Hasta hace bien poco, que algo apareciera en un libro o en los periódicos lo convertía en irrefutable. Ahora ya no es así. La letra impresa se está desacralizando a la carrera. En parte por la institucionalización de la mentira concebida para ser publicada (las fake news) y en parte por el desprestigio de los intelectuales, de los periodistas y de los medios de transmisión cultural. Pero, sobre todo, por el aumento ininterrumpido del caudal de información circulante, que va parejo con el deterioro de sus mecanismos de verificación y el consiguiente desprestigio no ya de la verdad, sino del concepto mismo de realidad. Además de eso, quien más quien menos va acumulando a lo largo de su vida pequeños traumas que aumentan su particular grado de lucidez al respecto. Un día, en la publicación en la que uno más confía aparece un artículo sobre algo que conoce de primera mano, y entonces se da cuenta de la escasa fiabilidad de esa fuente en la que ha bebido durante años. O, leyendo un ensayo o viendo un mal llamado documental, se encuentra con una información que sabe de buena tinta —expresión en desuso— que está equivocada. O ve cómo, sin posibilidad de hacer frente al hecho, o sin ganas de hacerlo, un rumor malicioso del que conoce el origen va tomando forma de certeza entre la opinión pública.
Uno no puede por menos que pensar en la cantidad de trolas que han prosperado a lo largo del tiempo sin que a estas alturas sea ya posible desenmascararlas. Es una sospecha que convierte la historia en un queso de Gruyère —del emmental francés más bien, porque el auténtico gruyer, a pesar de la creencia generalizada, no tiene agujeros—. Hubo un tipo, William Henry Ireland, que a finales del siglo XVIII se dedicó a falsificar con notable éxito un buen puñado de documentos que supuestamente pertenecían a William Shakespeare y con los que parecía que se iba a poder reescribir su biografía, la de Shakespeare. Los expertos de la época los dieron por buenos y así habrían trascendido si el tal Ireland hubiera sabido contenerse, pero se pasó de la raya «hallando» dos obras inéditas del Bardo y lo pillaron. Sin ir más lejos, los falsos diarios de Hitler también estuvieron a punto de ser validados. Se tardó más de dos años en demostrar que no eran verdaderos contra el criterio de historiadores de prestigio que afirmaban lo contrario. Si no hubiera sido por la relevancia del personaje, es probable que hubieran acabado formando parte del fondo documental del siglo XX. Lo mismo que habría podido pasar con fraudes científicos finalmente desenmascarados, desde el tan falso como famoso «hombre de Piltdown», hasta el Archaeoraptor liaoningensis, el dinosaurio con alas «descubierto» por un par de pájaros, estos sí, avalados por la National Geographic Society.
El hecho de que estos intentos fracasaran hace pensar que, al igual que el criminal siempre acaba siendo descubierto, se coge antes a un mentiroso que a un cojo, pero nadie puede asegurar que un porcentaje importante de este tipo de iniciativas no hayan colado y las huellas de su falsedad sean ya tan imperceptibles que jamás pueda ser ya demostrada. Ambición, avaricia, manipulación interesada, todo esto se da en estos casos y en otros que, una vez cumplida su misión, son prudentemente sepultados en el olvido o inscritos en los anales con toda su ambigüedad más o menos intacta. Pero no siempre es ese el motor del engaño. El engaño nos atrae por algo más que por razones utilitarias. El fraude de la Sábana Santa de Turín triunfó durante siglos porque se cometió en el marco mental adecuado. Un marco mental que todavía prevalece, porque después de que una prueba con carbono 14 diera como resultado que dicho lienzo data de la Edad media, hay muchos que se resisten a creerlo e incluso anuncian que, si una nueva prueba lo corrobora, da igual, y van a por ella. Tristan Casabianca, el abogado católico que está intentando que se haga una nueva datación lo deja bien claro: «El estudio del sudario de Turín […] nos ofrece un ejemplo concreto a favor de una apologética renovada y desinhibida. ¿Por qué tendríamos miedo a descubrir la verdad y contarla al mundo?» [L’homme nouveau, 9/7/2019]. Las cursivas son mías.
Hay muchos que han salido encantados del cine tras ver El irlandés, la última de Scorsese, donde se hace un uso intensivo del de-aging para hacernos creer que unos actores, que rozan ya los ochenta años, tienen cuarenta. A otros eso nos inquieta, porque ese aspecto concreto del artefacto narrativo se presenta como realidad: el cine ya no nos pide que suspendamos la credulidad para sumergirnos en sus fabulaciones, pretende engañarnos directamente. Con estos artificios el espectador va perdiendo cada vez más el control sobre las ficciones que le son servidas. Se nos dice que el de-aging es la versión moderna del maquillaje de toda la vida, pero es más que eso y va de la mano de experimentos más inciertos. Hace poco ha sido muy celebrado un vídeo viral en el que, con un realismo sorprendente, se han cambiado las caras de los protagonistas del Equipo A por las de un puñado de políticos españoles. El abierto carácter jocoso del montaje no deja de hacerlo inquietante. Hace ya un tiempo utilizaron una técnica similar para hacerle decir a Obama, sin atisbo de coña y a modo de demostración, algo que no había dicho. Y con esa técnica, que no deja de perfeccionarse y de hacerse asequible, cualquiera puede ya ser el protagonista de un vídeo porno o de uno en el que aparece celebrando la misa del gallo. En China ya se está legislando sobre el uso de estos deepfakes, que es como se llaman estas modernas falsificaciones. Las grabaciones en vídeo acabarán siendo descartadas como pruebas fehacientes ante los tribunales, y a los periodistas ya les están adiestrando para que no les cuelen este tipo de remedos, lo que no tiene por qué impedir que nos los cuelen a nosotros.
Nuestra relación atávica con la mentira es compleja y ambigua. Oscilamos entre la tendencia a engañar, el temor a ser engañados, el secreto deseo de serlo y la resistencia a desengañarse cuando el engaño resulta especialmente atractivo. No siempre nos sentimos agradecidos a los que se han impuesto como misión, o tal vez como vicio contumaz y voluptuoso, abrirnos los ojos. A veces el contacto con la verdad nos reconforta tanto como pisar un trozo de tierra firme a quien anda perdido por un pantano. Pero no menos placentera es la sensación de estar siendo engañados cuando el engaño, además de consolarnos, nos deleita, cuando está urdido con tanta habilidad que la percepción del delito desaparece, se impone la admiración estética y preferimos la mentira bella y bien urdida a la desabrida realidad que nos martiriza sin misericordia.