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Eduardo López-Chavarri, músico rebelde en tiempos de orquestinas

Músicos valencianos con el compositor Maurice Ravel (en el centro de la fotografía) durante su visita a València en 1928. Entre otros, Eduard López-Chavarri (a la derecha de Ravel), Manuel Palau, Joaquín Rodrigo y Eduardo Ranch

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En el barrio del Carme de València está la plaza del Músico López-Chavarri. Fue rotulada en 1970, en vida todavía de su dedicatario, que había sido nombrado poco antes hijo predilecto de la ciudad. Solar y aparcamiento hasta hace poco, la plaza es hoy una especie de albero rectangular, con algo de jardín a un lado, amenazado periódicamente por el hormigón.

La ciudad se acordó demasiado tarde de Chavarri (València 1871-1970), uno de los protagonistas culturales de nuestra historia reciente, cuando estaba a punto de desaparecer después de casi un siglo de vida. Su época de esplendor quedaba muy atrás, entre la última década del siglo XIX y las primeras del XX; en aquellos tiempos fue un personaje extraordinariamente inquieto e influyente. Tuvo varias vocaciones y a todas dedicó esfuerzos: el derecho, el dibujo, la literatura, y sobre todo la docencia, el periodismo y la música, que ocupaba el centro de su mundo. Su trayectoria, como la de otros valencianos de su tiempo, se resume en una lucha desigual por la modernización estética, que tropezó con la indiferencia o la hostilidad de sus conciudadanos. Tras el triunfo del franquismo, Chavarri, de talante conservador, no fue perseguido ni tuvo que exiliarse, pero su antigua beligerancia quedó reducida a sus aspectos más inofensivos, refugiada en nostalgias y silencios.

Nuestro personaje fue en gran parte autodidacta. Estudió música en la academia privada del reputado organista y editor Francisco Antich. El piano debió aprenderlo con profesores particulares, siguiendo los pasos de su hermano mayor Casimiro. Su padre, Julián, era un melómano y en la acomodada casa familiar se organizaban veladas donde los hermanos tocaban el piano a cuatro manos. 

Julián López-Chavarri había nacido en Guadalajara —donde poseía fincas— pero se instaló en València hacia 1857 para ser profesor de la Escuela Industrial. Ingeniero y político del Partido Liberal de Sagasta, en Madrid fue diputado y senador y en València concejal y catedrático de la Universidad, además de pertenecer a influyentes sociedades.           Los primeros escritos del joven Eduardo aparecieron en el diario La nueva lucha, de Girona, en 1889, ciudad en la que vivió la familia cuando su padre ostentó el gobierno civil de aquella provincia. Con el seudónimo de Dixit comentaba estrenos de música lírica y teatro, además de polemizar sobre naderías con algunos poetas locales. Su soltura y su ingenio ya son apreciables en esos textos, como también su inclinación por la ironía, a veces casi sarcasmo. 

Hasta finales de la década de los noventa del siglo XIX, las colaboraciones periodísticas de Eduardo López-Chavarri en diferentes cabeceras fueron esporádicas. Los datos que tenemos sobre esa etapa son escasos, pero estudió arte, leyes —parte de la carrera como alumno libre— y siguió con la música. En 1895 se licenció en Derecho. Es posible que sus estudios musicales en el extranjero, incluyendo una estancia en Leipzig para recibir lecciones de Salomon Jadassohn, coincidieran con esta época. Jadassohn fue un profesor prestigioso; entre sus alumnos en el conservatorio de Leipzig estuvo Edvard Grieg, uno de los primeros héroes musicales de Chavarri.

