Playas zombies y glaciares con muletas
Cantaba Jorge Drexler que había que aprender a despedirse de los glaciares. Suena duro, muy duro incluso si lo verbaliza la voz dulcísima del cantautor uruguayo. De hecho, es desgarrador pensar en despedirse de un paisaje. Cualquier paisaje. Cuando uno abandona un lugar donde ha vivido, o visita una montaña sin saber cuándo será la próxima vez que lo pueda hacer, se despide con un “hasta luego”, no con un “hasta nunca”. Es algo temporal, porque por más que nos vayamos las calles y el bosque seguirán allá, esperándonos, agazapados entre la memoria y la realidad.
Sin embargo, cuando Drexler canta “Celebremos la belleza / Que se aleja hacia otras vidas” el sentido del adiós es evidente: despidámonos para siempre. Hagámonos a la idea de que dejaremos de ver, vivir, y hasta de entendernos (“Aprendimos a abrigarnos / Midiéndonos con el hielo”) en el contexto del frío, de los glaciares, de determinados paisajes. Pero no sólo hay que despedirse del agua congelada: también del deshielo que alimenta ríos y cultivos, de la luz reflejada, de los pozos de nieve, de las caminatas entre piedras y hielo. De historias, personas y recuerdos. Los glaciares, en España, van ya con muletas, pero no de rehabilitación, sino de decrepitud, de alivio temporal en el camino siempre descendiente de un crepúsculo que, incomprensiblemente, quema y derrite.
La arena no se fundirá, pero sigue siendo tremendamente fácil hacerla desaparecer; tan sólo hace falta cubrirla de cemento o de agua. Con el primer material hemos conseguido tapar enormes extensiones de playa, pero aún -¡qué desperdicio!- quedan centenares de kilómetros de anchos arenales por toda la geografía ibérica. Sin embargo, y sin que ellas lo sepan -un requisito bastante habitual en el género- son playas zombies. Están muertas, aunque parezcan vivas. Son espejismos, almas en pena en forma de millones de granitos de conchas y sílice, que aguardan su momento, también su despedida. Si no hacemos nada por frenar el cambio climático, todas las playas -sí, todas- que conoces podrían desaparecer. Si no hacemos nada estarán condenadas, y da lo mismo que hablemos de veinte o cincuenta años en las de menor pendiente y cien o doscientos en las más anchas y empinadas: la subida prevista del nivel del mar a finales de siglo oscila entre un mínimo de medio metro (en un escenario tan optimista que hoy día ya se considera irreal) y varios metros (cinco, siete, diez). Plantéate esto la próxima vez que extiendas la toalla en la arena de una playa ibicenca o gaditana: ¿cuándo me podré tumbar aquí por última vez? Es probable que ya haya nacido la persona que se bañará por última vez en muchas playas españolas, en estas playas zombies que sobreviven con respiración artificial -¿qué es si no el oscuro negocio del trasiego de arena?-.
Y si os preguntáis si hay antídoto o forma de rehabilitación posible, sí, la hay. Nadie puede prometer una reversión a climas pasados, porque el cambio climático ha llegado para quedarse. Hace décadas que deja sus huellas en los registros de temperaturas, y nos acompañará durante siglos, pero nosotros podemos decidir cómo. Podemos decidir seguir como hasta ahora, penalizando las energías renovables, impidiendo cierres de centrales de carbón, apostando por infraestructuras insostenibles y no modificando el rumbo de la gestión de la agricultura y de los ecosistemas, o nos podemos poner a ello para disminuir al máximo nuestra contribución al cambio climático en forma de emisiones de gases de efecto invernadero y consumo de recursos naturales.
Podemos también escoger entre unas muletas de cartón y hacerle zancadillas a los glaciares o cuidar su entorno, protegerlos e incluso investigar (ay, la ciencia básica) formas de aumentar su resiliencia, por difícil que sea. Podemos proteger las playas, limitar la erosión, impedir que se cubran de más cemento y restaurar los ecosistemas colindantes (especialmente los humedales, que juegan un papel regulador fundamental).
Quizás, aún haciéndolo todo bien, nos tendremos que despedir en algún momento de los glaciares, y nos acabaremos mojando los pies donde antes habían metros de arena de postal. Pero, con suerte, habremos alumbrar nuevos paisajes compartidos antes de que venga el alud o una ola lo arrase todo. Paisajes en los cuales podamos tejer nuevos recuerdos, seguir siendo nosotros, reconstruir y no sólo lamentar.
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