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Qué aprendí en el 15M

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Mi primer contacto con el 15M fue una asamblea a última hora de la tarde, al salir de trabajar, el día 17 de mayo. Descubrí, en mi primera reunión (en la plaza del Ayuntamiento de València) a una generación, veinte años más joven que yo, que debatía de forma inteligente, serena, respetuosa, nada agresiva y sí muy propositiva. Con ideas y energía pero escuchando a los demás con atención. Me impresionó ver que no había interrupciones y que las intervenciones eran breves, pues quienes hablaban eran conscientes de que todas las personas tenían el mismo derecho a intervenir. Las reivindicaciones, las compartía. Plataformas como Ja en tenim prou, en 2007, habían denunciado la corrupción del PP y la insolidaridad de sus políticas. Pero, esta vez había novedades. Se cuestionaba el conjunto del sistema y el impulso partía de personas muy jóvenes. Para que se dé una democracia real las formas son tan importantes como el fondo, ya que es necesario un espacio sereno para que se debatan las ideas. Con ruido, lo que se debaten son consignas. Me quedé en la plaza, esos primeros días, porque encontré una generación con una lucidez que me sorprendió. Pero, lo que me decidió a echar una mano e implicarme al máximo de mi tiempo y fuerzas fue, en realidad, el cómo, no el qué. Puede ser que, porque venía con cierto agotamiento físico después de un año de acciones en contra de la construcción del cementerio nuclear previsto en Zarra, aquella forma amable de debatir me pareció tan revolucionaria como las propuestas en un primer momento. Ahora no tengo dudas de que lo era pues permitía que todas las personas se sintieran acogidas.

El 15M fue un último intento por crear comunidad. Antes de que se convirtiera en inapelable la hegemonía de las redes sociales, como espacio principal donde transcurre nuestra necesidad de mantener relaciones sociales, una generación se movilizó y recuperó y defendió el espacio público como el lugar donde es posible una democracia real y un intercambio en condiciones de igualdad. Y, en el espacio público recuperado, esa generación se empoderó y construyó un modelo a escala de cómo podrían ser otras formas de organización social. La recuperación de las plazas no tuvo sólo un valor simbólico y mediático, fue también un espacio efectivo para el diálogo, el debate y las propuestas. Porque sí hubo propuestas concretas y eso también explica la conexión con la ciudadanía. Se hablaba de banca pública, desahucios, derecho a la vivienda, reparto del trabajo y rentas básicas, transformación del sistema energético, de sanidad pública, de ecología, de soberanía alimentaria, de revocatorios y de lucha contra la corrupción que amenazaba con convertirse en sistémica…Y se actuaba. Y, al hacerlo en el espacio público, se llevó a cabo una primera reivindicación poderosa y masiva por revertir la expropiación del espacio de la ciudadanía que había sido ocupado, entre otros, por el vehículo privado como técnica para confinar la sociabilidad hacia donde está controlada y mercantilizada. Nos encaminábamos hacia el modelo de no-ciudad estadounidense donde lo colectivo transcurre en centros comerciales. El espacio digital es, también, un sucedáneo de los megacentros comerciales donde se nos permite transitar en la medida que consumimos o somos consumidos. La ruptura de la hegemonía del discurso neoliberal privatizador es uno de los legados más transformadores del 15M. Recuperar lo público en todos los ámbitos de la vida. El avance ideológico de la privatización de la vida frente a lo público se logró que fuera cuestionado, por una gran parte de la ciudadanía, por primera vez en décadas.

La plaza, como lugar elegido para presentar la reivindicación, respondía, y conectaba, con la demanda de democracia directa, pues la intermediación era percibida como otro principal problema: el rechazo al bipartidismo expresado en el “no nos representan” también incide en la cuestión fundamental de la privatización de todas las esferas de la vida pública. El bipartidismo era percibido como portavoz de las demandas no de la ciudadanía sino de los propietarios de todo aquello que había sido privatizado. La alternancia política del bipartidismo era percibida como combate entre lobbies por los millones de personas que salieron a las calles en aquellos meses.

Mi recuerdo del 15M, aun así, y aunque hayan pasado ya diez años, es sobre todo un sentimiento vivo y sentido como presente. Uniendo causas y luchas hubo una continuidad durante, en mi caso, 13 meses. Un año largo que ha sido determinante en mi vida y del que conservo, como principal legado, un buen número de personas amigas que nos apreciamos por el reconocimiento mutuo generado. Todos los días nos poníamos a prueba en nuestra capacidad de dar respuestas comunicativas, organizativas, propositivas. Y podíamos comprobar que había un enorme potencial de talento social no utilizado. Porque, precisamente, reconocimiento era lo que no encontraban en la sociedad a la que querían contribuir a transformar una generación de jóvenes con capacidades que percibían que no tendrían ocasión de emplear. Axel Honneth, filósofo y sociólogo y una de las referencias de la tercera generación de la Escuela de Frankfurt, muy poco antes del 15M, en 2010 publicó “Reconocimiento y menosprecio” (Sobre la fundamentación normativa de una teoría social) donde escribía como “un número creciente de personas a causa de un desempleo estructural, carecen de la posibilidad de obtener aquel tipo de reconocimiento que he llamado apreciación social”. Una de las causas fundamentales del malestar, pero no la única, estaba ya descrita.

