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EN PRIMERA PERSONA

¿Y si la vacuna no es la única solución?

Vista de la entrada del Hospital Arnau de Vilanova de Lleida. EFE/Ramón Gabriel/Archivo

Marc Olivella

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Después de meses de ensayo y error en todo el mundo con medidas erráticas y, muchas veces, tomadas a la desesperada, deberíamos tener un momento para poner el “pause” y analizar, con calma, perspectiva y mirada crítica, que está pasando realmente . ¿Por qué hay más incidencia de contagios en nuestro país? Por qué las medidas tomadas desde antes del verano no han conseguido erradicar o al menos, reducir a niveles mínimos el número de nuevos positivos? ¿Qué errores estamos cometiendo y cómo podemos revertirlo?

Multitud de artículos periodísticos y científicos -o pseudocientíficos- intentan dar respuesta a muchas de las preguntas recurrentes relacionadas con las causas de la imparable propagación del virus. Muchas apuntan a un ‘desconfinamento’ demasiado rápido, otros a un fallo del sistema de rastreo y vigilancia epidemiológica, la realización de pocos tests PCR o no imponer cuarentenas a los viajeros que llegaban del exterior. También se ha hablado del bajo número de camas de UCI en comparación con otros países europeos o de la aplicación de medidas poco restrictivas en general, con pocas prohibiciones de movilidad o confinamientos perimetrales aplicados demasiado tarde (como el de Madrid en esta segunda ola).

Creo, sin embargo, que la gran mayoría abordan estas causas desde la superficialidad, obviando las principales causas de los nuevos brotes en nuestro territorio. Me refiero a las causas estructurales o “causas de las causas”, muchas veces explicadas por determinantes sociales. Nos encontramos ante el que muchas personas expertas llaman “sindemia”, es decir, una combinación de factores que actúan sinérgicamente para producir efectos comunes amplificados que impactan negativamente sobre la salud y el bienestar de la población. Es importante desgranar, desde un análisis integral y crítico, cuáles son estos factores y cómo podemos discernir uno a uno para frenar, de una vez por todas, la velocidad de transmisión del virus.

Precariedad y desigualdades

Hay uno que destaca por sobre el resto: las desigualdades. Claramente, el virus sí entiende de clases sociales y se mueve diferente según el entorno socioeconómico que pisa. Los últimos meses hemos visto como barrios más desfavorecidos mostraban tasas más preocupantes de infección que los barrios más acomodados. Incluso, en la comunidad de Madrid, esto provocó la aplicación de medidas diferenciales según distritos, imponiendo más restricciones a barrios mayoritariamente de clase obrera. Estas diferencias en la incidencia de la Covid-19 nos muestra, una vez más, como el eje de desigualdad por clase social impacta en la salud de las personas. Dicho de otro modo, ser pobre te hace más vulnerable a infectarte. Y la culpa la tienen una serie de determinantes sociales que raramente se tienen en cuenta a la hora de definir estrategias sanitarias para hacer frente a la pandemia. Hablamos de problemáticas tan recurrentes como el hacinamiento en pisos minúsculos o las personas sin hogar, la falta de medidas de prevención y protección en puestos de trabajo manuales, la contaminación o la necesidad de trabajar sí o sí para llegar a fin de mes.

¿Cómo es que las mujeres de clase social desfavorecida se han infectado más? Seguramente aquí hay que analizar con más profundidad la intersección entre diferentes ejes de desigualdad. El patriarcado también tiene mucho que decir en el ritmo de contagios ya que, por ejemplo, en una sociedad donde aún ellas hacen más trabajo manual y de cuidados, es lógico que estén más expuestas al virus y, por tanto, tengan más riesgo de infectarse. Por si fuera poco, las consecuencias de la crisis también impactan diferente según género y es probable que los colectivos más feminizados -y en muchos casos racializados-, se vean más afectados tanto por las medidas como por la crisis económica que se deriva. En resumen, precariedad y desigualdades, con la perspectiva de la interseccionalidad, son cruciales para conceptualizar bien todo el fenómeno.

Cuando un virus infecta un sistema ya enfermo

En agosto tuve la oportunidad de empezar a trabajar como epidemiólogo salubrista en Lleida. Aquí comprobé de primera mano lo que ya intuía antes de instalarme: las desigualdades sociales eran la principal causa de los nuevos brotes y del duro confinamiento que sufrió esta región en julio. La explicación la encontramos en la parasitación de la huerta de Lleida y su industria hortofructícula por parte del sistema capitalista. En consecuencia, grandes empresas se enriquecen a costa de explotar la agricultura y las personas temporeras vez que pueblos enteros viven bajo los poderes fácticos del “neo-caciquismo”. Los cuatro propietarios principales actúan como verdaderos señores feudales, imponiendo sus normas y sus precarias condiciones laborales.

Lo peor es que esta no es la nueva realidad de 2020, sino lo que hace años vienen denunciando grupos de activistas que en la gran metrópoli nadie ha querido escuchar. El coronavirus lo ha visibilizado y, la punta del iceberg que sólo habíamos visto hasta ahora, se ha convertido en una trampa mortal para negocios y proyectos de toda la comarca primero, y de todo el país después. No haber previsto en primavera que la temporada de la fruta en Lleida implicaba un riesgo inmenso de contagios entre población tradicionalmente precarizada fue un grave error que hemos pagado caro.

