¿Tú qué quieres ser de mayor? Cuando a un niño le hacen esa pregunta, le están diciendo que todavía no es nadie, y que para ser alguien ha de imitar, como el simio que es, a los simios más prominentes de la tribu. De sus habilidades para mimetizarse con ellos depende su futuro y su supervivencia misma, y cuanto más pronto las adquiera, mejor. Cuanto antes pueda la criatura decir mamá soy poeta, ingeniero, informático, quiropráctico o secretario de ayuntamiento, más fácil lo tendrá para dar la réplica a sus congéneres dentro del gran teatro del mundo. Y más vale que no pierda el tiempo cuestionando la función. Ha nacido en ella y forma parte de ella. Lo que tiene que hacer es darse prisa en escoger un papel y currárselo. Le están apremiando para que se ponga un traje de guardarropía, se olvide de la ilusión iniciática de que uno puede ser cualquier cosa y acepte convertirse precisamente en eso, en cualquier cosa. Es un segundo nacimiento, tan traumático o más que el primero. Se nos obliga a renunciar a la posibilidad de serlo todo para poder ser algo, a desaparecer tras un personaje que, para hacernos visibles a los demás, oculta lo que realmente somos o podríamos haber sido. Para algunos es una tragedia. Para otros, para esa mayoría que vive con el síndrome del impostor a cuestas, es una manera confortable de escamotear su inquietante mediocridad.
La máscara nos muestra al tiempo que nos oculta. Su paradigma es el de la documentación amañada, la identidad fingida, el pasaporte falso que mostramos en cada una de las aduanas que nos vemos obligados a cruzar a lo largo de la vida. Nos refugiamos tras una máscara para atraer las miradas de los otros hacia un señuelo, un objetivo engañoso, como el torero atrae la atención del bicho hacia un trapo con el fin de que no le embista a él. Enmascarados, nos mostramos a los demás para escondernos de ellos, entre ellos. En este contexto, podemos estar seguros de que quien más se exhibe menos muestra de sí mismo. No por casualidad la máscara, además de los actores, farsantes de oficio, la utilizan mayormente los profesionales del delito, a quienes les conviene poco que se les reconozca. Lo que es llamativo, y eso es lo habitual, lo normativo, la esencia bufonesca de esta civilización, es que todos nos tomamos en serio el juego, hacemos como que somos realmente como nos mostramos mientras los demás hacen como que se lo creen. Y llega un momento en que dejamos de percibir la mentira y la vida se convierte en un carnaval de creciente obscenidad.
Seguramente siempre ha sido así, aunque uno cree recordar que hubo un tiempo en que algunas cosas eran lo que parecían. Si alguien levantaba el puño y parecía un iracundo obrero concienciado solía ser porque lo era, y si alguien llevaba tatuado el Cristo de la Buena Muerte en el brazo y parecía un legionario, lo más probable es que hubiera hecho la mili en Ceuta. Hoy levanta el puño incluso Trump, vete a saber por qué, y tanto pijos como poligoneros se tatúan cualquier cosa sin importarles qué significa. El posmodernismo ha desgajado la ética de la estética, que ha sido desplazada por una variada simbología tribal —más bien trivial— y, sobre todo, por unas caretas prêt-à-porter que permiten aparentar muchas cosas a la vez —virtudes públicas, sobre todo—, y que muchos necesitados de cariño y otros seres vocacionalmente paródicos apilan alegremente sobre la máscara que llevan de serie, como aquellos que el día de la banderita se llenaban la solapa de pegatinas filantrópicas. Así es como llega un momento en que uno se levanta, se mira al espejo y no reconoce a ese monigote que lleva tanto adorno y maquillaje encima. Más de uno trata de arrancarse la máscara y el resto de pegotes cuando ya es tarde, cuando no puede hacerlo sin desollarse porque lo tiene todo completamente pegado a la piel, y se da cuenta de que morirá sin poder ver lo que, ingenuamente, todavía imagina que es su verdadero rostro.
La mayoría morimos con la máscara puesta, pasamos a mejor vida amortajados en ella, sabiéndolo o no, habiendo pospuesto sine die aquello tan supuestamente guay de llegar a ser uno mismo. Puede darse el caso de que en el ínterin uno descubra que el punto débil de los demás es, precisamente, el hecho de que todos llevamos una máscara, y puede caer en la tentación de intentar hacer algo útil con esa epifanía, como por ejemplo dejar de representar su personaje y ponerse a denunciar imposturas. Hay que ser prudentes. No es algo que esté al alcance de todo el mundo. En la mayoría de los casos no nos lleva ahí la lucidez, sino la imposibilidad de llevar nuestro disfraz con la suficiente convicción. Por lo demás, estamos desarmados. Si uno no tiene un buen plan y los medios necesarios para ejecutarlo, el uso de la sinceridad como desinfectante social conduce a la marginación, el fracaso, la nada. Ese es un camino que solo deben tomar aquellos que tienen sólidos asideros, aquellos que pueden prescindir de la obsequiosidad de la chusma triunfante y tienen la inteligencia suficiente para gestionar la verdad y hacer de la inverecundia un arma letal. Quien no tenga esos superpoderes, que se conforme con cultivar el arte de la ironía, secular refugio del intelecto impotente. La ironía no requiere renunciar a la máscara, tan solo sobreactuar con una cierta sutileza. No trata de engañar, escenifica el engaño. No dice este soy yo, sino esta es mi máscara. Y la tuya, que tratas por todos los medios de disimular, también canta por soleares y da penita.
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