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Encinares del Guadiana es una aldea. Sociológicamente conservadora y en algún modo tradicionalista. Su nombre hace honor al importante río español que, si en su desembocadura hispano-lusa muy anchurosamente esplende en coruscantes olas, por estos lares pedregosos lleva ya mucho tiempo circulando incorpóreamente, ocupando un cauce sin agua.
Esta graciosa aldea, pulcra y recoleta, depende de uno de los dos poblachones entre los que, equidistante, Encinares se sitúa. Naturalmente su carácter es campesino. Sólo uno o dos rebaños se hallan entre sus numerosas parcelas, sembrados o barbechos. A pesar de la escueta densidad de su población (ahora ya no supera la cantidad requerida de pobladores para implantar una mesa electoral, habiendo de votar conjuntamente en otra pedanía), Encinares del Guadiana posee tres barrios; en el central hay abierta una panadería, abierto un bar y abierta una gasolinera, además de una buena cooperativa, el taller de un herrero y un discontinuo centro de salud. Los otros dos distan del barrio principal varios centenares de metros.
En el más lejano mi mujer y yo disponemos de una casa de recreo para residir en verano. Cuando se declaró el estado de alarma por la pandemia del coronavirus, ambos nos trasladamos para pasarlo aquí. Y a final de septiembre ya veremos si, en lugar de volver a nuestros cuarteles de invierno, seguiremos residiendo en Encinares en el caso de que la situación no retome la normalidad; y dudo de que entonces se encuentre normalizada. Tomaríamos el ejemplo de esos diez jóvenes boccaccianos (siete mujeres y tres hombres) que se cobijaron en una villa en las afueras de Florencia para evitar la peste bubónica. Punto de partida del centenar de relatos que contiene El Decamerón.
Casi siempre está uno dispuesto a recorrer los muchos caminos que atraviesan los campos. Pero en los bordes de estos primorosos senderos hay acumulación de plástico, bolsas, envases, latas, vidrio. Parece que, no digo todos sino algunos agricultores no reparan en conciencia ecológica y estética (apreciando el bucólico campo sólo como faz de abnegada faena), lo que les permite abandonar sin apuro, a la vera de sus floridas y fecundas parcelas, esas bolsas que contienen su almuerzo: fiambre en envoltorios de plástico, el plástico de las botellas de agua, el brick de los zumos, latas de cerveza y coca-cola, litronas… Recientemente he visto en un ribazo la primera mascarilla, que si no es totalmente plástico es cuasi plástico. ¡Plástico, ay, su multiplicación en millones de toneladas, contaminando mar y tierra! Si existen los señores de la guerra, digo yo que existirán también poderosos señores del plástico.
Por mi provecta edad, he conocido la entrada del uso, enseguida abusivo, del plástico. Y en principio no vería mayor problema en volver al estado anterior. Pero la cosa no sería tan fácil: ¿renunciaríamos a estas prendas tan flexibles de nuestra indumentaria fabricadas con un gran porcentaje de plástico? ¿Habría que jugar de nuevo sólo con pelotas de trapo? ¿Y volver a comprar todo a granel metiéndolo en nuestras cestitas hechas de recortes de piel en nuestras compras diarias?
Ahora, con la obligatoriedad del uso de las mascarillas y los guantes de plástico, el problema se agrava. Bajo esta amarga certidumbre, habrá que esperar, con cierta zozobra, sí, pero también con forzosa esperanza e ilusión, que llegue ese salvífico apocalipsis que engulla a la perversa tecnología y obligue a comenzar, recomenzar por enésima vez, desde cero.
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Una construcción, exclusivamente pétrea, extendida por esos pagos es el llamado bombo. Bombo, define Wikipedia, “es el nombre que recibe una construcción rural tradicional concebida especialmente para alojar en ella a pastores y labradores, junto con sus animales de labor y sus aperos de labranza”. Se extiende por Tomelloso, principalmente, pero también los hay en Socuéllamos, Villarrobledo o El Provencio.
Sigue describiendo esa enciclopedia virtual que el bombo “es una construcción de planta circular o elíptica. Se construye con una falsa cúpula, por aproximación de hiladas de lajas, todo ello sin utilizar argamasa. Su interior es amplio; tiene cocina y chimenea, camastros con base de piedra y pesebre para los animales”. La propiedad de un bombo no se puede enajenar de la parcela en que se inscribe, indisolublemente ligado a la tierra donde se asienta.
Conozco a uno que compró la viña colindante al bombo, cediéndosela a un buen vecino que a cambio, en virtud de su motor de riego, le dio luz y agua. Al bombo también suele llamársele tombo. Hay una teoría, propagada por algunos “bomberos” (y ya no hay nadie que sepa edificar un bombo), por la cual se asocia el bombo con tumbas etruscas, cuyos restos persisten en lugares de la geografía italiana.
El secreto de saber levantar un bombo es unir a la perfección las abundantes piedras halladas en la tierra del lugar, engarzándolas cabal y armónicamente unas en otras. Los muros llegan a alcanzar los tres metros de espesor, de forma que cuando en el exterior la temperatura alcanza casi los cincuenta grados, dentro del bombo se está, tan ricamente a veinticinco.
Este suelo tan pedregoso posibilita la magistral hechura del bombo. Alguna vez he visto árboles arrancados de cuajo de la tierra por el viento, también muy frecuente e iracundo en esta zona, y cómo en el extremo de sus raíces se hallaba pegada una gran piedra. Un campesino me soltó una vez una sentencia exagerada, por exagerada altamente poética, mas muy plausible en la suposición: ¡En la Mancha las piedras crecen!
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