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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La vida de mierda

Fotografía de Benjamin Godard.

Joan Dolç

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Teníamos la vida paralizada frente a nosotros, como en esas fantasías de ciencia ficción en las que el tiempo se congela y los protagonistas se deslizan como fantasmas entre una realidad inmóvil que se deja tocar como si fuera una bestia anestesiada. Parecía que era el momento de revisar lo que éramos y lo que habríamos querido ser, lo que hacíamos y lo que tendríamos que hacer, lo que tendríamos que cambiar y lo que podíamos cambiar. Uno pensaba en esos presos que aprovechan para forjarse un futuro en la cárcel y se hacen abogados, o se convierten en unos magníficos torneros, o escriben preparando afanosamente la revolución. Uno pensaba en esas grandes transformaciones sucedidas durante cautiverios célebres, desde el de El hombre de Alcatraz al del Lute. Pero nada de eso ha sucedido. Mayormente estábamos espantando miedos y aburriéndonos como ostras. La mayoría hemos salido a la calle como becerros de un toril. Y unos cuantos, cazando moscas después de verse atrapados en su piso, convertido por las circunstancias en cámara de aislamiento sensorial, y pasarse un par de meses hablando con el balón Wilson. Al menos eso es lo que da a entender el incremento en el consumo de antidepresivos y ansiolíticos, que, según dicen, ha habido durante el encierro.

Nos lo habían puesto a huevo. Nunca como ahora vamos a tener la ocasión de tomar tanta distancia respecto a nuestra vida, examinarla sin prisas y replanteárnosla sin necesidad de huir a los Mares del Sur. Uno, en su inocencia, creía que veríamos espectaculares caídas de caballo, conversiones radicales, cambios de rumbo clarividentes que iban a servir de guía para los menos avispados. Pero hemos salido del confinamiento iguales a nosotros mismos, dispuestos a hacer lo mismo y de la misma manera. Solo estábamos esperando. Si alguien imaginaba que el confinamiento iba a arrojar a la gente en brazos de la filosofía, que nos íbamos a entregar a la reflexión sosegada sobre las cosas de la vida, si alguien pensaba que nos habíamos vuelto más sutiles, que el pensamiento binario se habría estrellado contra las cuatro paredes de nuestra habitación y se habría disuelto en un pensamiento poliédrico presidido por la duda sistemática, esa que, según Bertrand Russell y tantos otros, caracteriza a los seres inteligentes, que abandone toda esperanza. Muy al contrario. Después de ver de cerca el crudo dilema que preside la existencia, parece que estamos más dispuestos que nunca a dejarnos cautivar por las simplificaciones más groseras, las más gratificantes.

De acuerdo con que eso del síndrome de la cabaña es una estupidez, pero Isaac Rosa seguramente se equivoca cuando dice que lo que le pasa a la gente es que no quiere volver a su vida de mierda. La mayoría lo desea fervientemente, y lo que más teme es que no se pueda volver. Algunos, porque esta vida no les va tan mal, y de hecho contribuyen fervorosamente a que sea de un material tan plástico, tan apto para el happening y la escultura efímera. Y la mayoría, porque no tienen otra opción. Para muchos la experiencia del confinamiento ha sido como una especie de anticipo de lo que será su jubilación, y lo han vivido con horror. Han sentido el vértigo de quien no sabe hacer nada más que lo que hacía, ni disfrutar de todo lo que ha ignorado a lo largo de su vida, y no tiene más horizonte que ir a contemplar cómo otros abren zanjas, a ver qué hay bajo el pavimento que tantas veces ha pisado yendo maquinalmente de aquí para allá, para acabar viendo en ellas su propia fosa.

Hay que imaginarlos en su casa, enfrentados al lector electrónico que les regalaron por Navidad con cincuenta mil títulos embutidos en su interior, o a esa colección de grandes obras que atesoran en el mueble del salón desde el día de la boda, esos libros que estaban esperando «tener tiempo» para poderlos leer. Toma tiempo. Pero, ¿quién coño quiere tanto tiempo y para qué? Cuánta angustia se debe haber vivido frente a esos volúmenes, procrastinando la lectura, sintiéndose unos faroleros pillados en pleno renuncio, disimulando, hojeando durante semanas el último catálogo de Leroy Merlin que llegó al buzón, o volviendo a ver por enésima vez, en la tablet, una porquería de serie tras otra, de esas que hacen como churros unos elfos de Laponia a los que Netflix tiene currando en un sótano donde no llega la luz del sol.

La idea de que la gente no quiere volver a su rutina es atractiva para los que hemos hecho del arte de repudiar esta vida excrementicia un modo de vivir, pero no es cierta. Reconozcámoslo y dejemos que los hechos se lo pongan difícil a la literatura, porque, si no, la literatura pasa a formar parte automáticamente de esa sórdida realidad de la que algunos pretendemos distanciarnos. Todo intelectual sueña con redimir al vulgo, como Richard Gere a las putas caras que deambulan por Beverly Hills. Es una idea ilustrada, depreciativa y condescendiente. La mayoría de nosotros no soportamos la infraestimulación, la privación sensorial. No tenemos defensas ante el aburrimiento, y pensar que basta con que nos dejen en paz para que nos volvamos vitalmente autónomos es una quimera que más vale descartar cuanto antes. Sin nadie que nos induzca, que nos tiente, que nos distraiga, nos hundimos en la miseria. Necesitamos todo tipo de estímulos externos, y cuanto más fáciles de interpretar, mejor.

En esa idea —la de que renegamos de la vida que llevamos—, anida además un optimismo falaz. No querer volver a una vida de mierda solo se puede hacer desde el supuesto de que la existencia puede no ser de ese color, de ese sabor, de esa textura infame. Y quien más, quien menos, cada uno a su modo, sabe que se trata de una esperanza con escaso fundamento. La vida es así y lo único que se puede hacer es vivir entretenido. Y si nos pueden dar el entretenimiento hecho, mejor que tener que hacernos un programa de variedades a medida. Quien quiera hacerlo, adelante, pero ha de saber que lo tiene muy complicado, cada vez más. De modo que ahí vamos, a ver qué nos han preparado durante este maldito paréntesis los chicos del show business, o del «mundo de la cultura», como les gusta hacerse llamar ahora. Esperemos que hayan cumplido con su obligación y nos tengan preparada una mierda audiovisual de la buena.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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