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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Como caerse del guindo y no hacerse daño. A propósito de Cercas

Statua di Niccolò Machiavelli / Lorenzo Bartolini (Loggia degli Uffizi)

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Que las palabras han perdido, si no todo, gran parte de su valor lo sabemos todos los que nos empecinamos en ilustrar a la ciudadanía con nuestras prescindibles opiniones, pero si hay un ámbito en donde la palabra ya no vale nada, ese es el de la política. Ni la palabra ni las intenciones, tan solo los hechos, y estos surgen de la correlación de fuerzas, de los cálculos estadísticos y de la gestión de oportunidades y singularidades más o menos imprevisibles, de un pragmatismo atroz, en definitiva. Y dado que uno suele entrar en el juego político con el alma inmaculada, motivado por un discurso que proclama todo lo contrario —altos ideales, causas generosas, voluntad de servicio público—, descubrir esa verdad es un proceso doloroso que algunos dilatan todo lo posible. Es lo que le parece haber ocurrido al escritor Javier Cercas, que en poco más de cuatro meses ha pasado de pedir el voto para Pedro Sánchez a repudiarlo enfáticamente, a él y a toda la clase política, de la que asegura, tras coger un tremendo rebote, que a partir de ahora pasará más que de comer mierda, y nos recomienda a todos hacer lo mismo. Y todo porque, en contra de lo que el mismo Sánchez había declarado no hace mucho, y en contra de sus propias predicciones, habrá amnistía para los encausados por los hechos del frustrado intento independentista catalán. No deja de ser curioso que hasta entonces Cercas no había detectado ningún otro renuncio digno de tal repudio, pero vamos a pasarlo por alto. Vamos a imaginar que la mañana en que recibió la noticia se le quedó la misma cara que a aquellos que, cuando todavía estaban aplaudiendo la briosa intervención del ahora ministro Óscar Puente en el Congreso replicando a Feijóo, se desayunaron con la foto en que aparece con una sonrisa de oreja a oreja, brindando con champán por la ampliación del puerto de València junto al presidente Carlos Manzón y la alcaldesa María José Catalá.

Quizá Cercas ha llegado a donde iba, como tantos otros, quizá esté haciendo como el capitán Renault en Casablanca, que mientras está clausurando la timba que él mismo frecuentaba se muestra escandalizado porque allí se juega, pero en su caso me permito pensar que no es cinismo, sino ingenuidad. Lo que le ha pasado me recuerda lo que les pasó a muchos que salieron de la cámara de aislamiento sensorial que era el franquismo y se atrevieron a formar un grupito político independiente en su pueblo. Los grandes partidos se apresuraron a descalificarlos etiquetándolos de oportunistas o reaccionarios, pero quienes vivimos el fenómeno de cerca podemos testificar que no siempre era así. Lo que vimos algunos fue, aparte del contingente habitual de emboscados y arribistas, a gente emergida de un largo silencio impuesto, que carecía de formación política, pero que estaba dotada de unos valores cívicos para nada desdeñables, entre los que destacaba la insobornable honradez que reclama ahora Cercas indignado. Se habían creído el discurso democrático, y tras no pocos titubeos y no poca desconfianza saltaban al ruedo electoral. No sabían que los independientes estaban tácitamente prohibidos. Lo que sucedió fue que los grandes partidos, los partidos sistémicos, acabaron con ellos, absorbiéndolos o aplastándolos mediante unas prácticas que aquellos pardillos ni imaginaban ni vieron venir. En unos casos pervirtiendo a los que, sabiéndolo o sin saber, estaban dispuestos a dejarse pervertir, y en otros haciendo que se arrepintieran y volvieran resabiados al armario. No es difícil ver un paralelismo con los actuales intentos de acabar con el bipartidismo. Hace poco, alguien de una cierta relevancia pública, que había participado en uno de esos últimos intentos y había conseguido ocupar un escaño en el Congreso, me confesaba en privado que se había encontrado con cosas que no esperaba, y que por eso lo había dejado a la primera ocasión. Al contrario que Cercas, que enrabietado nos pide a todos que votemos en blanco, esta otra persona se negaba a hacer público lo que había visto «porque no quería contribuir a que la gente dejara de votar».

