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Por la memoria democrática

Josep L. Barona

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Uno de los argumentos que más ha contribuido a desprestigiar la credibilidad de la democracia española en el contexto internacional es la existencia de miles de víctimas del franquismo sin identificar en cunetas y fosas comunes, fruto de ejecuciones sumarias sin garantías judiciales. La mayoría sucedieron después de la guerra. También resulta incomprensible para la comunidad internacional la persistencia de homenajes a Franco y otras figuras relevantes del régimen en espacios públicos, o de mausoleos grandiosos como el Valle de los Caídos, que exaltan la figura del dictador y su régimen totalitario. Los países democráticos y los organismos europeos e internacionales saben que en España se tolera la existencia de fundaciones, y grupos antidemocráticos que aún hoy hacen apología del franquismo y de la ideología fascista. Ese franquismo social es incompatible con los valores de la democracia y el respecto a la legalidad. Sin duda, se trata de un anacronismo que es fruto de los pactos de la llamada transición. Tanto la ONU como las instituciones europeas se han manifestado reiteradamente en demanda de medidas políticas que apoyen la investigación de los crímenes del franquismo y que supriman cualquier símbolo de homenaje a una dictadura totalitaria. Es imprescindible, pues, un plan unánime para una transición social y de valores democráticos, absolutamente incompatibles con la impunidad. La inacción es tan perjudicial para la imagen internacional de España que el independentismo catalán, por ejemplo, ha obtenido mucho rédito y credibilidad en el extranjero y en institucionales nacionales e internacionales al denunciar estos hechos como muestra de las carencias de la democracia española.

La transición fue un pacto político ineludible, que se dio en condiciones excepcionales tras la muerte del dictador. En 1975, las instituciones, las élites económicas y sociales, el ejército, la policía, la iglesia, la monarquía, la escuela, eran estructuras dominadas por el franquismo y configuradas a la medida del régimen. Ese franquismo social es el que pactó el modo y manera de “democratizarse” mediante una constitución que, si bien transformaba la estructura política y su dinámica institucional, también dejaba indemnes los pilares de contención del poder social del franquismo. Las nuevas instituciones políticas y las asociaciones democráticas, la prensa libre, no desplazaron y reemplazaron a las anteriores, sino que se integraron en una sociedad esencialmente controlada por las élites franquistas en sus diferentes versiones, sea falange, opus dei, monarquía, o la iglesia católica.

Importa reconocer que el pacto político de la transición en modo alguno se representó un programa de democratización social, es decir, de transformación de los valores y las conductas, que implicase la asunción de los valores democráticos. El franquismo, que durante cuarenta años había denostado la república, que había perseguido, encarcelado, depurado y ejecutado a quienes la defendían, difícilmente podía asumir de repente su derrota moral y política. En consecuencia, pervivió y se opuso a la educación para la ciudadanía y a todas las leyes liberalizadoras de la sexualidad o la religión. Empleando como eje vertebrador el nacional-catolicismo, el franquismo había creado desde 1936 un relato confesional-antidemocrático cuya imagen más icónica es la del dictador entrando bajo palio en la casa de dios. El régimen franquista había creado una cultura política de basada en la sumisión y el miedo.

En la transición ni se abolió el concordato, que tantos privilegios ha otorgado al Vaticano, ni puso en marcha un programa de educación en valores democráticos desde los medios de comunicación o la escuela. El poderoso posfranquismo sociológico y la iglesia reiteradamente lo boicotearon. Tampoco se hizo un plan para educar en democracia al ejército y la policía, ni se sometió a consulta la monarquía, ni se creó una comisión de la verdad, ni se juzgaron los crímenes impunes de la dictadura. Como consecuencia de todo ello, aquella sociedad dictatorial y corrupta quedó se diluyó en nuevas formas e instituciones que han estallado de corrupción y ahora representan una vergüenza internacional. Corrupción y franquismo van de la mano.

Quienes entre 1936 y 1978 fueron víctimas de la represión por la defensa de la libertad y los valores democráticos merecen un reconocimiento aun hoy pendiente, que es incompatible con los honores y mausoleos que aún elogian y condecoran a sus verdugos y torturadores. Ha llegado la hora, aunque sea tarde, de exhumar los honores al franquismo y que el mausoleo megalómano que hoy glorifica al dictador se transforme en un espacio de horror en honor de las víctimas, un lugar que explique con todo lujo de detalles y datos históricos contrastados la masacre, sus métodos y sus responsables. Porque la memoria democrática nos dignifica y la amnesia no es más que la resistencia de los cómplices.

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