El alma del retrato
Nacido en 1960 en la villa conquense de San Clemente, licenciado en Bellas Artes por la Facultad valenciana de San Carlos y en su día catedrático de Dibujo en Educación Secundaria, José María Albareda compaginó siempre esa labor docente con una asentada trayectoria como creador plástico manifiesta tanto en un amplio catálogo de exposiciones como en los numerosos galardones y selección de obras en concursos y certámenes.
Considerado como uno de los nombres más relevantes del actual panorama plástico castellanomanchego, dominador tanto del paisaje como del bodegón y el retrato, los cuarenta y dos cuadros, óleos sobre lienzo y tabla imprimada, que viene presentando en las salas de exposiciones temporales de la Fundación Antonio Pérez de Cuenca –un buen número de ellos, principalmente los expuestos en la que fuera capilla del histórico recinto conventual que hoy ocupa la institución, de gran formato, el resto de medianas o pequeñas dimensiones– conforman una muestra que, bajo el título Identidades, da fe de la calidad de su trabajo como sutil indagador del ser humano desde esa su mencionada condición de retratista.
Una mirada de ida y vuelta
Tras muestras anteriores en las que dejó impronta por su espléndido trabajo en los antes aludidos campos del paisaje y de la naturaleza muerta con un hacer asentado en una figuración en la que sin embargo latía no ya una mirada sino, diría más, un sentir abstracto íntimamente asumido en feraz alianza con una espléndida utilización del poder expresivo de la materia, en esta nueva exposición albaderediana “la perfecta combinación entre maestría técnica y rigor en el trabajo” –cual acertadamente escribe Jorge Monedero López en su hoja de sala– “se pone al servicio del retrato, con la dificultad existente, (como bien señala el catedrático y artista José Saborit en su libro Lo que la pintura da), en el complejo equilibrio tensional entre lo que permanece y lo que cambia, entre lo igual y lo distinto, persiguiendo que la obra contenga ese rastro de presencia humana y trazos de eventos pasados, que ya anhelara conseguir Francis Bacon en sus lienzos”.
Presentados en series abiertas que van desde la dura realidad de la demencia o el Alzheimer –en la acogida al epígrafe 'La mirada del olvido'– a las centradas en rostros tanto directamente familiares como anónimos o bien conocidos de esa sociedad conquense en la que el pintor vive, pasando por su acercamiento a figuras artísticas o literarias históricas o contemporáneas como las de Rembrandt, Goya, Camille Claudel, Hilma af Klint, Sonia Delaunay, Käthe Kollwitz, Voltairine de Cleyre o el antes citado Francis Bacon, amén del del propio Antonio Pérez, alma mater de la Fundación de cuyos muros cuelgan, los retratos de Albareda –convencido de que, son sus propias palabras, “uno pinta para entender mejor el misterio de la vida, o, como decía Bacon, para escapar de ella” y fiel a su declarada concepción de que una pintura no debe significar, sino ser, consiguen que –y es también cita suya refiriéndose a sus intenciones ante el lienzo– en ellos la superficie pictórica se convierta en un verdadero mapa de identidad del propio sujeto representado al tiempo que también, en alguna medida, del propio pintor en una formidable juego de ida y vuelta proponiendo a su observador un enganche sensitivo-emocional con la esencia de lo creado a partir de la sutil sugerencia de lo físico que late en la propia materia que los sustenta y conforma.
Diálogo de miradas
Pintura-frontera, pero siempre, y por encima de todo y ante todo, pintura, la de José María Albareda, fiel en su hacer a las propias constitutivas reglas del universo pictórico pero en ellas y desde ellas jugándose el tipo, consigue transmitir en muchas de sus realizaciones ese “presente eterno” que, según la ensayista y poeta estadounidense Siri Hustvedt, “se eterniza en la mirada-recuerdo del observador”.
Unas obras en las que –¿quién mira a quién? – propicia el diálogo de su observador con el ser humano en ellas más que representado recreado, consecuencia a su vez del anterior, en su origen establecido entre el artista y su modelo en un juego concatenado de percepciones que en sus mejores momentos –y en la muestra de Albareda hay muchos– transmiten, transtemporales, la esencia misma, si no de la vida, sí desde luego de un momento determinado de la vida de quien posó y de quien pintó que no en vano, como dijera José Ortega y Gasset, “la mirada es casi el alma hecha fluido”. Un fluido decantado, desde su personal mirada, por la sabia mano del artista, sigo de citas, hasta conseguir esa “biografía dramatizada” que, según Charles Baudelaire, constituiría la esencia misma del arte del retrato superando, aunque de ella nazca, esa confrontación de miradas –la del retratista y la del retratado– que, aunque de alguna manera propicie que en cierto modo el primero, inevitablemente, se retrate en el retrato que pinta, consigue sin embargo –prosopografía y etopeya en feraz coyunda– que en su realización se cumpla esa condición que Galienne y Pierre Francastel consideran que debe tener el retrato para serlo: “Puede haber retrato sólo cuando de una manera consciente el artista distingue entre el interés que experimenta por sus propias percepciones y una intención completamente deliberada de hacernos sensible la apariencia de otra individualidad distinta de la suya”, consiguiendo así que, como ha indicado Jean-Luc Nancy –y es ya mi última referencia hurtada y osadamente interpretada– la pintura origine “lo expuesto-sujeto” al formular la génesis y estructura del sujeto agregándole “el modo en el que esto acontece: sacándolo hacia adelante, exponiéndolo en el afuera”.
0