En 1894, Eduardo López-Chavarri se inició como conferenciante concertista en el Ateneo Científico de València, instigado por Enrique Buxaderas, que había sido su profesor de literatura en el Instituto. Habló allí precisamente sobre Grieg y la música noruega, con ejemplos musicales que él mismo introducía desde el piano. Asistente desde muy joven a las tertulias organizadas por Teodoro Llorente en Las Provincias, empezó a colaborar con el diario en 1897 como crítico musical, aunque pronto sería redactor con otros múltiples cometidos. Casi al mismo tiempo se inició como corresponsal para revistas de música francesas y belgas. Trabajó además —hasta 1908— como fiscal sustituto en la audiencia provincial, lo que no le impedía viajar con frecuencia a Madrid para obtener el grado de doctor en la Universidad Central, única en España autorizada a expedir ese título. En la capital era asiduo del Teatro Real y las salas de concierto y se veía entre otros intelectuales con el compositor y musicógrafo tortosino Felipe Pedrell, catedrático de su conservatorio entre 1895 y 1904 y personalidad decisiva en el curso de la música y la musicología española.

Pedrell (1841-1922) fue lo más parecido a un mentor que tuvo López-Chavarri. No sabemos cómo se conocieron pero Pedrell era amigo de Llorente y tenía relación con València. Chavarri se escribía con él al menos desde 1897; aunque formalmente era su alumno y le enviaba ejercicios y borradores para que los corrigiera, también colaboraba en sus proyectos de recopilación de músicas tradicionales e intercambiaban información y opiniones sobre música. Chavarri elogió su obra compositiva, pero Pedrell le influyó sobre todo como historiador y teórico que contribuyó a sentar las bases del nacionalismo musical.

La personalidad e intereses de Eduardo López-Chavarri le predisponían a ese entendimiento. Chavarri fue, como Pedrell, un entusiasta de la música de Richard Wagner, cuyas óperas escuchaba en el teatro Real de Madrid y en el Liceo de Barcelona (a la València de su tiempo apenas llegaba). Pero era también un idealista, un romántico tardío que pretendía transformar la sociedad por medio de la educación y el arte, o de la educación por el arte, aspiración no menos wagneriana. En esa época ser partidario de Wagner suponía, en cierto modo, estar a favor de la innovación musical frente a inercias decimonónicas.

En cuestiones musicales López-Chavarri censuraba todo lo que los conciertos tenían de espectáculo y rutina social. Él buscaba en la música experiencias sublimes. Abominaba además de lo que Pedrell llamaba «flamenquismo», o sea el abuso del cante jondo como mero espectáculo o cliché y en general la mistificación de músicas tradicionales mediante influencias de la cultura burguesa. Por la misma razón detestaba la música de banda, que consideraba imitación rural de vicios ciudadanos, y las florecientes músicas populares urbanas, que a defectos similares sumaban, en su opinión, la perversión moral y la exaltación de los bajos instintos. 

En 1901 Chavarri ganó un premio en los juegos florales de Lo Rat Penat con un ensayo sobre educación musical, uno de sus textos teóricos más importantes. En nuestro ámbito cultural esa preocupación educadora relacionaba a Chavarri con el regeneracionismo, del que participaba Pedrell, aunque en el valenciano asomaba también un puritano, un perseguidor de pecadores contra la religión del arte, enemigo a la manera de Ruskin de una civilización «demasiado mercantil» y de sus progresos tecnológicos. 

Ese puritanismo emparentaba a Chavarri con el modernismo del pintor y dramaturgo Santiago Rusiñol, a quien conoció en València y con el que mantuvo una firme amistad hasta su muerte. Chavarri fue uno de los más celebrados propagandistas del modernismo a través de un artículo publicado en 1902 por la revista madrileña Gente vieja (y reproducido en Las Provincias) que le dio reconocimiento intelectual. Rusiñol y Chavarri abogaban por un arte que conmoviera las conciencias sin dejarse llevar por el materialismo «de bajo vientre». Rusiñol escribió luego el prólogo para el libro Cuentos lírics (1907), de Chavarri, donde hacía un atinado retrato de la compleja personalidad del valenciano. Este, por su parte, escribió sobre su amigo que «el pensamiento de Rusiñol no puede ser más claramente poético, más impregnado de ese agridulce melancólico peculiar de los espíritus enamorados de lo hermoso, cuando se sienten heridos por los contrastes de la realidad». Podía estar hablando de sí mismo.

