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- No quedan más que dos alternativas. O bien hace usted algo, o bien le hacen algo a usted. Ahora bien, ¿a qué tipo de actividad le gustaría dedicarse? ¿Le gustaría volver a copiar para otra persona?
- No; preferiría no hacer ningún cambio.
Herman Melville. Bartleby, el escribiente.
Quizás recuerden aquel memorable gag de la película de los hermanos Marx Sopa de ganso. En el mismo Chico, disfrazado de Groucho, le pregunta a una consternada compañera de escena, “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”. Tras la aparente frivolidad de un humor que nos sirve para detestar la estupidez, para eso mismo servía la filosofía según Deleuze, podemos sintetizar toda una línea argumental y un potlatch de inteligencia. La broma, innecesaria y aparentemente intrascendente como todas las cosas importantes, puede servirnos para ubicar nuestra posición de partida: ¿Por qué la pertinaz insistencia de los diferentes gobiernos en que debemos creer la “versión oficial” incluso cuando ésta contradice escandalosamente lo que está ahí, lo que pasa ante nuestros propios ojos? Y lo que es más inquietante, ¿por qué acaba creyéndose? Porque esa realidad ha sido, en gran medida, cocinada con ingredientes que facilitan su digestión. Veamos.
El primer ingrediente de la sopa boba con la que los gobiernos, o los actores políticos, intentan inducir en la opinión pública una visión concreta y única de la realidad es la demagogia. Al margen de las articulaciones de este concepto en la filosofía clásica, la demagogia intenta generar prejuicios recurriendo a una definición distorsionada del adversario y que, llegado el caso, no duda en apelar al miedo y a lo irracional. Es frecuente, así lo observamos en la arena mediática, combinar ambas estrategias en una sola apelación al irracional miedo a lo diferente, lo diverso o lo radical. Para señalar la diversidad o alternativa como un peligro, movilizando así el miedo irracional, se echa mano del clásico mecanismo de atribución de algún tipo de estigma -atribución minorizante, degradante y/o excluyente- que se repite discursivamente hasta lograr cierta consistencia imaginaria. Una de las convertidas en habituales, en este tiempo de propuestas de gestión técnica pretendidamente eficaces per se, además de axiológicamente neutrales, es la atribución de irrealismo o utopismo.
El intento de debilitar las razones y posiciones del adversario por adolecer de “realismo” no se dirige tanto al adversario mismo como a los potenciales votantes, apelando a una constatación general de la psicología social: experimentamos temor a ser tomados por ingenuos, por extravagantes, a diferenciarnos demasiado de la corriente de opinión mayoritaria que acabamos abrazando por miedo al señalamiento o la exclusión. Es lo que Elisabeth Noelle-Neumann ha denominado “la espiral del silencio”. El temor a los efectos sociales de no seguir la línea marcada por la hegemonía discursiva constituye un segundo ingrediente con el que se cocina la visión unilateral de las “posibilidades realistas”. La táctica, huelga decirlo, se parece demasiado a lo que Chico disfrazado de Groucho pretende conseguir con su pregunta, pero llevado al ámbito de la política de comunicación de masas.
Un tercer condimento de esta sopa de ganso es, ya lo hemos insinuado, la prefabricación de un escenario de elección dual, dicotómico, antagónico: o esto o aquello, sí o no, conmigo o contra mi, etc. Es primordial lograr inducir la opinión, conducirla por canales que reducen lo necesariamente complejo presentando una opción maximalista entre dos posiciones cerradas y antagónicas: “¿a favor o en contra?”. Pero en realidad, como todos y todas sabemos, las cosas nunca son tan simples y ningún análisis riguroso se deja reducir por el interesado esquematismo de la elección excluyente. En toda situación coexisten una multiplicidad de variables y variantes que nos permitirían tomar otro tipo de posicionamientos y apuestas. Quizás exista, dicho sea de paso, una clara excepción a esa regla. Algunos la ubicamos en la brecha que existe entre la elección del bien común, el interés de la mayoría, y el beneficio particular, el interés de una minoría.
En este caso, la operación antagonista y de reducción entre dos alternativas encuentra un fundamento tanto sociológico como político. Ciertamente, y en buena medida, tomar una decisión política fuerza a favorecer a unos y perjudicar, en mayor o menos medida, a otros. Por lo mismo, la ética de la responsabilidad en nuestros días obliga a elegir entre el interés de la mayoría o el beneficio de una minoría. Y es por ello que algunos encontramos en la confrontación entre la mayoría social popular y la minoría privilegiada el verdadero campo de batalla político de nuestro tiempo (aunque seguramente lo ha sido en cualquier tiempo). Dicha tensión entre intereses inscribe la lucha política por ganar la significación social y cultural de lo que acaba convirtiéndose, temporalmente, en “el sentido común”, en el discurso hegemónico, en el credo institucional y la doxa social.
Los discursos políticos que solventan las posibilidades de lo real en la partición de aguas entre “lo realista” y “lo imposible”, no pretenden sino condicionar nuestra opinión y posición para forzarnos a tomar partido por sus intereses. La defensa de “lo realista” llevada a cabo desde ciertos marcos de la institucionalidad y, más allá, por quienes operan desde el poder, resulta una pista inmejorable para detectar cómo las posiciones autodenominadas realistas pueden estar al servicio de intereses ya constituidos que chocan con el interés general o el sentido común. Eran posiciones muy realistas las de quienes defendían la imposibilidad de la dación en pago para quienes no podían afrontar las hipotecas de sus viviendas; eran posiciones muy realistas las de quienes defendieron rescatar a los bancos con dinero público; y son posiciones muy realistas las de quienes se benefician de la corrupción estructural que carcome nuestras instituciones democráticas, arguyendo desconocer el origen o el destino del dinero que les sustenta políticamente.
