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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

La agricultura en el siglo XXI: ¿verdugo, víctima o nodriza?

Mazorcas de maíz

La sociedad actual, mayoritariamente urbana y cada vez más alejada del mundo rural, tiene serios problemas para entender lo que pasa en el campo. Y cuando hablamos de “el campo” no nos referimos a esas zonas en las que la naturaleza está más o menos bien conservada y puede ser objeto de atractivas excursiones y paseos. Nos referimos a ese enorme porcentaje de tierras dedicadas a la producción de cultivos o pastos, un 50% a nivel de España y un 37% a nivel mundial. En general, vivimos de espaldas a lo que ocurre en ese ámbito rural del que depende nuestra manutención. Mucha gente percibe la agricultura como una actividad explotadora que destruye recursos naturales y contamina el medio ambiente. Otros la ven  como una actividad bucólica, en contacto con la naturaleza, alejada del ajetreo de las ciudades. Ni lo uno ni lo otro. Como suele ser el caso. 

Ciertamente, la agricultura es un ávido consumidor de recursos renovables y no renovables y una fuente de numerosos impactos ambientales: agua, suelo, combustibles fósiles, fertilizantes, plaguicidas. A comienzos de este siglo la agricultura empleaba el 70% de toda el agua utilizada en el mundo. En muchos de los países más pobres, el agua empleada en agricultura ya llega al 90%. Se estima que el agua destinada al riego aumentará un 14% para 2030 por lo que  la escasez de agua resultante de una mayor demanda y de una menor disponibilidad por el cambio climático será cada vez mayor y en algunas regiones llegará a limitar totalmente la producción de alimentos. En un reciente informe global sobre la salud del planeta, las Naciones Unidas indican que la calidad del agua ha empeorado significativamente desde 1990 debido a la contaminación orgánica y química ocasionada por, entre otros, los fertilizantes, los plaguicidas y los metales pesados. Por otro lado, la fertilidad de los suelos se va perdiendo como consecuencia de la realización de prácticas agrarias inapropiadas y de la consiguiente erosión hídrica y eólica. Sólo en Andalucía se ha estimado que casi un millón de hectáreas están sometidas a unas pérdidas de suelo altas o muy altas. En lo referente al cambio climático, la agricultura es un importante emisor de CO2, N2O y metano, tres de los principales gases de efecto invernadero. Por otro lado hay que considerar la preocupante situación de los humedales, un elemento clave en la lucha contra el cambio climático. El desarrollo de la agricultura, y en concreto la agricultura de regadío, se considera la causa principal de la reducción de estos valiosos ecosistemas. Todos estos hechos nos ofrecen, a primera vista, la imagen de la agricultura como un peligroso verdugo del medio ambiente. 

No obstante, se trata de un verdugo que da de comer a 7.500 millones de personas y del que esperamos pueda seguir dando de comer a los 10.000 millones que vivirán en el planeta dentro de treinta años. Aunque no esperamos estar por aquí para esa fecha, nos gustaría que nuestros hijos y nietos no tuvieran la desagradable sensación de acostarse con el estómago medio vacío. La verdad es que, hasta el momento, este verdugo ha sido bastante hábil para ir satisfaciendo nuestras necesidades a pesar de que no paramos de crecer. Durante las últimas décadas los avances científicos y tecnológicos de la agricultura han permitido un crecimiento continuo en la producción de alimentosEl consumo de alimentos por persona y día ha crecido rápidamente en prácticamente todos los países del mundo, mejorando el bienestar de nuestra especie. En los últimos veinte años la desnutrición y la pobreza extrema en el mundo se han reducido un 50%. Sin embargo, estas tendencias se pueden romper como consecuencia del cambio climático. Las estimaciones actuales indican que la producción agraria disminuirá hasta un 25% en grandes zonas de África, en el suroeste de Asia y en el sur de Estados Unidos y Méjico. El verdugo es a su vez víctima del desarrollo de una sociedad cada vez más urbana y tecnificada. 

Entre los años 2001 y 2009 un 70% de los incrementos en la producción agraria fueron debidos a la mejora en la productividad de los insumos utilizados, correspondiendo el 30% restante al mayor uso de insumos y de tierras de cultivo. Dado que no es deseable ni incrementar más la intensidad de uso de los insumos ni las superficies de cultivo, solo queda una opción: seguir mejorando la productividad de los insumos. En otras palabras, producir más con menos. Ya tuvimos ocasión de desarrollar este aspecto cuando hablamos de la agricultura ecológica. Para aumentar la eficiencia con la que se producen alimentos en un determinado campo de cultivo disponemos de dos potentes herramientas: la biotecnología y las nuevas tecnologías digitales y geoespaciales. Pero el uso y desarrollo de algunas de estas tecnologías genera un intenso debate social. El uso de cultivos modificados genéticamente (“transgénicos”) y el empleo de tecnologías CRISPR en mejora genética ha sido muy criticado por poderosos grupos medioambientales, estando prácticamente prohibido dentro de la Unión Europea. El empleo de máquinas inteligentes, robots y análisis masivo de datos (big data) puede suponer una reducción en el número de trabajadores agrarios, especialmente en explotaciones con mucha carga laboral no especializada. A pesar de que estos avances pueden permitir aumentar la productividad de los cultivos y combatir el hambre en el mundo, la sociedad actual, desvinculada del mundo rural y cada vez más recelosa de los avances técnicos, tiene serios problemas para aceptar estos cambios

Si consideramos nuevamente las necesidades alimentarias de los 10.000 millones de personas que poblarán el mundo en 2050 tenemos que aceptar que habría que incrementar al menos un 60% la producción global de alimentos para satisfacer dichas necesidades. Pero hay otras vías a explorar también. Modificar los hábitos en la dieta alimentaria y reducir las pérdidas y desperdicios de alimentos son dos formas de mejorar la eficiencia alimentaria de la humanidad. El cambio a una dieta sana y sostenible requiere una reducción personal promedio de más de un 50% en el consumo de alimentos no saludables, tales como la carne roja y el azúcar, y más de un 100% de aumento en el consumo de alimentos saludables tales como frutos secos, fruta, verdura y legumbres.   Este cambio personal e individual podría contribuir en un 70% a reducir el impacto medioambiental global de la agricultura. 

Dentro de todo este debate resultan especialmente relevantes las opiniones de dos de los científicos que más nos han influido en nuestra vida profesional. Ramón Margalef, el padre de la ecología en España, escribió en su famoso libro de texto hace ahora justo treinta años: “Probablemente no se pueden conservar comunidades maduras más que en áreas muy limitadas y se habrá de dirigir la explotación de la Naturaleza continuando con los actuales criterios de rendimiento. Por ejemplo, maximizar el grano que pueden dar los cereales…”. Por su parte Norman Borlaugh, premio Nobel de la Paz y padre de la revolución verde, afirmaba que: “…el mundo posee la tecnología -bien disponible en este momento o bien muy avanzada en términos de investigación- para alimentar a una población de 10.000 millones de personas en un contexto de medio ambiente sostenible. La cuestión más relevante en la actualidad es si los agricultores podrán llegar a utilizar estas nuevas tecnologías. Los movimientos radicales de defensa del medioambiente en los países ricos están haciendo aparentemente todo lo que pueden para detener el progreso científico”. 

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