La política: un oficio de proximidad (hoy y siempre)

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En política, como en la vida, no hay atajos. Tampoco basta solo con hablar, hay que tomar acción. En política hay que patearse el territorio, caminar las calles, saludar al panadero, compartir sobremesa en un casal o escuchar quejas en la cola del centro de salud. Porque la política real se mide en kilómetros recorridos en el territorio que se quiere gobernar. Es sencillo, cuantos más kilómetros se hagan, más posibilidades se tienen de aumentar el grado de conocimiento. Está claro que a día de hoy, y desde hace unos años, tanto la presencia en los medios de comunicación como una buena estrategia en las redes sociales ayuda, pero ambas no son nunca (o no pueden ser) sustitutivas de desgastar suela, tienen que ser acciones complementarias. Las campañas digitales ayudan (y mucho), entre otras cosas, a generar conocimiento y posicionamiento, pero el recuerdo emocional —ese que moviliza un voto— se activa mucho más cuando alguien te ve, te escucha y piensa que de verdad andas por allí. Y ese “andar por allí” no se improvisa ni a nivel local, ni a nivel autonómico.

Los kilómetros, además, no solo sirven para que la gente ‘ponga caras’. Son también la mejor escuela de realidad. Viajar a pueblos pequeños, a barrios olvidados o a municipios donde no llegan ni las cámaras ni las encuestas es la única forma de obtener una radiografía completa de la realidad que tienen en un territorio. Allí mandan las cooperativas agrícolas, los bares de carretera, las asociaciones de madres y padres o las peñas festeras, es decir, su gente. Allí los discursos se contrastan con la vida diaria y con las necesidades más básicas, esas que no aparecen en los powerpoints de campaña.

La combinación de visibilidad y conocimiento genera valoración. Cuanto más conocido sea un candidato o candidata, y este a su vez más conozca sobre sus realidades, más fácil será que la ciudadanía le perciba como alguien cercano y confiable. Y la cercanía, en política, se traduce en confianza, y la confianza, la mayoría de veces, en voto. Por mucho que queramos vestirlo de modernidad, la política sigue siendo un oficio de proximidad, de mirarse a los ojos, de palmadas en la espalda, de compartir rutinas y de dejar que la gente sienta que el político está y entiende lo que les pasa.

Aquí, entre otras cosas, entra en juego algo que el consultor Antoni Gutiérrez-Rubí ha definido como la importancia del metro cuadrado: el espacio físico y simbólico en el que cada ciudadano interpreta la política desde lo que ocurre en su calle, en su casa, en su plaza. Ese metro cuadrado que condiciona nuestra percepción y que pesa más que cualquier promesa abstracta. Porque la política no se experimenta en la dimensión global, sino en la cotidiana: en si la acera está arreglada, en si la farola funciona, en si hay médico en el ambulatorio. Por eso, los kilómetros que recorre un candidato solo sirven si le permiten entrar en contacto con los metros cuadrados que de verdad importan a quienes votan.

Porque la política de verdad, la que mueve votos, no es la que se hace solo en ruedas de prensa, canutazos o en campañas publicitarias en las redes sociales, sino la que se construye mirando a la gente a los ojos y escuchando lo que tienen que decirte e intentando solucionar sus problemas.

Y aquí conviene añadir una obviedad que, sin embargo, algunos olvidan: para poder hacer kilómetros (de los buenos) en un territorio, lo primero es vivir en él (no sirven los kilómetros de AVE ni los de coche desde otra comunidad autónoma o municipio eh). Para empatizar con un lugar, o mejor dicho con quien vive allí, hay que compartir sus rutinas, sus tiempos, sus problemas y hasta sus fiestas patronales.

Dicho de otra forma: quien quiera representar a un pueblo, a una ciudad o a una comunidad, tiene que estar dispuesto a sudar la camiseta… pero también a desgastar la suela de los zapatos en sus calles.