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Pedro Mercedes: la tierra gritó en sus manos

Pedro Mercedes entrevistado en su alfar por José Ángel García en septiembre de 1984

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“Los ángeles con los que sueñas, Pedro Mercedes, son los celestes cipreses de fuego que montan guardia alrededor de tu barro y de tus manos para que Cuenca viva; toro, pez en el universo de las formas puras…”

Carmen Conde

La reciente inauguración del que fuera el tradicional alfar en Cuenca capital de Pedro Mercedes remodelado –respetando sus elementos arquitectónicos y ornamentales, incluidos sus hornos del siglo XVI– como espacio museístico y pequeño centro cultural, bien puede ser ocasión propicia para, echando la vista atrás, repasar siquiera someramente la personalísima figura y obra de quien, un feliz día, mutó su hasta ese momento condición de experto artesano por, en cualitativo salto, la de indudable creador artístico.

Menos de doce años tenía nuestro protagonista cuando, el 24 de abril de 1933 –siempre gustó de evocar con precisión la fecha– tocó por vez primera el barro; un barro a cuyo encuentro le habían conducido la pronta muerte de su padre y el posterior casamiento de su madre con el alfarero Florentino Merchante –a quien siempre llamaría “tío”– y quizá también, en alguna medida, sus problemas escolares con tal cual conjugación verbal; mas fuese como fuese, de inmediato iba a surgir el chispazo, el enamoramiento, el comienzo de una comunión jamás ya interrumpida con una labor que si bien iba a comenzar por los habituales senderos del cántaro, el botijo, los tubos para fuentes o los ordeñadores para ovejas que le servirían para llegar a dominar el oficio, bien pronto iban a dar un salto sustantivo. Y lo iban a dar porque las manos de Pedro no estaban satisfechas con aquellos productos; sabían que podían hacer más, mucho más que repetir, aunque fuera con perfección, las tradicionales formas y por ello, tras quedarse tal vez un instante detenidas en una última duda, en un postrer reparo ante lo ignoto, rompieron, audaces, la frontera y avanzaron, repletas de preguntas pero anhelantes, en pos de la aventura para, acariciando de afanes la húmeda materia, ahormar espacios, concretizar visiones, al tiempo buscando y encontrando; dando siempre y, por ello, recibiendo.

Unas manos que terminarían por descubrir también, dando un paso más, la añadida belleza de todo un mundo de estilizadas decoraciones que vendría a asomarse a sus platos de tímbrico resonar metálico, a su galardonada perdiz roja, a sus jarras-aves, a sus tan queridos toros, a tantas y tantas piezas, tantos y tantos hallazgos nacidos al calor de una fantasía aliada a la destreza y a una sabiduría técnica cada vez mayor, cada vez más prodigiosa, capaz de aunar tradición e invención, del baño y el “bordao” a su tan característica utilización del clavo o la navaja en su personalísimo “raspado”.

Las manos de Pedro Mercedes… esas manos domeñadoras de volúmenes y sueños, que conseguían el milagro, el imposible, de transmutar la forma en sentimiento, el trazo en gesto, el rasgo en sueño, en un entregado hacer en que arcilla y barro –a mí me lo dijo en más de una ocasión– le hacían… ni más ni menos que feliz. Ese barro y esa arcilla, para los demás materia inerte, en donde él, sin embargo, augur clarividente, veía ya de principio formas, formas que le hablaban “porque la tierra”, cual diría tantas veces, cual a mí también me dijera aquel día en que, micrófono de por medio, me asomé, en mi primera entrevista con él, a su mágico personal universo, “grita entre tus manos mientras la estás moldeando, grita y te habla si sabes oírla”. Formas prestas a volar por la gracia de sus manos –cómo no seguir refiriéndome a ellas–, esas manos que aún recuerdo moviéndose al par de su verbo, pleno de entusiasmo, como amasando, en cálida caricia, el propio aire.

Esas manos creadoras de volúmenes e imágenes en un “levántate y anda” del que pronto aprendió a leer la partitura y desde ella a entonar la melodía necesaria para conseguir que “su duende”, cual lo nombraba, acudiera, obediente, a su mandato, para hacer que sus dedos modelaran la materia hasta dotarla de alma acotando su espíritu en silbo feraz y vivo, y para dotar de acierto al clavo o la navaja en su taumatúrgico crear los vívidos escorzos de las figuras con que un día decidiera ornar sus realizaciones transmutando la muda cocida arcilla en fértil lengua viva. Un Pedro que también contaba a cuantos a él nos acercábamos para intentar adentrarnos, siquiera un poco, en su taumatúrgico hacer de genio y de demiurgo, cómo le palpitaba el corazón –su corazón inmenso, abierto a todo y a todos– cada vez que se disponía a retirar los cascos de la boca del horno para llevar a cabo la cata que le indicara si podía darse ya por buena la cochura, en un estremecerse de dentro a fuera en el momento mismo de iniciar la maniobra confirmadora del nuevo prodigio.

Ese prodigio decantado en realizaciones nacidas de un barro más sutil que el propio barro, nacidas del barro inmarcesible de los sueños, por gracia de aquellas sus manos que, ahuecadas de aire y luz pero, sobre todo, de amor y de destino, conseguían extraerlas del feraz universo de su imaginación y volcarlas, para admiración y gozo de todos, ante la siempre alerta esperanza de belleza de nuestros ojos.

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