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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Qué grande es ser viejo

Smultronstället (Ingmar Bergman 1957).

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Una imagen siniestra asoma por el horizonte. La de una mayoría de individuos que se desplazan encorvados sobre andadores o que hay que llevar en carritos en busca de un poco de sol, un ejército de seres enlentecidos que llevan un buitre hambriento agarrado al hombro esperando a que cesen los silbidos que emiten los bronquios de su portador. En ese escenario, los que aún están en la flor de la edad están condenados a vivir rodeados por un ejército de zombis, asfixiados por el olor a anciano, y es de temer que la visión permanente de tanta momia andante acabará por desalentar al más templado. La ubicua presencia de los viejos acortará las vidas de los más jóvenes, lo que estos verán en la lontananza no será su gozosa plenitud todavía por llegar, sino un siniestro más allá: la visión premonitoria de su propia extinción, una penosa perspectiva que angostará dramáticamente su presente. Por lo que pueda pasar, me parece conveniente, por parte de aquellos a los que nos empiezan a crujir las rodillas, iniciar una campaña de carácter preventivo para suavizar ese tétrico panorama, para adornarlo un poco, al menos. Una campaña similar a aquella que tan buenos réditos le dio al Corte Inglés, la que decía: «¡Qué grande es ser joven!», no sé si recuerdan.

Por lo que uno va viendo, ser viejo no es tan malo como parece. La vejez es un diabólico repertorio de achaques que te impiden conducir con soltura una moto de cuatro cilindros, pero, a no ser que alguno de esos alifafes se ensañe con tu cabeza, no se traduce necesariamente en falta de lucidez ni de energía interior. Más bien al contrario. Se habla mucho de los jóvenes precoces, de que si Mozart compuso su primera sinfonía con ocho años (habría que oírla), o de que si, a los quince, Rimbaud componía poemas en latín, mientras que a otros menos dados al arte les da por resaltar que a Napoleón lo hicieron subteniente de artillería a los dieciséis. Pero no se suele mencionar que Voltaire estuvo hasta los ochenta y tres dando esquinazo y por saco a la carcunda de su época, que Picasso, que fue también un genio prematuro, estuvo pintando (y dicen que copulando como un chimpancé) hasta los noventa y uno, o que Manoel d’Oliveira rodó su última película (O Velho do Restelo, 2014) a los ciento cinco años. Y, a propósito de directores de cine, no se pierdan la última de Paul Verhoeven, el de Robocop, que a sus ochenta y tantos ha hecho Benedetta (2021). Pocas películas actuales destilan tanta mala leche y son tan procaces como esa. Al lado del viejo Verhoeven, las nuevas generaciones de cineastas criados en el melindre ideológico parecen unos abuelos vacilantes y temblorosos.

Puede que ser joven sea grande, como decían aquellos, pero lo realmente grandioso es llegar a viejo. Si te sabes sobreponer a la nostalgia, percibirás la victoria que hay en tu descalabro. No hay más que ver a los recién llegados construyendo afanosamente su derrota sobre las ruinas de la tuya, tan incautos como ufanos. La enorme pereza que provoca observarlos da un inesperado valor a tu declive, que toma forma de liberación. Pero, por mucha piedad que sientas, has de evitar mostrarla, porque suele ser muy mal recibida. El viejo que lo sabe disimula y se hace el viejo, también porque hay quienes no acaban de encajar las muestras de vitalidad tardía. Es comprensible que haya carcamales que se esfuercen en dar el do de pecho en el último momento, tratando de morir como cisnes. Pero aquí no sobra el espacio y hay mucho patito feo esperando su turno, así que se impone una generosidad pragmática. Por suerte, la nómina de viejos impertinentes que se resisten a abandonar de buen grado el escenario es escasa. La mayoría se hacen a un lado sabiamente. No es prudente ir provocando cuando, si no ahora, dentro de un rato, vas a necesitar que alguien un poco más ágil que tú te ajuste los zapatos o algo más comprometedor. Conviene adoptar un perfil bajo, entregarse a un cinismo relajado y suscitar la solidaridad o la conmiseración, lo que haga falta con tal de que te echen una mano con no demasiado asco.

Y, sobre todo, no hay que precipitarse a la hora de poner en práctica el consejo que Umberto Eco nos regaló en uno de sus artículos en L’Expresso (el del 12 de junio de 1997): «La única manera de prepararse para la muerte es convencerse de que todos los demás son gilipollas». No hay que atropellarse y concitar iras que no podamos esquivar. Pero tampoco hay que pasarse de cauteloso y privarse del placer de hacerles saber a los que indefectiblemente son gilipollas que lo son. Sería una lástima no llegar a tiempo. Un buen momento para empezar es ese en el que uno empieza a sentirse póstumo, a utilizar demasiado a menudo los tiempos verbales en pasado. Cuando, más que ser, fuiste, y más que hacer, hiciste; cuando el deseo de tener mengua y el de obrar se va relajando (más te vale); o cuando el espíritu contemplativo va ocupando el sitio de antiguos entusiasmos, y nuevas aficiones empiezan a formar parte de tu vida, la que te queda. Como la de repasar tus dolencias para ver si encuentras alguna premonición plausible del fatal desenlace, o la de entregarse al cálculo de probabilidades a partir de las necrológicas de los famosos, los antecedentes familiares o las muertes de los amigos que te han precedido en el trance. Una vez has adquirido ese vicio, cuesta dejarlo. Es como jugar a la lotería sabiendo que te tocará el gordo con toda seguridad, aunque no sabes si es la de Navidad o la del Niño, ni tampoco qué número llevas, cuándo saldrá o si te ha tocado ya pero no encuentras el billete.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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