Es una experiencia dura llegar a la conclusión que invertir 70 millones de euros y casi diez largos años de obras en restaurar la estructura de uno de los mercados más amplios de la ciudad ha servido sobre todo para poner de moda el popular barrio de Sant Antoni y provocar la subida de los alquileres de los pisos hasta extremos que obligan a sus residentes a abandonarlo.
La dura experiencia del mercado de Sant Antoni debe servir sin excusa para insistir en la búsqueda de mecanismos que pongan freno de una vez a la especulación inmobiliaria desbocada, más aun por parte de un gobierno municipal con experiencia de lucha en la materia. Si no lo hiciese con la suficiente claridad una fuerza política como Barcelona en Comú, resultaría incomprensible, frustrante y sin duda con consecuencias electorales.
Todo el mundo sabe que no es fácil intervenir en la ley implacable de la oferta y la demanda. Todo el mundo sabe igualmente que esta es precisamente la razón de ser de cualquier gobierno público, su función, su trabajo y su responsabilidad. Existen múltiples precedentes en otras ciudades europeas de legislación sobre los contratos de arrendamiento de viviendas, con límites legales del aumento del precio.
El sistema de la oferta y la demanda tiende al abuso por naturaleza espontánea. No genera por sí solo las normas destinadas a regularlo, sino que estas proceden invariablemente de un acto de gobierno, en función de un modelo de convivencia influido por la ideología de cada fuerza política elegida para gobernar.
La dolorosa contradicción que ha puesto de relieve la rehabilitación del popular mercado de Sant Antoni tiene asimismo que ver con el modelo turístico dominante y la necesidad inaplazable de canalizarlo más que hasta ahora. Debe ser el punto fuerte, indiscutible y meridiano de un gobierno municipal encabezado por Barcelona en Comú. Cualquier otro camino resultaría contra natura. Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar y abusos reiterados a los que no debemos acostumbrarnos.
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