En el convulso cambio de siglo a López-Chavarri se le abrieron las puertas de varias publicaciones eruditas editadas en Madrid, como la Revista critica de historia y literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas, que dirigían Rafael Altamira y Antonio Elías de Molins, o la Revista contemporánea. En sus artículos, ambiciosos y elaborados, habló de la tetralogía wagneriana, dio muestra de su fidelidad al ideario pedrelliano y participó a su manera en el debate sobre una ópera nacional, aunque a Chavarri la inspiración le llevaría por otro camino. Pese a su admiración por el teatro musical, por temperamento estaba más cerca de Schumann y como compositor cultivaría sobre todo las formas breves y la música de cámara, consciente quizá de las fragilidades del mundillo musical valenciano.

Es curiosa su etapa como corresponsal valenciano del diario El Globo de Madrid, entre 1902 y 1903, donde trabajaban entonces Azorín y Pío Baroja. En breves crónicas telefónicas se ocupó sobre todo de temas políticos y de conflictos sociales, pero también de sucesos, y firmó artículos de denuncia social como el titulado «Industrias de muerte», sobre las terribles condiciones laborales en las papeleras del río Clariano, un género sobre el que ya no volvería y un momento de franco progresismo ideológico que se desvanecería. Descubrimos ahí al López-Chavarri enamorado del periodismo, de la crónica, más allá de la crítica cultural.

Animado por Pedrell, catedrático en Madrid de Estética e Historia de la Música, Chavarri fantaseó con la posibilidad de trasladarse a la capital y obtener una plaza en su conservatorio. Pero cuando aquél abandonó Madrid y regresó a Barcelona en 1904, la relación de López-Chavarri con Madrid y sus círculos intelectuales perdió fuelle y se orientó decididamente hacia Cataluña, donde ya contaba con su amigo Rusiñol, que le abría puertas de revistas y círculos artísticos.

No fue sin embargo un giro brusco. Los músicos de la generación de Eduardo López-Chavarri y la siguiente, influidos por el pensamiento pedrelliano, vieron como algo casi preceptivo la recopilación de canciones populares para reutilizarlas en composiciones de música culta. Del españolismo pasaron muchos de ellos al regionalismo o al nacionalismo musical y cultural en sus tierras de origen. Este fue también el caso de Chavarri, que conforme entraba el siglo se asentó en València, intensificó su colaboración con Las Provincias, puso más ambición en su carrera musical y explicitó sus convicciones nacionalistas. 

En lo musical, en 1903 organizó una orquesta de cuerda para ofrecer unas conferencias-concierto auspiciadas por el Círculo de Bellas Artes y en 1906 volvió a reunir una orquesta, esta vez sinfónica, para dar conciertos en el Teatro Principal, a los que se asistía por suscripción. Era el germen de la Sociedad Filarmónica, que llegaría definitivamente en 1912. Ambas aventuras tuvieron dos rasgos en común: el afán de Chavarri por mostrar a València nuevos repertorios y obras consagradas en el resto de Europa pero desconocidas en su ciudad, y unos resultados de audiencia entre discretos y calamitosos.

En contraste con el «olímpico desdén de Valencia hacia todo lo que tiene mérito», Chavarri encontró en Barcelona, según sus palabras, «gentes cultas que pueden disfrutar las grandes emociones del arte», y algo más importante que se le regateaba en su ciudad: reconocimiento. Perfectamente integrado en el catalanismo cultural, que lo acogió como uno de los suyos, fue firmante del manifiesto estatal a favor de la juventud catalana de 1907, encabezado por Leopoldo Alas, además de mantenedor de los juegos florales de Barcelona de 1918, y participó en otras múltiples iniciativas culturales y cívicas. Desde 1905 hasta su desaparición colaboró con la Revista Musical Catalana, publicada por el Orfeó Català. Su admiración por el movimiento coral tenía raíces estéticas e ideológicas, pues pensaba que «las cosas augustas con las que se hace patria solo al noble canto pueden ser confiadas», pero esa devoción se incrementó mediante colaboraciones artísticas a las que el Orfeó siempre se prestó. La más significativa de ellas, tal vez, el estreno de Llegenda, cantata patriótica para coro y orquesta basada en un poema de Llorente, durante la Exposición Regional valenciana de 1909.

