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Por qué Giuseppe Grezzi lo está haciendo (muy) bien, aunque a ti no te guste

Andreu Escrivà

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Una de las cosas más curiosas que te puede pasar si escribes un libro es tropezarte, un buen día, con uno de sus capítulos. En “Encara no és tard”, para ejemplificar la importancia de las interrelaciones humanas a la hora de responder a situaciones de riesgo, hablaba de un experimento llevado a cabo hace unos años en la televisión de Estados Unidos. En él, tras activar la alarma antiincendios en un edificio de oficinas, se comprobaba que la gente tardaba mucho más en salir de su despacho si no veía a nadie hacerlo... ¡incluso cuando se añadía humo!

Cuando leí la reseña del experimento en una revista interna de la universidad de Standford casi no me lo podía creer. ¿Por qué no salía la gente? El coste de levantarse de la silla es mínimo, y el riesgo que se asume no haciendo nada, enorme. Al escribirlo, casi me salía una sonrisa, pensando en cómo de tontos eran esos estadounidenses.

En abril pasado me encontraba de viaje en París (por si alguien se lo pregunta: fui en tren, pese a la infausta conexión entre València y Barcelona). Tras dos horas de cola (y eso que llevábamos entradas compradas con meses de antelación), estábamos a punto de entrar en una exposición de Vermeer. Y de pronto sonó la alarma. Una voz atronadora nos urgía a salir cuanto antes del museo, sin recoger nada de las taquillas. Parecía serio. Al día siguiente habría un atentado, y las semanas anteriores habían sido especialmente movidas en cuanto a actividad antiterrorista. Es decir: todo nos indicaba que debíamos salir de allí cuanto antes. Sin embargo, en la cola nos empezamos a mirar con nerviosismo: ya veíamos los primeros cuadros a lo lejos, y probablemente entraríamos en el siguiente turno. Nadie se movía. Yo, a la tercera vez que sonó la locución por megafonía, me acerqué a un guardia de seguridad y le pregunté qué pasaba. “Nada, seguramente alguien habrá fumado en un váter y ha saltado la alarma”. Al cabo de un par de minutos cesó la alarma, la cola avanzó y disfrutamos de las obras del pintor de Delft.

Estoy absolutamente convencido de que si una sola de las personas de la cola hubiese salido en cuanto sonó la alarma, el resto la hubiésemos seguido. Pero como nadie se movía, nadie hizo nada. Me había convertido en uno de esos perezosos estadounidenses del experimento televisivo, de quienes me había burlado frente al procesador de texto meses antes. Y es que había una alarma sonora, pero no una alarma humana.

Ahora piénsalo: cuando inicias la marcha en un semáforo, ¿lo haces porque ves el semáforo o porque sale el de delante? Necesitamos señales y semáforos humanos, no sólo en forma de datos y luces, en nuestra vida diaria. O aún más: debemos ser los semáforos en nuestro ámbito. Debemos ir un paso por delante para enganchar a los demás. Que nadie os diga nunca: “¿De qué sirve hacerlo si lo hago sólo yo?”. De lo mismo que salir corriendo de un despacho lleno de humo: de alarma y conexión con tus compañeros.

Además, también se ha comprobado que actuamos de forma ambientalmente más responsable cuando percibimos que nuestro entorno es más verde. Cuando vemos que algunos comportamientos se convierten en nuevas normas sociales, que beber agua embotellada “no mola” o que usar el coche hasta para comprar el pan “es un rollo”, nos comportamos de forma más “verde”. Pero para ello se necesita una masa crítica, un grupo lo suficientemente grande de gente que sea capaz de establecer esa nueva norma y visibilizar ese comportamiento como deseable.

Y una masa crítica es justo lo que ha habido durante muchos años en València reclamando mayores facilidades para moverse en bicicleta por la ciudad, reivindicando el papel de los pedales en la salud y la movilidad urbana. Sin embargo, no era suficiente. De la misma forma que las recomendaciones de los médicos y las campañas de Sanidad no eran suficientes para reducir drásticamente la incidencia del tabaquismo entre la sociedad, y para ello tuvo que darse una combinación de creación de opinión (eliminación del tabaco en televisión o cine) y normas claras por parte de las administraciones (restricciones de publicidad, prohibición de fumar en espacios públicos). El cambio no linear en el comportamiento humano -nadie podía predecir en 2005 que sólo doce años después fumar estaría proscrito en tantos ámbitos y sería tan mal visto socialmente- se produjo, en gran parte, por prohibiciones administrativas. Normas que fueron contestadas en su momento, que generaron oposición... pero que posibilitaron la creación de esa masa crítica que actuase de semáforo en verde. Una vez gestada, funciona sola. Como una piedra enorme que hay que empujar con muchísimo esfuerzo hasta un barranco, pero que una vez pasado el borde descenderá por gravedad, sin necesidad de nuestra ayuda.

València ya lidera el uso de la bicicleta en España. Cada día que pasa la ciudad se percibe como más amable y más vivible, pero sí: aún estamos en la fase de ruptura, de tensión. Debemos tener claro que hay políticas que no pueden dejarse al libre mercado, ni esperar a que sucedan de forma espontánea. La mano invisible, que suele funcionar extraordinariamente mal en casi todas las circunstancias, es especialmente poco efectiva en lo relativo a las cuestiones que afectan directamente al bienestar de las gente y el estado del medio ambiente. Pacificar el tránsito de València, aprovechar sus incuestionables potencialidades y dibujar unas calles para las personas y no para el vehículo privado debe ser -y afortunadamente lo es- una prioridad para un gobierno municipal.

Lo que está haciendo Giuseppe Grezzi en la ciudad no es sólo valiente, sino tremendamente inteligente. Sabe que le lloverán críticas, pero también sabe de dónde viene -lleva años detrás de movimientos en pro de la bici- y a dónde quiere ir. Sabe que la estación de destino no aparecerá de repente delante de él, que la ciudad no se transformará sin un empuje extra -hay demasiadas inercias- hacia un modelo objetivamente deseable (en términos de salud, espacio urbano y muchos más), y necesita generar la suficiente cantidad de gente que arrastre al resto de la ciudad. Necesita engordar una masa crítica que dé forma a una nueva norma social (“ir en bici al trabajo mola”; “pasear por una calle peatonal es mucho mejor y más placentero que hacerlo por una acera estrecha”). No es necesario convencer a todo el mundo de golpe, sólo arrastrar la roca hasta el borde.

Y os hago un spoiler: lo conseguirá. El futuro es verde. Las ciudades son el futuro. Haciendo un silogismo, las ciudades serán verdes. Llegará antes o después. Si llega antes salvaremos muchas vidas y disfrutaremos más de nuestra ciudad. Si tarda más, pagaremos un peaje abusivo e inexplicable en nuestra salud y en nuestra capacidad de gozar de nuestra ciudad. Como decía un niño en un vídeo que se ha hecho viral, refiriéndose a un carril bici allá donde antes había coches aparcados: “¡Cuánto espacio!”.

Esperemos pues que la masa crítica alcance cuanto antes el tamaño necesario para empezar a brillar, a alarmarnos, a invitarnos a cambiar. Seamos semáforos, humo y brazos que empujen la roca. Apropiémonos de las calles, celebremos el espacio, compartámoslo. Porque el caso es que recuperar tu ciudad mola, y diría que más que dejar de fumar.

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