronteras de los modelos de pensamiento. Aquel hombre paciente y sabio se sonrió, complacido por el diletantismo de su discípulo. Al comprobar yo que la ponoplia de mis pensamientos no era suficiente para hacerle claudicar, apelé a la autoridad de una cita de Jean-Luc Godard: “El cine es tanto un pensamiento que adquiere forma como una forma que permite pensar”. Sin perder la sonrisa, aquel hombre asintió, y sólo cuando descubrí que, entre sus enseres, había un libro que introducía en su maletín, comprobé su rubor al sentirse descubierto como un adolescente que es sorprendido con una publicación licenciosa. Mi profesor de matemáticas, ese hombre de ciencia que miraba la realidad con una visión algorítmica, guardaba, en ese instante, un libro de poemas que llevaba su nombre en el espacio reservado a la autoría. Antología de poesía suicida era su título. Entonces, fui yo quien se ruborizó. Me recompuse como pude mientras aquel hombre al que no volví a ver abandonaba el aula. Me conjuré para consagrar, a su memoria, mis búsquedas de las claves sobre el imaginario colectivo…Pero esa es otra película.