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El muro que separa a los ricos

El campo de golf Papwa Sewgolumen en Durban (Sudáfrica), separado de un poblado de chabolas por un muro

Ignacio Vidal

Como cada año en estas fechas se está celebrando en Davos, Suiza, la reunión anual del Foro Económico Mundial. La crème de la crème del ámbito político, económico e intelectual se da cita en los Alpes para buscar soluciones a los principales problemas que azotan nuestro planeta.

Este año preocupa especialmente el auge de los populismos y movimientos autoritarios alimentados por las injusticias sociales que viven muchas regiones.

Aprovechando esta coyuntura general de reflexión, Oxfam ha lanzado un demoledor informe (“¿Bienestar público o beneficio privado?”) que destapa las vergüenzas de un sistema económico mundial diseñado para el enriquecimiento de unos pocos.

A nadie se le escapa que tras la crisis nada ha vuelto a ser como antes en los países occidentales, especialmente acostumbrados a un auge económico sin precedentes. El resto de economías tampoco están viendo cómo el crecimiento se distribuye de una forma remotamente proporcional. La pobreza aumentó durante la crisis 4 veces más de lo que se ha reducido con la recuperación. Según este informe, en los diez años posteriores a la crisis económica, el número de milmillonarios prácticamente se ha duplicado mientras la riqueza de la mitad más pobre de la población mundial (3.800 millones personas) se redujo un 11%. Si el año pasado eran 43 las personas que tenían la misma riqueza que 3.800 millones este año son solo 26 las que acumulan esa riqueza. Cuesta pensar que 24 hombres y 2 mujeres, que podrían sentarse a la mesa en un restaurante, tengan el mismo dinero que medio planeta.

¿Cómo hemos llegado a esto? Mediante la construcción de un muro. Un muro tras el cual se esconden grandes empresas y fortunas. Que les salva de pagar los mismos impuestos. Que los protege de responsabilidades cuando quiebran el sistema económico. Que les permite presionar sin pudor a gobiernos en contra de los intereses de la mayoría. Que les garantiza seguir enriqueciéndose escudados bajo el argumento de la meritocracia.

Durante años nos han vendido falsos discursos de emprendedurismo empresarial y la fiscalidad como su freno. El futuro depende más de dónde nacemos que de nuestro talento y esfuerzo. En España, si eres pobre, se necesitan 120 años, cuatro generaciones, para que una familia del 10% más pobre alcance los ingresos medios.

Permitimos que grandes empresas paguen irrisorios impuestos en paraísos fiscales alegando un beneficio común. Alabamos a las grandes fortunas como si de mesías de la prosperidad colectiva se tratara. La riqueza se concentra, no se reparte y esto no es sólo inmoral sino económicamente ineficiente, reconocido hasta por el FMI. El sistema económico actual favorece la competencia desleal, la pequeña empresa paga más impuestos que la grande. Es un sistema trucado. Nadie felicitaría a un atleta por ganar los 100 metros lisos dopado hasta las trancas pero sí entronamos a dueños de corporaciones que se aprovechan de los fallos del sistema. No se ganan 1.000 millones por ser más listo que nadie, tener mejores ideas o trabajar más duro. La sanidad, la educación y las infraestructuras las pagan en su mayoría los impuestos de las clases medias y bajas mientras las grandes empresas recogen el beneficio.

Hace no tanto, en 1980, el tipo marginal máximo en el impuesto sobre la renta personal en Estados Unidos era del 70%. En la actualidad se sitúa en el 37%, casi la mitad. La tercera persona más rica del mundo, Warren Buffet, afirma que paga una tasa de impuestos menor que la de su secretaria. Las élites económicas y las grandes empresas tributan a los tipos más bajos de las últimas décadas.

Si se incrementara un 0,5% los impuestos sobre la riqueza, se recaudaría más dinero del necesario para escolarizar a los 262 millones de niñas y niños que actualmente no tienen acceso a una educación y para proveer servicios de atención sanitaria que salvarían la vida a 3,3 millones de personas.

Y es que la pobreza, además de matar, priva de oportunidades a millones de personas. En Kenia, un niño perteneciente a una familia rica tiene una posibilidad entre tres de seguir estudiando una vez finalizada la secundaria; en el caso de una niña que venga de una familia pobre, la posibilidad es de tan solo una entre 250. Ni siquiera hace falta irse tan lejos para ver esta desigualdad, la esperanza de vida en la ciudad de Valencia varía hasta cinco años en función del barrio en el que se vive.

Los impuestos salvan vidas. Gracias a ellos los estados tienen recursos para implementar políticas. Las más importantes quizá sean la educación y sanidad pública. Con estos dos servicios cubiertos las sociedades pueden igualarse y prosperar. Un reciente estudio sobre la situación en 13 países en desarrollo ha revelado que el 69% de la reducción total de la desigualdad se debía al gasto en educación y salud (N. Lustig. (2015). The Redistributive Impact of Government Spending on Education and Health, Evidence from 13 Developing Countries in the Commitment to Equity Project). Menos desigualdad implica también menos delincuencia, más confianza, mejor salud y vidas más longevas y felices. No se trata de un cuento de hadas sino de justicia aplicada a la economía. El Council on Foreign Relations ha demostrado que la brecha entre ricos y pobres está contribuyendo a avivar el autoritarismo. Además, para colmo, los nuevos sistemas que nacen del descontento causado por la desigualdad abogan por reducciones de impuestos a las clases altas y dirigen las culpas de los problemas sociales a la inmigración.

El FMI ha destacado en varias ocasiones que existe un amplio margen para recaudar más impuestos de las grandes fortunas y las multinacionales. En contra de lo que se podría pensar, hacerlo no sería perjudicial para la economía. De hecho, cada vez existen más pruebas de que la falta de redistribución de la riqueza repercute negativamente en la economía.

Es momento de apuntar al foco real del problema y dejar de dar palos de ciego. Para ello es necesario que la ciudadanía entienda las causas reales de las desigualdades y no se deje arrastrar por discursos que buscan enfrentar a los del penúltimo eslabón social con los del último.

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