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La historia del hombre que no quería ser 'Charlie Hebdo'

El escritor Philippe Lançon, esta semana en Barcelona.

Neus Tomàs

A Phillipe Lançon (Vanves, 1963) siempre le han irritado los escritores que dicen escribir cada frase como si fuese la última de su vida. Lo que no sabía es que llegaría un momento en que un atentado le haría vivir cada minuto como si se tratase de la última línea. Fue el 7 de enero del 2015, el día en que este periodista se convirtió en superviviente del ataque yihadista del que fue objeto el semanario satírico francés Charlie Hebdo.

Cuando no se la espera, ¿cuánto tiempo hace falta para sentir que la muerte llega? Lançon se lo pregunta y es capaz de responderlo a partir de una descripción de esos minutos en los que hacerse el muerto le salvó la vida, de los gritos de los terroristas, las imágenes de sus compañeros asesinados, y del ruido seco de las balas que provocaron la muerte de doce personas. Una de esas balas le destrozó a él parte de la cara y a partir de ahí su vida, una nueva vida, transcurrió durante más de 200 días entre operaciones, curas, insomnio y recomposiciones físicas y afectivas. Se quedó sin mandíbula y es el colgajo, nombre que recibe el autotransplante que le permitió reconstruirla y que da título a su libro, el que le ayudó a renacer, un verbo que utiliza a menudo en presentaciones y entrevistas para resumir su experiencia.

Esta es una novela dura, literaria y periodística a partes iguales, pero alejada de sentimentalismos. No busca la compasión porque lo que pretende (y consigue) es que el lector experimente a partir de detalles, tal y como lo hacía Lançon en las críticas literarias que publicaba en las páginas de Cultura de Libération. El resultado final puede tildarse sin riesgo de caer en la exageración de magistral.

A través de referencias a textos de sus autores preferidos, entre ellos ese amigo que descubrió en la adolescencia llamado Proust o ese compañero de viaje en que se convierte el Kafka humorista (“con Kafka, la desgracia nunca se ve defraudada por el idiota que llevamos dentro”, escribe para concluir que el escritor checo es el mejor antídoto contra la autocomplacencia o el patetismo), Lançon hilvana recuerdos y sensaciones. La música de Bach, la misma que su padre escuchaba por las mañanas, acompaña a los personajes que forman parte de este trayecto vital. Meses de hospitales en los que la reconstrucción no es solo física. El personal sanitario y el equipo de seguridad comparten espacio y protagonismo con parejas, familiares y amigos para los que el volver a empezar de Lançon tampoco es fácil.

Una manifestación multitudinaria clamaba “Yo soy Charlie” por el centro de París mientras el sentimiento de este superviviente del atentado no tenía nada que ver con el famoso lema creado por un grafista francés. “Escribía en Charlie, había resultado herido y visto a mis compañeros muertos en Charlie, pero yo no era Charlie. El 11 de enero, yo era Chloé”, describe. Esta semana, durante la presentación del libro en Barcelona, ha rememorado ese día para insistir en que era un momento en el que solo buscaba silencio y paz, consciente de que el mundo no es ni silencioso ni pacífico. Lo que le daba fuerza no eran las manifestaciones sino ver entrar en la habitación a la cirujana, a Chloé, para explicarle cómo sería su operación. Le escuchaba como el alumno atento mira al profesor. Ese 11 de enero y las otras 16 veces que pasó por el quirófano. Precisamente la relación de confianza que se establece con el equipo médico ayuda a entender el título de uno de los capítulos: el mal del paciente. Ese mal que sufren los médicos que se implican tanto en un caso que llega un momento en el que necesitan tomar distancia. Algunos de los correos electrónicos intercambiados con su cirujana son la mejor prueba de los síntomas que provoca un vínculo tan intenso.

En las entrevistas en Francia, donde el libro que ahora en España publica Anagrama se convirtió en todo un fenómeno, le preguntaban a menudo si sentía odio y su respuesta, como la de su admirado Primo Levi, siempre fue que no. Ni odio ni resentimiento. Le insistían también en si había perdonado a los terroristas. “¿Quién soy yo para perdonar?”, repreguntaba a modo de respuesta y tras recordar que solo se puede perdonar a quien lo pide. “Los asesinos están muertos y esto es algo entre ellos y su conciencia”.

Para alguien que fue corresponsal en Bagdad y había viajado por medio mundo en su otra vida, renacer es aprender a cruzar una calle parisina, combatir el miedo en el metro y finalmente contar en un libro su experiencia tras el atentado para poder entenderla.

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