Céline Cousteau: “El malestar del ser humano es la base del cambio climático”
La mirada siempre puesta en el mar. Y con ella, la cámara, para enseñar al mundo que los océanos están en peligro. Céline Cousteau (Los Angeles, 1972) ha heredado la pasión y la profesión de su abuelo, el mítico explorador, oceanógrafo y cineasta Jacques Cousteau. Abuelo y nieta comparten un físico caracterizado por la delgadez atlética y una piel tostada por años bajo el sol.
Después de décadas recorriendo el mundo, Céline Cousteau se ha tomado un respiro. La pandemia la obligó a quedarse en Francia, desde donde ha reconectado con su formación como psicóloga y se ha enfocado al trabajo con personas. “No dejan de ser animales y, por ello, son apasionantes”, asegura, pocas horas antes de dar una conferencia en el Cornellà Creació Fòrum.
Su abuelo, Jacques Cousteau, le inculcó el amor por los mares. Después de una vida viajando, ¿con qué experiencia se queda?
Pues con una que no quería tener. Odio el frío y cuando me surgió la oportunidad de ir a la Antártida, dije que prefería no hacerlo. Pero también adoro los retos. Así que fui y me enamoré. A pesar de que el equipo de grabación se estropeaba todo el rato debido a las bajas temperaturas, fue increíble filmar allí. Sobre todo por la luz: como amante de la naturaleza y como cineasta, no hay lugar mejor.
Lleva la pasión por la exploración en la sangre. ¿Echa de menos viajar?
Pensaba que sería peor. Pero llegó un punto en que me sentía muy definida por mis viajes y creo que ya he pasado mucho tiempo sobre el terreno, viviendo experiencias. Aunque es cierto que, de vez en cuando, necesito volver a sitios como el Amazonas, a reconectar con mis sentidos y recuperar un poco el estado animal.
¿Es necesario estar en contacto con la naturaleza para ser un buen activista ambiental?
Totalmente, pero no hace falta viajar para hacerlo. En las ciudades hay árboles, verdura, césped...Caminar descalzo ayuda mucho: estar en contacto directo con la tierra es imprescindible para defenderla. Hay demasiada parte de la lucha ambiental que se crea en despachos y se olvida de las zonas rurales y del sur global. Pero eso no quiere decir que el trabajo en las ciudades no sea necesario, porque los países desarrollados, entre muchas comillas, son los que usan más los recursos. Nosotros tenemos el deber de actuar, pero las enseñanzas deben venir de otras zonas.
¿Qué enseñanzas?
Las grandes lecciones de mi vida vienen de territorios indígenas. En 2006 hice una entrevista con un líder de la tribu Matis (Amazonas) y le pregunté cómo vivía de manera sostenible. No entendió la pregunta. No contemplan una manera de vivir que no sea en equilibrio con la naturaleza. Me dijo que si cortaba un árbol para hacer una canoa, plantaba otro. Tenemos palabras para este estilo de vida, como sostenibilidad, orgánico, economía circular o kilómetro cero. Pero más allá de las palabras, tenemos que aplicar la filosofía.
¿Cree que son términos vacíos?
No lo creo. El problema no es de las palabras, sino del hecho que vivimos en edificios, rodeados de cemento, con aire acondicionado, calefacción y fresas en invierno. No digo que tengamos que retroceder ni destruir lo que tenemos, pero sí tenemos que hacerlo mejor y reconectar con la naturaleza.
Eso supondría renunciar a privilegios. ¿Cree que estamos preparados?
Depende de quién. La nueva generación sí. Soy optimista con las personas jóvenes, que tienen mejor acceso a la información. Pero no lo soy tanto con la economía y la política, porque son sectores que buscan soluciones sencillas. Y la respuesta al cambio climático no lo es. Hemos construido un sistema muy complejo en el que prevenir un daño puede ser más complicado que repararlo.
Nuestro gran problema es que, como el ser humano está mal, trata mal al planeta
¿Por qué ha tardado tantas generaciones en calar el mensaje de alerta sobre el cambio climático cuando hace años que tenemos avisos? Su abuelo hace décadas que ya nos enseñaba cosas que no iban bien del todo.
Es una gran pregunta para la que no tengo respuesta. Creo que el malestar del ser humano es la base del problema del cambio climático. Cuando no estamos bien, si estamos enfermos o alguien nos maltrató, acumulamos una rabia que vertemos a nuestro alrededor. Nuestro gran problema es que, como el ser humano está mal, trata mal al planeta.
¿Con mejores condiciones materiales se acabaría el cambio climático?
Es una manera simple de verlo, pero sí. El bienestar, venga de ahí o del amor, es una fuerza mucho más potente que la rabia que sentimos ahora. Pensamos que las emociones no son importantes, pero sin amor no hay futuro. Es en esto en lo que trabajo ahora. Aunque no voy a dejar de trabajar en terreno, he vuelto a mis raíces como psicóloga. La sociedad es como un cuerpo: cuando un órgano está mal, nada funciona bien.
¿Quiere decir que si fuéramos más a terapia, el planeta lo agradecería?