López-Chavarri fue el máximo responsable de las actividades musicales de la Exposición y el estreno de Llegenda tenía una especie de valor simbólico, de momento culminante. Chavarri depositó muchas esperanzas en la Exposición como motor de cambio cultural. Sin embargo el protagonismo musical, como sabemos, fue para el himno de José Serrano y Maximiliano Thous. Por otra parte, según confesiones de un despagado Chavarri a la Revista Musical Catalana, de todos los espectáculos musicales de pago que se organizaron el único que tuvo éxito de público fue la actuación de la cupletista Fornarina, que incluso obligó a retrasar un concierto de la Escola Choral de Terrassa programado por él: «el públic acudia a festejar el cant lasciu d’una divette, y triomfava la carn sobre aquells cants que són flor d’esperit, y són noblesa de cor y són patria».

Esa València frívola asfixiaba a Chavarri. En busca de un cambio de aires, en julio de 1909 partió hacia Melilla como corresponsal de Las Provincias en la campaña del Riff, donde permaneció hasta noviembre. Un gesto novelesco y sin duda buscado por voluntad propia. Pero ni así pudo distanciarse del todo; con soterrada ironía escribía en agosto, en una de sus crónicas de guerra, que en cuanto se juntaban dos valencianos en África invariablemente se hablada de la Exposición y se entonaba el himno: «¡dichoso himno! Pienso que ya lo saben hasta los chiquillos de los aduares moros amigos». Chavarri no se involucró en los ataques contra el himno de un grupo de intelectuales encabezados por el crítico Eduardo Ranch en agosto de 1925, poco después de su proclamación como himno regional, pero dejó ver su distancia respecto al compositor de Sueca y su oportunismo musical en varias ocasiones.

En 1910 López-Chavarri accedió a una plaza en el Conservatorio de València como profesor de Estética y Teoría de la Música, la misma asignatura que impartió Pedrell en Madrid, y que en València era de nueva creación. De alguna manera se acababan así sus vaivenes laborales; su vida profesional basculó en adelante entre la docencia académica y el periodismo. Él había sido muy crítico con el Conservatorio, por sus deficiencias pedagógicas, y continuaría siéndolo desde sus mismas aulas, lo que le valió incluso reprimendas de la dirección. Pero la tribuna académica —y el peso de su opinión a la hora de conceder subvenciones— le permitió impulsar la carrera de músicos importantes, como los hermanos Amparo y José Iturbi, Joaquín Rodrigo, Amparo Garrigues o Leopoldo Querol, y difundir sus ideas sobre el nacionalismo musical y la música popular, que influyeron en compositores de la generación de Manuel Palau y en la siguiente, la del llamado grupo de los jóvenes, cuya trayectoria ascendente quedó frenada por la Guerra Civil.

En el ámbito ensayístico, su Historia de la música (1917) incluyó uno de los primeros resúmenes sistemáticos de la música española de su tiempo, y Música popular española, que publicó Labor en 1927, fue un trabajo importante y canónico dentro del nacionalismo de la época, con numerosas reediciones. Por otra parte, su polémica con Joaquín Nin en las páginas de la Revista Musical (1911-12) en torno al uso del clave o el piano para interpretar música antigua aún se lee con interés más de un siglo después.

Su carrera como compositor avanzaba siempre entre tropiezos por la falta de infraestructuras musicales y temporadas estables en València. Escribía obras de pequeñas dimensiones que estrenaban colegas, alumnos o amigos fieles como Millet desde su Orfeó Català, y le costaba mucho conseguir que volvieran a interpretarse. Entre 1915 y 1918 organizó y se puso al frente de una efímera Orquesta Valenciana de Cámara, su enésima empresa musical, que protagonizó varios ciclos de conciertos e incluso estuvo de gira por España, algo insólito para una agrupación de esta ciudad. 

