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Barcelona, la manifestación y el respeto a las víctimas

Una familia de Canadá en la manifestación contra el terrorismo

Josep Carles Rius

Asistí a la manifestación de Cambrils. El sentimiento mayoritario era de dolor, tristeza, y de gratitud a los Mossos que habían evitado una verdadera masacre. A los servicios de emergencia. Al personal de los hospitales que atendían todavía a cinco heridos del ataque. Fue una manifestación de una comunidad. De los de toda la vida. Y de los que tienen Cambrils como su segunda ciudad, de Barcelona, de Lleida, de Aragón, de Euskadi, de Navarra, de Holanda, de Francia, de Alemania… Una comunidad que ahora se siente más unida, más fuerte, más implicada.

Fue una manifestación en silencio. Roto por aplausos cuando se cruzaba con patrullas de los Mossos y, de vez en cuando, con clamores de 'tots som Cambrils' o 'No tenim por'. El sentimiento que se imponía por encima de cualquier otro era el de la solidaridad con las víctimas. Con la mujer de Zaragoza que perdió la vida, con los heridos, con los muertos de La Rambla. Y también el de alivio porque Cambrils tiene la sensación de haber vuelto a nacer cuando imagina lo que podría haber ocurrido aquella noche de verano en su paseo marítimo. No hubo silbidos, ni banderas de ningún tipo. Sólo un pensamiento compartido: las víctimas.

La de Cambrils fue una manifestación de condolencia y solidaridad. Como el día del minuto de silencio en la Plaza de Catalunya al día siguiente de los atentados. Como los abrazos, las lágrimas y las ofrendas de los ciudadanos de todo el mundo en La Rambla. O como el acto del sábado en Ripoll, donde la hermana de uno de los chicos abatidos en Cambrils aportó un testimonio de desolación y de esperanza a la vez. O como el abrazo de los padres de Xavi, el niño de tres años asesinado en La Rambla, al imán de Rubí. Un gesto de un coraje y un valor tan extraordinario que se nos hace muy difícil de imaginar en nosotros mismos. Un gesto que sublima y simboliza el sentimiento de dolor de la inmensa mayoría.

La manifestación de Barcelona fue otra cosa. Asistió, también, la ciudadanía que se reconoce en el abrazo de Rubí, en las flores de La Rambla, en el desconcierto de Ripoll, en la lucha que se vive en los hospitales para retener vidas que se apagan... Pero también asistieron los que buscaban un rédito político, en segunda fila o a lo largo de toda la manifestación. Con sus carteles y sus banderas. Pluralidad, libertad de expresión, política... Todo muy legítimo. Pero no era el día. Era el día de las víctimas. Del duelo. De la solidaridad. De gritar al fanatismo yihadista que no podrán derrotar nuestros valores. Era el día de empezar a preguntarnos cómo es posible que unos chicos crecidos entre nosotros hayan decidido matarnos. Era el día del silencio y del pensamiento. No el día de las banderas.

Por suerte, como ha ocurrido en el 11-M, al final queda en la memoria la inmensa solidaridad de la sociedad. Los comportamientos miserables e inmorales de una minoría, por más ruido que hagan en la calle, en las redes o en la prensa, quedan en su sitio. Y en la memoria de la tragedia que acabamos de sufrir permanecerá por encima de todo el abrazo de Rubí; las lágrimas y las flores anónimas de La Rambla; la catarsis de Ripoll: los grandes esfuerzos de los hospitales; el coraje de los Mossos: el silencio de Cambrils; la entrega de los equipos de emergencia, de los vecinos y comerciantes de La Rambla, de los taxistas... El valor de la inmensa mayoría. De los que en la manifestación de Barcelona pusieron, por encima de todo, el respeto a las víctimas.

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