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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Incertidumbre

Estación Central de Fráncfort.

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Los gurús de la autoayuda coinciden en decir que todo lo que nos parece inexplicable adquiere sentido cuando se ve con la perspectiva adecuada. Puede ser. ¿Pero, qué hacemos mientras tanto? Cada vez cuesta más cogerle el tranquillo a la vida. Uno hace tiempo que sospecha que el nivel de incertidumbre con el que vivimos no sería soportable si no dispusiéramos de tantos mandos a distancia. Gracias a ellos podemos llegar a creer que una parte del mundo nos obedece. El control remoto ha venido a suplir la alarmante inutilidad de nuestra libertad de elección. Aunque quizá eso es parte del problema, porque a menudo la vida no responde a nuestros deseos por mucho que le demos al botón. En muchos aspectos todavía funciona según las leyes de la mecánica clásica, según una lógica implacable de causa-efecto que cada vez nos cuesta más entender, que no queremos aceptar.

Nos faltaban las dudas sobre lo que hasta ahora parecían certezas inamovibles. Virus inesperados aparte, parece ser que ya no existe ningún tipo de determinismo biológico. Así, por ejemplo, según los últimos descubrimientos de la ciencia (creo que es la ciencia, pero no estoy muy seguro), ahora el género es fluido (tres de cada diez lo tenemos así, informa El País). Mi cerebro reptiliano ni quita ni pone, no es esa su función, pero, anclado como está en los años setenta, que para un humano actual es como estar anclado en la era cuaternaria, está convencido de que, si algo debería ser más fluido, es el sexo, el de toda la vida. Intuye que, si se follara más, cada uno como pueda y guste, las incertezas serían menos. Pero follar se ha ido poniendo cada vez más jodido. La cosa empezó a torcerse seriamente con el SIDA, en los ochenta, y los factores disuasorios no han hecho más que proliferar. No es extraño que la gente ande despistada.

Cuando parecía que teníamos aquella maldita enfermedad controlada, surgen de la nada pandemias que empujan al onanismo con guantes, mascarilla y, si procede y eres muy aprensivo, preservativo. Por no hablar del clima social y de ciertas bienintencionadas iniciativas legislativas que aconsejan embridar los instintos carnales. Pero lo peor es que la biología, a veces, no atiende a razones, una pequeña fiesta se puede convertir involuntariamente en un acto procreativo, y, tal como está el mundo, tal como estará según todas las previsiones, a un número creciente de ciudadanos la posibilidad de tener descendencia le suscita unos escrúpulos de índole práctica y moral bastante comprensibles. Y aunque no es ineludible tenerla, es algo que sin duda incrementa el nivel de incertidumbre general. La falta de interés por dejar progenie dificulta sobremanera la tarea de encontrarle sentido a la existencia.

En cualquier caso, parece evidente que la peña necesita un plan para ir por la vida. ¿Cómo hacían antes para tener uno? La gente estaba convencida de que las cosas tenían que ser de una determinada manera, y todos se comportaban, más o menos, con arreglo a ese diseño preconcebido. Vivir consistía en una sucesión de misiones que llevar a cabo, de manera que, si todo iba medianamente bien, la muerte acababa pareciéndose a una victoria. Era la época en que, a pesar de la falta de penicilina, o quizá gracias a eso, se componían grandes sinfonías y se escribían novelas llenas de grandes preguntas y de respuestas más o menos convincentes. ¿Qué sustituye ahora a aquella cultura que supuraba trascendencia? ¿Las firmas de libros en el Corte Inglés? ¿O son esos macrobotellones en las playas y en los polígonos industriales?

¿Se han acabado las grandes preguntas? ¿Ya no tenemos respuestas? En los viejos tiempos, si todo fallaba, siempre quedaba la religión. En ciertas películas antiguas se repite una escena que parece absurda a ojos de hoy: uno está en un apuro, abre la Biblia y allí aparece la respuesta, da igual la página. ¿Aquellos tíos eran gilipollas o nos estamos perdiendo algo? ¿La solución está en hacerse seminarista? ¿Del Hare Krishna? ¿Pastafari?… Ahora en vez de abrir la Biblia encendemos el móvil, a ver si alguien nos ha mandado un chiste. O nos sumergimos en Internet igual que aquellos se internaban en el Pentateuco. Pero aquellos veían la luz enseguida y cerraban el Libro visiblemente reconfortados. Está claro que la disonancia cognitiva era de mayor calidad. Nosotros pasamos de una página a otra, y de esa a la siguiente, errabundos y desnortados, hasta que suena el teléfono y alguien nos pregunta «¿Qué haces?».

En la mayoría de los casos, sea lo que sea, no es lo que querrías estar haciendo. Tú habías estudiado con otras expectativas, pero aquel conocimiento que acumulabas era más perecedero de lo que te hacían creer y no ha tenido tiempo de transformarse en habilidades que la sociedad esté dispuesta a remunerar adecuadamente. La vigencia de los oficios disminuye a ojos vista. Lo que ayer era la promesa de un esplendoroso futuro, hoy es una tarea robotizada o un trabajo prematuramente devaluado. El pasado inmediato está lleno de oficios con porvenir, y el presente está alicatado hasta el techo con títulos y diplomas inservibles. Sentimos que la sociedad no nos da herramientas para mejorar y que nosotros no podemos hacer nada para mejorar la sociedad. Hay que empezar a preguntarse si los pedagogos que se dedican a insuflar expectativas en los más jóvenes tienen alguna responsabilidad en todo esto. A lo mejor habría que exigirles que dediquen a colmar las esperanzas de sus antiguos alumnos durante tanto tiempo, al menos, como dedicaron a alimentarlas.

Y mientras tanto, el colapso global asomando sus siniestras napias ¿Cuidar el planeta o darlo por perdido? Al discurso oficial la hipocresía se le sale por las orejas. No paran de desarrollar tecnología e infraestructuras para paliar los daños que la propia tecnología y las infraestructuras —estas y las ya existentes— provocan en el medio ambiente, porque de decrecimiento no quieren ni oír hablar. Mientras, para calmar posibles histerias exageran la cuota de culpa y de responsabilidad individual y nos dan a entender que con un poco de voluntarismo podemos frenar el deterioro del planeta, aunque por lo bajini nos dicen que esto no tiene remedio, que hay que terraformar cuanto antes el cinturón de asteroides.

Y en medio de este panorama, los que deberían aportar soluciones nos quieren poner un psicólogo de cabecera. ¿Para qué, exactamente? ¿Para ayudarnos a lidiar con la incertidumbre hasta el último de nuestros días, ese en que, por fin, podremos verlo todo con una perspectiva adecuada? ¿Para evitar que, en un ataque de lucidez o empujados por la desesperación —trastornos reactivos más o menos impredecibles al margen— decidamos anticipar el irreversible acontecimiento? Bien, todos hemos visto ¡Que bello es vivir! ¿Pero, no estaremos una vez más ante una maniobra lampedusiana? ¿La solución es alentar nuestro estoicismo, nuestro marasmo, nuestra resignación? ¿Qué hacemos con las causas económicas, con nuestro turbio sistema de sanciones sociales, con el deterioro de las relaciones interpersonales propiciadas por las nuevas tecnologías? ¿Qué hacemos con el resto de carencias estructurales? ¿Qué hacemos con la falta de expectativas o con las miserables expectativas que se vislumbran en el horizonte? ¿La solución es hacernos encajar en el molde, convencernos de que no podemos aspirar a nada mejor que este manicomio en el que nos ha tocado vivir?

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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