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Ricos y burros

Blanca Llum Vidal

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Imaginaos, por ejemplo, un hombre rico que no es el más rico pero sí bastante. Imaginaos que cobra de los bancos y del rey, por ejemplo. Imaginaos, además, que el hombre rico se va trepando por la escalera que une al rey con los bancos y los bancos con el rey —que es una escala reluciente y con dientes— y que el hombre es el amigo y el amado primero de uno, luego de los otros, y que al final se hace tan amigo de todo el mundo que ni se ve donde empieza el osito de la cola del primero ni donde termina la lengua de los segundos. Imaginaos que un día el pobre hombre tan rico se despierta tristísimo. Con el corazón herido y alicaído, por ejemplo. Imaginaos que le coge el arrebato de ir hasta el mar para tomar el aire y reavivarse. Imaginaos que allí se encuentra un viejo harapiento y medio desnudo, estrafalario del todo, y que sólo tiene un sombrero, un trozo de pan y una copa de madera. Imaginaos que el viejo es Diógenes el Cínico o de una especie de modo similar. Imaginaos, pues, que, acto seguido, el yayo medio loco se mira el rico directo a los ojos y le dice que él, la pobreza en persona, el dinero no necesita pero que, sin embargo, él que es tan rico dinero necesita. Luego le toca la historia del viaje fabuloso —donde la gente va a parar a otra parte para aprender lecciones. En esta, el hombre rico se pelea con Fortuna —a quien acusa de haberlo estampado en la miseria profunda— y escucha la lección de Prudencia (un estilo de Filosofía de Boecio pasada seguramente por el aro de la hegemonía cristiana). Así, la lección no es la lección atolondrada y abstracta de Filosofía, sino la de la Providencia divina: si el hombre tan rico ahora es pobre es porque las adversidades creadas por Fortuna han hecho de instrumento para ponerlo a prueba, ya que el mal no existe y es sólo la ausencia de bien... Y hala! Dejando de lado la cristianización de la maestra alegórica, lo que interesa es que el hombre tan rico, a pesar de haberse embelesado con la inteligente confesora, no aprende nada de su lección, que es una lección que, en el fondo, más guapamente, críptica e inteligente ya le había anticipado el viejo de la playa: que el bien supremo no es la riqueza —y que se propague la que hay—. La obra en cuestión es el Libro de Fortuna y Prudencia (de poco antes del 1381) y la idea, ricos y burros de ahora y de siempre, más que un tópico repetido mucho antes de Bernat Metge, es un tópico —lugar común— demasiado abierto, de tan listo, para vosotros.

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