Siempre hemos ido al cine para evadirnos. Pero no siempre lo hemos hecho para sumergirnos conscientemente en el engaño. Hasta no hace mucho lo hacíamos para descubrir otras realidades. Entre lo que veíamos en la pantalla y lo que había fuera, en nuestro entorno inmediato, existía una gran distancia, seguramente más que la que hay ahora, y, sin embargo, todo resultaba verosímil. Aquellas películas, vistas ahora, dan la impresión de ser verídicas, los vestigios de una realidad lejana, perdida para siempre, algo que ha sido, que ha existido, tanto las películas en sí mismas como el mundo que reflejaban.
Ver cine antiguo, incluso el más fantasioso e irrelevante, desvela el carácter irreal del mundo presente y la puerilidad de sus ficciones. Quizá por eso televisiones y plataformas suelen escamotear lo que se filmó en blanco y negro y en un color granuloso que dejaba entrever su tangibilidad, la química de las emulsiones, la física de las cintas, la mecánica de cámaras y proyectores. Imagino que en esto que digo algunos verán asomar la nostalgia, tan desprestigiada ella, pero tiene que ver más con la atrofia irreversible de la inocencia, una cualidad humana que antes impregnaba la vida individual y colectiva, y ahora está en proceso de aniquilación.
Hay que reconocer que no nos ha ido muy bien saliendo de la caverna aquella en la que estábamos inmovilizados, mirando permanentemente sombras chinescas sobre la pared. Unas sombras que ya Platón, el padre de la alegoría, nos avisaba que no eran las de la realidad, sino las de unos arquetipos ideados por unos intermediarios entre ella y nosotros. Tardamos siglos en liberarnos de las ataduras, sortear a los titiriteros que nos daban gato por liebre y escapar de la cueva. Lo hicimos titubeando, en lucha contra nuestros miedos y contra aquellos que se esforzaban en perpetuarlos para que siguiéramos allí dentro, viendo únicamente las imágenes que ellos proyectaban.
Pero al parecer la realidad nos destruye como la kryptonita a Superman. Cuando las anfetamínicas ideas de Darwin, Marx, Freud, Nietzsche y todos los padres de la modernidad nos impulsaron a salir de la cueva, nuestra razón comenzó a delirar. Una vez emancipados, alcanzada la condición de esclavos manumisos que supuestamente anhelábamos, no hemos sabido qué hacer. Hemos vivido permanentemente asustados, pidiendo por activa y por pasiva que nos volvieran a meter dentro.
Seguramente no es casualidad que justo mientras aquellos heterodoxos estaban demoliendo el mundo platónico, apareciera y se desarrollara la fotografía. Cuando esta surgió, unos pocos vieron en ella una herramienta para el conocimiento, pero lo que atrajo la atención de la mayoría fue su capacidad mistificadora. Rápidamente nos dimos cuenta de que la fotografía volvía inofensiva esa realidad que nos asustaba, nos permitía mirarla de frente. Aunque, claro, era a costa de matarla, de «congelarla», de falsearla, de suplantarla. La fotografía nos permitía creer que seguíamos viendo la realidad, aunque volvíamos a ver únicamente su imagen.
Pronto se hizo evidente que nada de lo que la fotografía nos muestra existe de verdad, bien porque cuando te acercas descubres que ya ha desaparecido, que las fotos solo muestran la muerte —algo que disimula muy bien la fotografía digital con su inmediatez—, o bien porque te das cuenta de lo mucho que oculta el marco. Pero eso no nos hizo renegar de la fotografía, al contrario. Nos hicimos adictos a ella, unos auténticos yonquis. Era la realidad lo que no estaba a la altura, lo decepcionante, lo incierto, además de peligroso. Y luego vino el cine en todas sus formas para acabar de convencernos de que unas sombras en la pared son mil veces preferibles a la realidad.
Al parecer estamos hechos para vivir en la caverna. En el mundo digital nos sentimos a gusto. Aquí todo es fácilmente manejable, y no parece importarnos lo muy vulnerables que eso nos hace. Rivalizamos por establecer quién ve mejor las fantasmagorías que nos son suministradas. Los más jóvenes se ríen de los viejos porque estos están a merced de un arcaico televisor que les da rancho, mientras que ellos creen que consumiendo una programación a la carta son más libres, ya que hay de por medio un acto que parece volitivo. Pero la elección es una pantomima. Son los algoritmos quienes guían nuestra voluntad. No hay ninguna diferencia entre mirar noche y día las hipnóticas imágenes de un volcán, o una serie de moda tras otra hasta que nos duele el culo.
Hace tiempo que ya no vemos sino sombras otra vez, y cuanto más abrimos los ojos, más ciegos nos volvemos. Nos alimentamos de sombras y nosotros mismos nos estamos convirtiendo en una. No hay más que ver cómo nos están metiendo, poco a poco, dentro de un complejo cacharro al que anacrónicamente llamamos teléfono móvil. Quien ha pasado por la experiencia de perderlo sabe que es como perder el alma. La posibilidad de que alguien hurgue en él la vemos como una violación. Es algo más que una fe de vida, es lo que nos hace visibles y viables. Nos está empezando a resultar impensable comunicarnos con alguien si no es a través de él. Y si no es a través de él, muy pronto nos será imposible disponer de dinero, eso que nos corporeiza en el mundo capitalista (cuál, si no).
Como no podía ser de otro modo, el DNI europeo lo acaban de integrar en el móvil a través del llamado Programa de Identidad Digital. Ya no hace falta que nuestra acreditación sea tangible. Nuestra virtualización acabará siendo completa, de manera que ese yo incorpóreo será quien dé carta de naturaleza al yo real, a lo que hasta ahora entendíamos por tal. Virtualizado el mundo y virtualizados todos, viendo espectros todo el día dentro de la cueva, incluso cuando nos miremos en el espejo. De vuelta al punto cero, al punto a partir del cual pueden empezar a diseñar un ser humano completamente diferente del que hemos sido hasta ahora, a partir del cual algunos están reiniciando la historia.
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