Dos desengañados, dos conclusiones distintas. No comparto el paternalismo ilustrado de mi interlocutor, que prefiere dejar en la inopia a sus conciudadanos antes de correr el riesgo de que las convicciones democráticas de estos se tambaleen a causa de su testimonio. Seguramente tiene razón Cercas pidiendo que abramos los ojos. Pero dudo que su recomendación de votar en blanco y abogar por la lotocracia —la elección de los gobernantes por sorteo—, sea ni siquiera sensata. Seguramente es injusto afirmar que todos los que entran en política lo hacen con la intención de servir a los intereses de corporaciones criminales, grupos de presión con intenciones espurias, rapiñadores de lo público y todo tipo de poderes en la sombra, pero cualquiera mínimamente avisado sabe que, si no se inmola antes, acabará haciendo eso o cohabitando con quienes lo hacen, y si no lo sabe, es porque es un incauto, un memo. Tanto como quienes votan ateniéndose exclusivamente a la literalidad de los discursos electorales. Los legítimos deseos de cualquier aspirante a servidor público, sus bienintencionadas intenciones, sus ambiciones altruistas, todo eso, de tenerlo, se va a cruzar más pronto que tarde con el dictado inapelable de los que realmente mandan. Y de nada sirve que llegue a ocupar mando en plaza por sorteo. Para sobrevivir, no tendrá más remedio que amalgamar sus aspiraciones, sus ideas y sus actos con poderosos imperativos, algo que unos harán con ganas, como quien se siente elegido, llevado de la mano de algún dios, y otros con un asco profundo que les dificultará mirarse al espejo cada mañana. De un día para otro tendrán que sustituir sus valores y sentimientos por las consignas impuestas y la frialdad del cálculo estratégico.

Los desilusionados como Cercas siguen pensando que la política ha de estar sometida a consideraciones morales. Puede, pero en la práctica no es así, los medios utilizados no suelen ser congruentes con la meta perseguida, no pueden serlo, y cuanto antes lo reconozcamos, mejor. Es algo sabido por lo menos desde los tiempos de los Borgia, que fueron también los de Maquiavelo. En política las debilidades se pagan, y las abstracciones humanistas tienen poca utilidad más allá de servir de empedrado para los discursos. En política se miente, se traiciona, se engaña, se manipula, se difama, se pacta contra natura y más. Todo se justifica apelando a la necesidad de alcanzar unos fines que nunca acaban de llegar. Y los electores, persiguiendo el mismo espejismo, transigimos, nos tapamos los ojos, nos hacemos los sordos y practicamos la doble moral en nombre del posibilismo, guiados por el mismo principio envilecedor. Ciertamente, no todos somos iguales, unos ponemos el límite en un punto y otros en otro, nuestro sustrato ético es sustancialmente diferente, pero a la hora de la verdad todo se vuelve relativo. Hemos asumido que el primer objetivo es conseguir el poder, y luego ya veremos. Para los que pretenden cambiar el statu quo, ese luego se traduce invariablemente en claudicación, porque lo que se adquiere, con suerte, es la titularidad del poder, no el poder propiamente dicho. Así hemos llegado a un punto en que solo se puede votar al mal menor. Si hay que creer en la ingenuidad de Cercas, este se acaba de dar cuenta y le parece insuficiente y humillante. A muchos otros también se lo parece, pero no optan por la pataleta. Hace tiempo que no votan a favor, sino en contra. Tal parece que no hay nada más que uno pueda hacer, que seguramente deba ahora mismo hacer: rezar para que santa Rita nos conceda la vista necesaria para votar al menos malo. Para eso y para que esa posibilidad de elección no desaparezca, que es algo que puede llegar a pasar y no necesariamente por la fuerza. El día en que no podamos hacerlo o en que no haya nada que nos parezca menos malo que lo otro, ya podremos decir que estamos definitivamente jodidos.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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