El único jefe de Estado rey –Juan Carlos I– y el único jefe de Estado comunista –Raúl Castro– han faltado a la XXIII Cumbre Iberoamericana que se acaba de inaugurar en Panamá. A partir de esta ausencia en los extremos, uno puede hacerse una idea sobre la planicie de un evento al cual, de cumbre, sólo le va quedando el nombre.
No ha faltado, eso sí, el encuentro teórico en el que, bajo la sempiterna influencia de Salomón, se ha dado rienda suelta a palabras como integración-futuro-seguridad-crecimiento. Por el camino, las pinzas necesarias para agarrar un mundo que, en la parte latinoamericana, debe lidiar con otros espacios de integración: desde la OEA (con Estados Unidos incluido) hasta el ALBA (una contraparte que reúne al socialismo del siglo XXI).
En la parte ibérica, Portugal y España acuden sacudidos por la crisis, el castigo de la Troika y el desafío lanzado desde Catalunya. Semejante dispersión ha afligido a Antonio Bufrau, prohombre con gran interés en la unidad latinoamericana.
Al presidente de Repsol –a quien se ha concedido el premio Empresario Integral por el Consejo Empresarial de América Latina– le preocupa el hecho de que la mitad de los países latinoamericanos miren al Atlántico, la otra mitad al Pacífico, y que ninguno se mire entre sí.
No sabemos el grado de acierto de la frase, pero lo que sí se puede constatar es que estas cumbres, tan planas que bien podríamos llamarlas “mesetas”, le siguen pareciendo a la gente cada vez más lejanas e inoperantes. (Sin Chávez ni Juan Carlos I ni siquiera son ni “borrascosas”). Ya se ha dado el primer paso para oficializar esta erosión, y consiste en el espaciamiento de estos encuentros: a partir de ahora, serán cada dos años.
Si todo sigue igual, y nada hace pensar que las élites del hemisferio consigan cambiar la inercia, las cumbres llegarán a ocurrir cada cuatro años. Esto es: con periodicidad olímpica. Como olímpica sigue siendo la indiferencia con que los ciudadanos de Iberoamérica asumen unos fastos que no parece que puedan mejorarles la vida.