Cientos de nuevos casos de Covid-19 nos entraban cada semana en la Unidad de Vigilancia Epidemiológica de Lleida provenientes de empresas hortofrutícolas. Un ritmo de contagios desbocado que ya no podía tapar más las injusticias de un sector que agonizaba. Los que todavía no lo querían creer se mantenían ajenos a la problemática mientras aseguraban que los brotes comenzaban y terminaban en los almacenes de fruta. Pero cuando el virus se esparció por toda la comarca y un furgón de los Mossos les cerraba el paso para ir a la casa del Pallars, toda la culpa pasó a ser de aquellas personas que, huyendo de la miseria, se resignaban a hacer el trabajo que ninguno de nosotros quisiera hacer en el campo -por un sueldo indigno-. ¿Quién de nosotros se hubiera puesto la mascarilla a 42 grados bajo el sol mientras recogía fruta? ¿Quién de nosotros no hubiera entrado en una furgoneta con 7 trabajadores o vivido en una habitación con 10 personas más para reducir gastos y poder enviar la mayor parte del sueldo a la familia de otro continente? ¿Quién de nosotros no hubiera ido a trabajar sabiendo que el encargado te podía hacer fuera del trabajo si te quedabas en casa aunque fueras contacto estrecho de un conviviente positivo? Quién de nosotros, incluso, no hubiera ido a trabajar con fiebre si del sueldo de aquella mañana dependía la cena de aquella noche? Definitivamente, la precariedad era y es determinante para entender el porqué de los nuevos brotes de Covid-19.

Las limitaciones de un abordaje basado en la supervivencia

La estrategia en el Estado para contener el avance de la pandemia se ha basado en fortalecer el ámbito sanitario, centrándose la gran mayoría de esfuerzos en mejorar la asistencia médica. Esto no sería una mala noticia si, al mismo tiempo, se hubieran conformado equipos interdisciplinares e interdepartamentales que, mediante un análisis integral y holístico, hubieran podido abordar todos los determinantes de la pandemia. Pero esto no ha ocurrido. Se han ido poniendo parches a las necesidades más urgentes y, debido a la gran presión asistencial, todo se ha basado en una estrategia a corto plazo o, incluso, del “día a día”.

Se han planificado intervenciones y elaborado políticas sanitarias de supervivencia y de emergencia -y hemos resistido bastante bien en Cataluña- pero el problema sigue ahí y sigue siendo grave. Los índices de riesgo están disparados y los brotes aparecen diariamente como setas en los barrios más desfavorecidos. Tengamos claro que seguiremos dándonos cabezazos contra la pared mientras salubristas, sociólogos y epidemiólogos, con visión crítica y global, no lideren las futuras estrategias en salud pública que, además de obtener resultados a corto plazo, nos permitirán transformar factores estructurales directamente relacionados con el índice de propagación del virus. Definitivamente necesitamos más profesionales, no necesariamente sanitarios, al frente de la gestión de la pandemia que puedan aportar una perspectiva social a las políticas de salud. Más “salud en todas las políticas” y menos tertulianos que, como si fueran expertos, critican la gestión de la pandemia creando un clima de confusión y división.

Las mejores vacunas: la equidad y la participación ciudadana

Hay que recordar que las desigualdades sociales son sinónimo de desigualdades en salud ya que sin bienestar no puede haber salud. Por lo tanto, mientras no intervengamos directamente sobre estos determinantes sociales no habrá mejoras sustanciales en salud pública. Necesitamos un plan de protección socioeconómica que coja como pilares la promoción de la salud y la lucha contra las desigualdades. Esto es trabajo de equipos interdisciplinares, liderados por salubristas, que puedan trabajar ajenos a la actividad frenética derivada de la pandemia, sin presiones ni miradas cortas y con la autonomía suficiente para tener capacidad de decisión y de gestión. Simplificando mucho, creo que necesitamos dos ritmos de trabajo: por un lado, uno de respuesta a la emergencia sanitaria relacionada con la Covid-19 y, por otro lado, uno que diseñe a fuego lento la estrategia de reconstrucción con el foco puesto en las causas sociales de los brotes. Persiguiendo la equidad haremos la mejor apuesta a medio y largo plazo.

Por último, pero quizás aún más importante, si queremos acertar en las medidas a tomar lo que será necesario es hacer más diagnósticos de salud comunitaria mediante la participación ciudadana y ejerciendo más democracia y soberanía. Es crucial conocer cuáles son las necesidades de la población para poder tejer una estrategia adecuada. Y en esto se ha pecado mucho. Por ejemplo: ¿conocemos qué inquietudes tiene realmente la juventud ante la pandemia? Probablemente el resultado del test del coronavirus no es lo que más nos preocupa sino el deterioro de nuestro bienestar emocional, o el futuro negro que nos dejará la crisis económica en pocos años vista. Seguramente la afectación directa de la pandemia sobre nuestras vidas está en las problemáticas de salud mental. Si nadie nos pregunta sobre las necesidades en salud después se entienden mejor los datos que muestran como el suicidio juvenil es actualmente la primera causa de muerte no natural entre los jóvenes de entre 15 y 34 años.

El abordaje de la crisis desde el paternalismo institucional, sumado a la estrategia punitiva que se ha seguido en los últimos meses, sólo hace que generar más rechazo entre el colectivo de personas que más se pide que ejerza la responsabilidad social: la juventud. Necesitamos un enfoque más socioconstruccionista para encontrar las mejores soluciones a la crisis, es decir, entender qué significado tiene para un joven el hecho de quedarse en casa confinado, el simple hecho de ponerse la mascarilla en público o las creencias sobre la pandemia. Hay que entender también que la juventud es diversa y no se la puede tratar como un conjunto homogéneo, sino que hay que incluir todas las opiniones y dejar de poner todos en el mismo saco con generalizaciones que no consiguen tejer complicidades de ningún tipo. Dejemos de criminalizar y estigmatizar la juventud y empezamos a trabajar para que formen parte de la solución!

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