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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

El panteón vacío

'Di Pieta', escultura de Anna Chromý.

Joan Dolç

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«En mí disputan/ el entusiasmo por el manzano en flor/ y el horror por el discurso del pintor de brocha gorda,/ mas sólo lo segundo/ me empuja a escribir» decía Bertolt Brech en aquel poema suyo de finales de los años treinta titulado Malos tiempos para la lírica. Una de las características del mal en aquellos tiempos —como aquí durante aquellos mismos años y por lo menos durante otros cuarenta más— era su aparatosa puesta en escena, su grandilocuente gesticulación, su extrema visibilidad. Los discursos no eran sino parte de esa escenificación. Por eso era fácil caer en el delirio de creer que se lo podía vencer solo con señalarlo. Y más ingenuo aun creer que se podía dialogar con quienes utilizaban aquella oratoria llena de soflamas. Así apenas le producíamos al enemigo algún rasguño a costa de delatarnos i conseguir que se hiciera más fuerte. Hoy nadie, excepto los charlatanes que se dedican a escribir libros de autoayuda, cree que la palabra —la palabra desnuda y honesta— tenga algún poder para cambiar nada. La lírica hace tiempo que se estrelló contra los límites de la palabra, contra su ineficacia frente a la fuerza bruta, la extorsión, el miedo y la mentira mil veces repetida.

No solo la poesía, también la filosofía ha visto menguado drásticamente su radio de acción. Ni el discurso banal que emana incesantemente de los medios, ni siquiera la total erradicación de las humanidades de la enseñanza, nada importaría si realmente sintiéramos con fuerza suficiente la necesidad de definir la realidad en lugar de dejarnos arrastrar lo más cómodamente posible por ella. Pero no la sentimos, porque todo está dispuesto para que nos resistamos a reconocer nuestra insoslayable finitud. Y es la muerte —la conciencia de su inevitabilidad— lo que determina el valor de las cosas, incluyendo nuestra propia vida, y también lo que define el ámbito de nuestra responsabilidad moral. Independientemente de la conclusión a la que ha llegado cada escuela de pensamiento y cada autor en particular, el tema central de la filosofía siempre ha sido ese. Sólo una vez incorporada la idea de caducidad a nuestra conciencia, asumiéndola plenamente, podemos afrontar con una cierta competencia los problemas a los que nos enfrentamos en ese «mientras tanto» que llamamos vivir.

Cuanto más intentamos huir de la muerte, más nos alejamos de nosotros mismos, sugieren los epicúreos. Pero en eso estamos. Nada conviene más a quienes, o a lo que tiene interés en que vivamos en un miedo constante e incierto, disociados de nuestra condición, ofuscados y desorientados por un imposible afán de inmortalidad. Así se nos puede orientar hacia donde convenga según las circunstancias, ya sea mirando a la Meca o a Portugal. Bien lo sabe la Iglesia, que ha ido cediendo terreno en la gestión del negocio a favor de unos competidores adaptados a los tiempos que corren. Venimos de una cultura caracterizada por un sentido trágico de la existencia del que apenas quedan trazas. Poco a poco se ha ido hurtando de nuestra vista los cadáveres, esos testigos majestuosos y lacónicos, eternamente mudos e infinitamente elocuentes. No hace mucho, a los niños, no importaba lo pequeños que fueran, se les obligaba a contemplar los fríos restos de los que liaban el petate. A los muertos los vestían sus parientes y se les exhibía en la salita de estar. Ahora se los extirpa con celeridad de la vida cotidiana y se los despacha a través de un ritual aséptico y banal, con una puesta en escena sin apenas variaciones, que estandariza y trivializa el duelo e impide interiorizar el fenómeno de la desaparición.

Nadie como los muertos nos habla mejor de la vida, de ahí ese empeño en escamotearlos. Así se obtienen individuos inmaduros y frágiles, y también sociedades desarticuladas y gobernables, entiéndase manipulables. En algunos sitios, el muerto en el vestíbulo todavía tiene su prolongación en el panteón ilustrado, laico y republicano, ese lugar público, en un principio dedicado a los dioses, donde se acabó alojando a los filósofos, a los literatos, a los artistas y a los bufones. No se los entierra, se los exhibe permanentemente en el lugar más emblemático de la metrópoli. Como dice Lucrecio en De rerum natura: «[…] nada hay más grato que ser dueño/ de los templos excelsos, guarnecidos/ por el saber tranquilo de los sabios». De ese modo, a través de los muertos, a través de la muerte, y obviando la necrofilia patriotera, que no hay manera de evitar que se enrosque sobre los ataúdes, esa sociedad toma conciencia de sí misma, exactamente igual que tantos empezaron a tenerla frente al cadáver de su abuelo en la sala donde veían juntos la televisión.

Pero hoy, en general, la sociedad no tiene ningún interés en reconocer a sus muertos ni en reconocerse en ellos. Los entierra apresuradamente, con un cierto embarazo y mala conciencia, y los olvida lo más rápidamente que puede, porque su remanente fantasmal nos remite a nuestra propia extinción, y como no hay nada como eso para que nos cuestionemos la realidad que nos rodea, hay que evitarlo. A veces la memoria de los muertos es tan persistente que se hace necesario algún acto simbólico, como la instalación de una placa, una exposición o la emisión por la televisión pública de un documental elegíaco. Pero no es para invocarlos, sino para acabarlos de enterrar. No son homenajes, sino rituales fúnebres con los que se intenta rematar al difunto que se resiste a desaparecer, unos enérgicos golpes de pala sobre su tumba. El asunto suele ser más grotesco de lo que parece, por cuanto es bastante frecuente que el fiambre jamás haya recibido un reconocimiento en vida, y que más de un oficiante haya ignorado su existencia hasta el momento mismo de las exequias.

Siempre ha habido sociedades que van por delante de los tiempos. En Valencia, desde donde escribo, rastreando el obituario de la última década no es difícil encontrar una decena de hombres y mujeres cuya obra y cuyo recuerdo bien merecerían ser preservados. Y si nos remontamos unas cuantas décadas atrás, encontramos un buen puñado de próceres de los que uno esperaría encontrar la huella en la memoria colectiva. Pero nuestro imaginario es un abismo colmado de desdén. En él solo hay ninots, muñecos de porexpan empapados de gasolina. La consideración general hacia los vivos no es muy diferente. El que es ninguneado ya lo sabe; el coyunturalmente laureado tal vez no: ambos irán a parar instantáneamente a ese mausoleo desatendido. Allí se oye silbar el viento que pasa entre los pedestales vacíos o regolfa en las hornacinas desocupadas, mientras desde lo lejos llega el ruido de los petardos que hace explotar una tropa de majaderos. Estamos en Fallas, y el temor que nos producen las inciertas amenazas de los nuevos tiempos nosotros los espantamos gloriosamente huérfanos, indiferentes a lo que hemos sido o podríamos ser, danzando sobre el solar del panteón que nunca hemos construido ni construiremos jamás.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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