Hemos visto al Papa en la portada de la revista Rolling Stone y a Bill Clinton tocando el saxofón con figuras del jazz. Hemos visto a Fidel Castro o Hugo Chávez recibiendo el apoyo de Oliver Stone y a Kennedy el “Happy Birthday” de Marilyn. Hemos visto a Bruce Springsteen haciendo campaña por el Partido Demócrata y a Clint Eastwood ídem por el Republicano.
Hemos visto también a los Artistas Unidos por África, en aquel coro de 46 estrellas que más tarde Bob Geldof continuó en sus maratónicas e incontables campañas contra el hambre en el mundo.
Por ver, hemos visto incluso a Gadafi de mal humor porque Michael Jackson le habría copiado alguno de sus 3.400 trajes, lo que le indujo a proponerlos para una exposición en el Metropolitan Museum de Nueva York.
Todo eso, y mucho más, es el pop siguiendo el legado de Clausewitz, como continuación de la política por otros medios. Sólo que, hasta ahora, lo normal era que, un día después de las campañas, estrellas y políticos volvieran cada cual a lo suyo, a seguir en sus respectivos mundos. Hoy, por el contrario, todo se ha precipitado hacia una amalgama peligrosa, marcada por el creciente grado de espectacularización de la política, su mutación en esa infinita performance que, según Agamben, la ha convertido en la esfera de “los puros gestos”.
Esto último quedó certificado con la aparición de Bono -el líder del grupo U2, no el Bono ibérico- en el congreso anual del Partido Popular Europeo en Dublín. En medio de la convención, el cantante ofreció un discurso en el que se comportó, más que como un icono del pop, como un estadista. (Allí mismo, delante de Merkel, Rajoy, Durao Barroso o el omnipresente Bill Gates, se permitió marcarse una campaña a favor de consumir productos españoles). El caso es que, al final, Bono no fue la típica estrella del espectáculo que usa su carisma para vehicular los proyectos de los políticos; fue un político más.
Esta vez el pop no continuó la política por otros medios, sino por sus propios medios: la tribuna, el congreso político, los militantes en el graderío…
Queda, asimismo, otra imagen acaso más grave. La que nos muestra a unos políticos arrobados -espectadores de la política en manos de un intruso- que dejaron la sensación de estar cediendo un poco más del poder que les queda.