No solo a terapia. Puedes pasar años repitiendo la misma historia diciendo 'pobre yo'. La cuestión es no identificarse con lo que te haya pasado, aprender que ni la vida ni la justicia son justas, y entender que lo único que podemos controlar es nuestra reacción. Desde que he entendido esto, he dejado atrás la presión de tener que salvar al mundo. Sólo pienso que hago lo que puedo todos los días y que es necesario que me cuide.
Cuando hablamos de cambio climático, ¿cree que focalizamos demasiado en la responsabilidad individual?
Lo que hacemos, individualmente, es importante porque formamos parte de un colectivo. Hace años que nos hemos empeñado en fingir que no es así, que cada uno va por su lado, pero eso no es cierto. De la misma manera, no hay nada que una sola persona pueda hacer para solucionar el problema. Una amiga a la que quiero mucho me dijo que estaba muy tranquila por el planeta sabiendo que yo estaba ahí fuera para salvarlo. ¡No! Una persona sola no puede salvar el mundo, pero sí hacer su parte para inspirar a los demás.
¿Por eso decidió seguir la tradición familiar y dedicarse al cine?
Por supuesto. El cine ayuda a compartir historias. Michael Polland hizo un documental en Netflix, 'Cómo cambiar tu mente', en el que habla de las culturas que tradicionalmente han usado plantas psicodélicas para trabajar la salud mental. El cine sirve para quitar estigmas y acercar saberes y reflexiones. Me gustaría mucho poder hacer una serie o un documental sobre la relación entre el bienestar del ser humano y el del planeta.
Usted participó del Consejo de los Océanos en el Foro Económico Mundial. ¿Cómo es trabajar con las empresas y decirles que tienen que cambiar para que el planeta no se muera?
No siempre es fácil, pero es necesario. Todos somos consumidores: estamos sentados en sofás creados por empresas. El café que nos bebemos lo ha procesado una empresa. No trabajar con ellas es un error. Y para hacerlo, es importante entender que todos somos seres humanos; los empresarios también, aunque no tengamos los mismos intereses. Yo pasé cuatro años en el Consejo y lo más lindo fue que estuve rodeada de gente muy distinta, todos buscando una solución para los océanos. Propusimos mejorar la trazabilidad: en tierra es mucho más fácil entender de dónde vienen los productos, pero en mar abierto no hay gobiernos ni policía. Hay esclavos, barcos pudriéndose, no sabemos cómo se pesca... Son las empresas las que nos tienen que ayudar a solucionarlo porque son las que venden el producto. Las necesitamos.
Si no dan su brazo a torcer, algún día las empresas dejarán de existir porque no podrán vender su producto. Se van a destruir solas
La comunidad internacional llevaba años reclamando el Tratado Global por los Océanos, pero ha tardado casi dos décadas en salir adelante. Lo que lo ha frenado han sido, principalmente, los intereses pesqueros de países y empresas.
Si no da su brazo a torcer, algún día la empresa dejará de existir porque no podrá vender su producto. Se van a destruir solas. Si no hacemos algo, la pesca del atún se va a acabar porque no habrá atún. Pero, en lugar de buscar soluciones, hay empresas que están guardando el atún para venderlo cuando haya escasez y los precios suban. A las empresas les cuesta entender la emergencia climática y yo les digo que la sostenibilidad del planeta es la sostenibilidad de la economía. Pero es muy difícil que cale este mensaje, porque hay demasiadas personas en la tierra, demasiados consumidores a los que hay que saciar.
¿Deberíamos tener menos hijos?
No, deberíamos consumir menos. Aunque depende de dónde hagamos esta pregunta. No es lo mismo una familia de 10 hijos en un país pobre del sur global, que no consume ni impacta tanto en el medio ambiente como nosotros. Yo escogí tener un hijo y no voy a juzgar a quien desee tener más. La cuestión es cómo los educas y si les enseñas que el éxito radica en tener siempre más.
El fondo de pérdidas para compensar a los países del sur global más afectados por el cambio climático fue uno los grandes temas de la COP del año pasado y se zanjó sin resultados concretos. ¿Qué opinión le merecen estas grandes cumbres?
Hace años que no voy, porque creo que mi tiempo está mejor invertido sobre el terreno o en casa. No digo que estas conferencias no deban existir, pero deben acabar con decisiones claras que se pongan en marcha, no con una lista de cosas de las que se va a hablar el año siguiente. Pero para eso hacen falta cambios y a los seres humano nos cuesta cambiar. Es posible que no lo hagamos hasta que no tengamos otra opción.
¿Hace falta mejorar la educación ambiental?
Sí. Los niños están listos. Nacemos conectados con la naturaleza, aunque se nos olvide. Necesitamos currículums escolares con más experiencias y menos palabras. Menos tests y más vivir y sentir. Y buscar e investigar. No sólo somos cabeza: necesitamos tocar, oler... Así aprendemos. Cuando algo forma parte de nuestro cuerpo, forma parte de nuestra identidad.
¿Cuál sería su mayor aprendizaje?
Que no hay que quedarse en la rabia ni en el estrés. La vida es difícil, pero tenemos que sanar para poder ayudar. Como en los aviones, cuando te dicen que antes de ayudar a los demás debes ponerte tu propia máscara de oxígeno.
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