Años arriba y abajo por el laberinto borgiano, disfrutando como un perro con dos colas, para enterarnos un día que el tipo era un carca y se dejó condecorar por Pinochet. Décadas identificándonos con el frágil, hipocondríaco y pusilánime Woody Allen para desayunarnos una mañana con que es un peligroso asaltacunas. Toda la vida rendidos ante el genio de Picasso para descubrir que era un cerdo priápico. Llenándonos cada dos por tres el pecho con los efluvios de su poesía para acabar sabiendo que Neruda abandonó a una hija hidrocefálica. Últimamente todo va así. Hace tiempo que no gana uno para disgustos. En el momento más inesperado se le cae a uno un santo del pedestal. Te entran ganas de poner de cara a la pared todos los cuadros que tienes en casa y adentrarte en tu biblioteca con un traje de protección para expurgarla minuciosamente, empezando por los demasiados libros y los muchos prólogos que escribió Savater, que ha resultado ser un facha de cuidado (al parecer, algunos hace tiempo que lo sospechaban). Pero sabes que por mucho que fumiguemos, el miedo a estar consumiendo productos emponzoñados seguirá ahí. Nos pasa como aquel que descubre con horror que ha cohabitado con un criminal en serie o con un policía infiltrado. No es fácil superarlo. Querríamos no haberlo sabido nunca, porque si lo que nos arroba y nos reconforta ha surgido del mal, ¿cuál es nuestra sustancia? ¿Cómo no nos hemos dado cuenta? ¿Qué conexión hay entre nosotros y esos personajes que han resultado ser tan abyectos? Es muy perturbador. Por eso tantos exigen el certificado de buena conducta a los autores a los que se acercan por primera vez y no quieren saber nada nuevo de aquellos a los que ya han frecuentado. Y ante todo eso, los artistas de la pluma, el pincel o la farándula no tienen bastantes manos para tentarse la ropa y ponen unos huevos cada vez más pequeños e insípidos.
Algunos parece que han decidido que hay que leer un libro, ver una película o contemplar un cuadro —si no hay más remedio que hacerlo— como si todas esas cosas hubieran aparecido de la nada, por generación espontánea. Mejor que vengan sin firma, sin créditos, sin fecha, sin título incluso. Pretenden separar la obra del autor para que este no la contamine con sus veleidades pasadas, presentes o futuras. A veces da la impresión de que es una campaña orquestada por Vargas Llosa, que para seguir vendiendo ejemplares de La ciudad y los perros necesita que no le tengamos en cuenta los panfletos reaccionarios que publica de un tiempo a esta parte en El País. Pero lo cierto es que la iniciativa no tendría la acogida que tiene en otros tiempos que no fueran estos, en los que los deseos humanos, que se convierten así en caprichos, pugnan por volverse órdenes ante cualquier autoridad, sea esta de naturaleza física, cultural o política. Y es que separar al autor de su obra va contra toda razón, es imposible. Implica dotar a la obra de una autonomía que no tiene, que no puede tener. Si nos empeñamos en ello, lo único que obtendremos es un determinado grado de ignorancia que nos impedirá la comprensión cabal de los productos culturales. A medida que estos se van desgajando de su causa y su contexto, se convierten en un conjunto de signos sin significado. Quien dijo que yo soy yo y mis circunstancias también lo podría haber dicho de cualquier obra artística o literaria, también ella es ella y sus circunstancias.
Sin conocer ciertos aspectos de su biografía, no se puede entender la lucha a muerte que Picasso mantuvo con la vida a través de la pintura, y que eso es al fin y al cabo su pintura, como supo ver John Berger hurgando en la trayectoria personal del pintor. Que la evolución de sus obras está ligada a su relación con las mujeres y al sexo en general es una obviedad, y por mucho que las conclusiones que algunos sacan de esa relación no sean tan obvias, tienen todo el derecho a hacerlas. Conocer los avatares de Louis-Ferdinand Céline sirve para entender mejor su Viaje al final de la noche, y también cómo «un escritor excelente» puede llegar a ser al mismo tiempo «un perfecto cabrón», según las palabras del político que lo excluyó de una lista de homenajeados. También debería resultarnos evidente el vínculo entre el desinterés por la realidad cotidiana en la obra de Borges y su conservadurismo político. De la misma manera, enterarnos de que alguien capaz de conmovernos en lo más íntimo fue capaz de violar a una criada —Neruda otra vez—, ayuda a entender la complejidad del alma humana, la de él y la nuestra. Pero eso es precisamente lo que nos asusta. No queremos saber cómo es el autor porque no queremos vernos implicados en sus incoherencias, no queremos que nos salpique con sus miserias, exceptuando las que nos ofrece desbastadas y envueltas en suave celofán artístico. Por puritanismo pues, para salvar la virtud ajena o para salvar la propia es por lo que unos hurgan en la vida privada de los autores buscando pruebas incriminatorias, y otros se quedan solo con las obras y tratan de saber lo menos posible de quienes las han creado.
Es verdad que el mundo está lleno a rebosar de obras que perfectamente pueden permitirse ser huérfanas o yacer en paz sin lápida. Pero hay otras que tarde o temprano invocan a su autor. Lo sabe cualquiera que se mete en el laberinto de Van Gogh, cae en el despeñadero de Frida Kahlo, se deja golpear por los claroscuros de Caravaggio o se asoma al pozo sin fondo que es la obra de Picasso, ese pozo en el que, cómo señaló Demócrito, y el pintor le dice a Clouzot en el documental que ambos hicieron, está agazapada la verdad. Picasso es uno de los que mejor encarnan la insolubilidad del falso dilema que pretende separar la obra del autor. Probablemente es el artista sobre el que más se ha escrito y se sigue escribiendo, y dejó tras de sí un buen puñado de textos propios, testimonios y anécdotas, además de un número ingente de fotografías que se dejaba hacer de buen grado porque era muy consciente de cómo su vida estaba entretejida con sus obras (unas cuarenta y cinco mil, según estimaciones). «No basta con conocer las obras de un artista. También hay que saber cuándo las hizo, por qué, cómo y en qué circunstancias, por eso pongo fecha a todos los cuadros», le dijo una vez a su amigo Brassaï. Confiaba en que algún día eso, «penetrar más en el hombre a través del hombre-creador», serviría para que la humanidad se conociese mejor a sí misma. No imaginaba las excusas que la humanidad llegaría a inventarse para no tener que enfrentarse a sus contradicciones.
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