Quién niega la posibilidad de que cualquier tiempo pasado pueda haber sido mejor, afirma implícitamente que cualquier tiempo futuro lo será. Eso, desde una perspectiva colectiva, es más que dudoso, y desde un punto de vista individual, radicalmente falso. A corto y medio plazo puede que no, pero espera y verás. Parece que los que se befan de la nostalgia están un poco más comedidos de un tiempo a esta parte, porque las circunstancias del presente no ayudan a hacer muchas chanzas con el pasado, pero, aun así, ese sentimiento está estigmatizado de un modo irreversible, y queriendo huir de él, queriendo abrazar la esperanza, que viene a ser su contrario, hay incautos que cambian alegremente su memoria personal por otra de bote, que tal como está el patio nunca sabes muy bien quién la ha envasado ni con qué intención.
La izquierda siempre ha considerado la nostalgia un sentimiento eminentemente reaccionario, incentivado por un sistema que se alimenta de nuestras insatisfacciones. Según eso, es una trampa que nos mantiene estancados en un presente lastimero y nos impide construir un futuro glorioso en el que no quepa nada que añorar. Algunos recios flagelantes tienen miedo a quedarse atrapados en la pegajosa sustancia de la morriña y se esmeran en limpiar sus recuerdos de ñoñerías para mirar la vida a cara de perro. De todo esto se desprende que las fuerzas de la reacción deberían estar muy interesadas en promover la nostalgia. Y, ciertamente, bien que la han utilizado. Pero, en general, excepto algunos sectores muy acotados que basan en ella su estrategia política, tampoco parece que estén ahora mismo por la labor. Puede que sea porque, a partir de un cierto nivel, la insatisfacción se vuelve peligrosa. Llegado el punto en que no puedes generar suficientes expectativas para contrarrestarla, mejor evitar que siga creciendo, porque te puede estallar en las narices.
La nostalgia no es solo una dolencia biográfica, un mal del individuo. Se expresa a través de él, pero lo que se añora con frecuencia, cada vez más, son pérdidas colectivas. En estos momentos, muchos, que no son precisamente los que más nos quieren, preferirían que tuviéramos memoria de pez —y, de hecho, así nos tratan—, que sintiéramos una absoluta indiferencia hacia lo vivido. Eso haría muy difícil que concibiéramos un futuro pleno, porque la única referencia sería el aquí y ahora. No es exagerado afirmar que si no hubiera nostalgia no habría memoria. Como mínimo, no tendríamos ningún interés en recordar, o lo haríamos de un modo muy diferente a como lo hacemos, si no existiera ese apego sentimental por el pasado. Recordar cómo era la vida, no solo la de cada uno, sino también y sobre todo la que hemos compartido, es imprescindible para imaginar cómo podría ser y como deberíamos evitar que fuera. Mejor gestionar la nostalgia que extirparla.
Se admiten opiniones, pero a uno le parece que donde no hay nostalgia no ha habido vida. Quien no añora paraísos perdidos es muy difícil que sueñe paraísos futuros. Recordar lo que se ha perdido, lo que se ha soñado, esperado, deseado, lo que hemos dejado atrás por una razón u otra, nos ayuda, en momentos críticos, a encontrar un nuevo punto de partida. Cuando vemos el camino sellado, la única manera de salir del zarzal es volver a la bifurcación en la que nos despistamos o fuimos intencionadamente desviados. Volver no para quedarnos allí, sino para corregir el rumbo. Porque intentar corregirlo avanzando más y más en la espesura no parece lo más inteligente. La memoria, aun con sus trampas sentimentales, es un mapa valiosísimo del que es una estupidez prescindir. Si lo hacemos, no nos queda otra que dejarnos llevar ciegamente por el GPS, que a saber desde dónde envía las señales. De aquí el carácter revulsivo de la nostalgia. En estos momentos hace aflorar elementos que desmienten lo único que el capitalismo puede ofrecer ya: optimismo sin fundamento, un cheque sin fondos, suma hijoputez o suma imbecilidad, según se mire.
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