Pero los verdaderos acontecimientos culturales de la ciudad eran los estrenos de zarzuela, más arrevistada conforme avanzaban los años, y el puntual certamen de bandas de la plaza de toros, lo cual fue minando el antiguo idealismo de López-Chavarri. A veces tenía estallidos de genio, como el sombrío artículo para la revista Ritmo de Madrid de 1933 sobre la historia de la música valenciana donde, al ocuparse del momento presente, se quejaba de que el Estado actuaba como si tuviera «el propósito decidido de aniquilar» la pujante escuela valenciana; antes había dicho cosas parecidas, pero no en una tribuna tan poco amiga de la confrontación con el poder.

Después de la Guerra Civil Eduardo López-Chavarri, que ya rondaba los setenta años, fue adoptado por el franquismo como uno de sus colaboradores visibles en València, y él accedió a ello (una de sus preocupaciones era abrir camino a su único hijo, Eduardo López-Chavarri Andújar, nacido en 1931 y que a la larga heredaría algunos de sus cargos y responsabilidades). En 1940 ingresó en la Real Academia de San Carlos, se le llamaba para intervenir en actos propagandísticos y comenzó a asesorar a los coros de la Sección Femenina, la acartonada versión que daba el Régimen del cultivo de las músicas populares, antaño preconizado por Pedrell y el propio Chavarri. El puritanismo de Chavarri y su idealización de lo popular, convertidos en cliché, encontraron de pronto un inesperado acomodo en los discursos estéticos de la dictadura, hostil a cualquier innovación musical venida de fuera.

Quizá nuestro músico soñó entonces con la recompensa de ver su obra ocupando un lugar destacado en los programas de las orquestas, pero siguió más o menos en el segundo plano donde estaba, obligado a pedir favores e insistir a unos y otros para conseguir conciertos. La jubilación del Conservatorio de València en 1941 fue reglamentaria, aunque también la vivió como una marginación más. El escritor Daniel Martínez Ferrando, entonces perseguido por el franquismo como masón y que también en su juventud había pretendido dignificar la literatura valenciana, le escribió con motivo de su retirada lamentando que no hubiera conseguido imponer sus ideales estéticos. Y por una carta de Ricard Lamote de Grignon fechada en 1950 sabemos que López-Chavarri le preguntó con amargura si sus obras estaban prohibidas cuando Ricard y su padre Joan llevaban las riendas de la Orquesta Municipal de valencia, entre 1943 y 1949. La respuesta fue que prohibidas no, pero que la gerencia solía privilegiar aquellas que aseguraban una buena taquilla.

Durante su largo otoño Chavarri siguió componiendo, dando conferencias y escribiendo reseñas o artículos anecdóticos sobre personajes de otros tiempos. Puede que sus quejas íntimas tuvieran fundamento pero en todo caso se le interpretaba. En València y en el resto de España, sobre todo. Como ha pasado con el también valenciano Manuel Palau, infaltable durante tantos años, con el sevillano Joaquín Turina, uno de los músicos privilegiados por el franquismo, y con otros músicos nacionalistas de su tiempo, de colores ideológicos diversos, la música de Chavarri casi ha desaparecido hoy de los programas. Si la escuchamos ahora tiene encanto y una cierta ingenuidad, pero hace cien años sus apuestas formales eran rompedoras, y debemos agradecerle su empeño por dotar a la ciudad de infraestructuras musicales, por reformar la complaciente enseñanza musical de su época y por buscar espectadores menos atentos al virtuosismo del intérprete que a la experiencia única que las obras maestras de la música nos proponen. Sobre todo ello escribió en abundancia, con la mayor exigencia intelectual y a veces con una irresistible ironía. Pero cuando hizo falta fue también el primero en subirse a un escenario e implicarse en la batalla real de la cultura.

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