El realismo defendido por los portavoces de la realpolitik actual tiene mucho en común con la idea de la política como gestión de los intereses privados desde las instituciones públicas. Una política realista, por supuesto, al servicio de una elite dominante que decide qué es posible y qué es imposible en función de sus intereses particulares. El defendido realismo aparece, las más de las veces, como excusa (los límites competenciales, los límites jurídicos, los límites presupuestarios, etc.) que cabría entender, en el mejor de los casos, como simple dejación de funciones y, en el peor, como sometimiento a los intereses de otros más poderosos.
En síntesis. Lo posible no es un estado natural, tampoco está determinado por una instancia divina que dicte nuestro futuro. Lo posible es siempre el resultado de la incursión, el combate y/o las alianzas de distintas prácticas sociales para conquistar un nuevo “horizonte de posibilidad”. Si nos hubiésemos conformado con lo posible hoy la democracia seguiría siendo un imposible demagógico.
Por ello, frente a la declarada impotencia de unos, otros defendemos la potencia de “lo imposible”. Nuestra posición, a todas luces, choca con los discursos y objetivos políticos concretos del gobierno. Es lo lógico cuando se está en la oposición. Nuestra posición choca, también, con las voraces prácticas oligopólicas de determinadas empresas. Es lo lógico cuando se defienden los intereses de la mayoría social. La experiencia nos dice que es ese el lugar correcto desde el que hacer política hoy. Frente al coro de voces realistas que gritan “no se puede”, nosotros estamos convencidos de estar en el lugar que nos corresponde: el de la imposibilidad fecunda del “sí se puede”.
¿Podemos intervenir y tomar la iniciativa, incluso el control, de un determinado sector estratégico de la producción de servicios básicos para garantizar el interés general? ¿Se tiene que actuar desde las instituciones democráticas para garantizar derechos básicos de la ciudadanía? ¿Hay que intervenir desde la Administración para que las empresas privadas no se lucren a costa del dinero público? ¿Es imposible garantizar el derecho a una temperatura adecuada de los hogares de nuestra Región, y de nuestro país, cuando los suministradores de energía, financiados con dinero público, obtienen copiosos beneficios? Estas son, a nuestro juicio, las cuestiones que debemos someter a debate público. Esas son las preguntas “demagógicas” que nos planteamos y formulamos al conjunto de la sociedad. Nosotros creemos que la Administración, por responsabilidad ética y política, tiene que intervenir cuando los derechos fundamentales de la ciudadanía son vulnerados, sea quien sea el infractor.
Y así llegamos a la actual situación de Elcogas donde lo que está en juego no puede limitarse a un preocupante conflicto laboral. Lo que está en juego es la definición de nuestro futuro como sociedad. Se enfrentan dos modelos de pensar la realidad, dos formas de hacer las cosas y dos maneras de afrontar el futuro. Por un lado, la vieja política, la inercia hacia la resignación fatalista, la dictadura de los intereses privados financiados con dinero público, la fijación de los límites de la política a través de la presión económica, jurídica y mediática. Por el otro, la pasión por otra manera de entender y practicar la democracia y la participación ciudadana, la voluntad de empujar los límites, una política que no supedita el interés general a los intereses privados.
Hay quienes realizan cálculos electorales con Elcogas y quienes pretendemos convertir la situación de Elcogas en una oportunidad para iniciar el cambio de modelo productivo en nuestra Región. Elcogas es viable y sostenible. El único problema de Elcogas es su gestión, la subordinación de todo el proyecto de investigación y desarrollo a la lógica cortoplacista del beneficio rápido. No puede mantenerse el falaz argumento de las pérdidas cuando las eléctricas propietarias de, como Endesa, declaran públicamente beneficios multimillonarios. La solución de Elcogas es esencialmente política, es una cuestión de voluntad política. Lo que está en juego es una forma de entender el desarrollo de nuestra Región. Es una excelente ocasión para demostrar que la política toma el control de la situación, que ponemos a trabajar a las instituciones democráticas al servicio de la gente para resolver sus problemáticas concretas y para generar condiciones de futuro. Es una ocasión perfecta para corregir la correlación de fuerzas, o de debilidades como decía Vázquez Montalbán, entre el poder político-democrático y el poder económico –por cierto, anónimo y no electo.
Nosotros creemos que hay que rescatar Elcogas. Creemos que la Junta de Castilla La Mancha debe asumir el control de Elcogas, regionalizarla, para que siga siendo un centro puntero de investigación, de innovación y de distribución de energía. Y ello porque la energía es un sector estratégico y el Gobierno debe garantizar su desarrollo con criterios sociales y de sostenibilidad medioambiental.
Decía Max Weber, en una ya célebre conferencia pronunciada en 1919, que “la política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias a vencer, lo que requiere, simultáneamente, de pasión y mesura. Es del todo cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible”. Frente a los Bartleby de la política, aquellos que ejemplifican la anomia que sufren los viejos partidos instalados en el “preferiría no hacerlo”, nuestro compromiso político con la ciudadanía es intentar repetidamente “lo imposible” hasta convertirlo en real. Forzar los límites de lo posible con pasión y con mesura, ecuanimidad y control, pero también con la determinación de quien sabe que lo que ayer fue imposible es hoy real.