Michael J. Sandel, filósofo y catedrático de Ciencias políticas en Harvard, una década después, en su libro de 2020 “La tiranía del mérito” recoge acertadamente los mecanismos que operan para que se produzca esa ausencia de reconocimiento. Por una parte, describe como la meritocracia ya no funciona como ascensor social sino como perpetuación de privilegios de clase: las mejores oportunidades formativas y de empleo, así como los entornos más propicios para poder aprovecharlas, van ligadas a la renta y entorno familiar. Por otra parte, recuerda que la meritocracia no puede ser la excusa para eludir la cuestión clave, que es la igualdad. La pseudoigualdad de oportunidades formativas, que no es tal, se ha utilizado para obviar la justicia social. Lo que subyace es el abandono del bien común como premisa para construir sociedades justas.

El 15M lo interpreto como una respuesta colectiva ante la constatación de que el bien común, en nuestras sociedades hiperindividualizadas, en las que la fragmentación genera frustración continua, ha sido expoliado por élites extractivas. La competición entre individuos sólo genera unos ganadores claros: quienes pueden fijar las reglas del juego. Contra eso iba también el rechazo. Y la respuesta se materializa en la asamblea, recuperando la ceremonia fundacional de la democracia. Siguiendo a Byung-Chul Han, filósofo surcoreano en lengua alemana radicado en Berlín, la desaparición de los rituales es la desaparición de la comunidad; se sustituye la repetición por la hegemonía de “dispositivos neoliberales tales como la autenticidad, la innovación o la creatividad que nos fuerzan permanente a lo nuevo”. Quiero creer, mi optimismo es autoimpuesto como obligación moral que, pese a la deriva que las redes sociales han tomado en este último lustro, hoy aún sería posible volver a vernos reunidos miles de personas realizando asambleas de forma pacífica y serena en el espacio público recuperado de las plazas de cada población y barrio, aquellas donde transcurría la vida durante siglos hasta la individualización extrema actual resultado de la combinación de nuevas tecnologías y la sociedad del trabajo infinito (para aquellos que lo tienen). La asamblea es un ritual que nos conecta con los inicios de nuestra civilización y que crea comunidad. Es, también, un lugar de expresión de sentimientos compartidos, el de formar parte de un nosotros. No es casual que eso ocurriera en las puertas de la transformación tecnológica más determinante desde la generalización de las tecnologías audiovisuales. En redes, hoy no se debate -Twitter ya nos ha confirmado que el ruido tapa la reflexión inteligente y toda posibilidad de consenso-, sino que se combate. La emoción desplaza y anula a la razón, pero también al sentimiento. Como reflexiona Han “el régimen neoliberal impone la comunicación sin comunidad, aislando a cada persona y convirtiéndola en productora de sí misma”. Frente a eso, la asamblea sigue siendo necesaria.

Estoy convencido que el cambio de ciclo político vivido en el País Valenciano en 2015 también tiene que ver con el empoderamiento de la ciudadanía y la recuperación de la esperanza a la que contribuyeron los centenares de miles de personas que participaron en 15M. La voluntad de contribuir en cada momento desde dónde creo que puedo ser más útil me llevó, a finales de 2012, a la militancia política en el espacio donde comparto como prioridad la transición ecológica justa y la necesidad de conservar siempre la confianza en nuestra capacidad de mejorar la vida de las personas.

Lo que aprendí del 15M es, sobre todo, que nunca hay que ceder a la pérdida de esperanza. En 2011 ya era un veterano de los movimientos sociales valencianos, en especial del ecologismo, pero no sólo y, como tal, había vivido, como una erosión personal, la consolidación de la hegemonía del neoliberalismo, los continuos episodios de corrupción, la falta de reacción suficiente y nuestras limitaciones a la hora de articular una respuesta social conjunta más allá de las luchas concretas de cada persona. Por eso, aquella tarde-noche del día 17 de mayo del 2011, en la que descubrí que había una generación que estaba dispuesta a alzar su voz con inteligencia y serenidad pero con convicción, se ha quedado entre mis recuerdos imborrables. Diez años después entre mis más cercanos amigos están media docena de aquellas personas y una ausencia que no olvidaremos. Y, con otras muchas personas más, permanecen lazos que, después de una década y tantas cosas vividas, sabemos que nos acompañarán siempre y que hacen que, cuando nos encontramos en esas calles que luchamos por recuperar, sea como si no hubieran pasado esos diez años, y el reconocimiento y el aprecio mutuo siga intacto porque, si algo conseguimos, fue crear comunidad y que todas las diferencias, todo lo heterogéneo, convergieran en una inquebrantable voluntad de contribuir al bien común.  

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