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Las alternativas 40 años después del 28F
La distinción entre “nacionalidades y regiones” que el constituyente introdujo en el artículo 2 de la Constitución quedó cancelada en la práctica por el resultado del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica celebrado el 28 de febrero de 1980 en Andalucía. Esta fue sin duda la consecuencia más importante del mismo.
La Constitución no identificó directamente qué territorios eran “nacionalidades” y cuáles eran “regiones”, pero sí lo hizo indirectamente a través de la Disposición Transitoria Segunda y del artículo 151.1 de la Constitución. Mediante la combinación de ambos preceptos reconoció la experiencia autonómica de la Segunda República, exonerando con ello a los territorios en los que se aprobaron en referéndum estatutos de autonomía de tener que recorrer el camino prescrito para el acceso a la autonomía en el apartado primero del artículo 151 CE.
Todos los territorios en los que no se aprobaron estatutos de autonomía durante la Segunda República, es decir, todos menos Catalunya, País Vasco y Galicia, tendrían que transitar dicho camino para acceder a la autonomía en las mismas condiciones en que lo harían esos tres.
El constituyente pensó que con esta delimitación “oblicua” de las nacionalidades y regiones se conseguiría diferenciarlas a las unas de las otras en el ejercicio del derecho a la autonomía reconocido a todas. Las nacionalidades aprobarían su estatuto de autonomía de forma distinta a cómo lo harían las regiones. La arquitectura institucional de las primeras estaba definida por la propia Constitución, mientras que la de las segundas se dejaba en una absoluta indeterminación. La distribución de competencias entre el Estado y las nacionalidades también se definía constitucionalmente, mientras que no ocurría lo mismo con la de las regiones.
La Constitución definía con precisión el contenido y alcance del derecho a la autonomía de las nacionalidades, mientras que dejaba en una suerte de limbo constitucional a las regiones. Esta es la razón por la que Pedro Cruz Villalón sostuvo que la Constitución había “desconstitucionalizado” la estructura del Estado, ya que había definido dicha estructura de una manera parcial, concretando la posición constitucional de las tres nacionalidades, pero no la de las regiones. Había definido las “excepciones”, pero no la “norma”.
La construcción constituyente descansaba en la barrera, que se pensaba insuperable, de la iniciativa autonómica prevista en el artículo 151.1 CE, que exigía que se ejerciera por las tres cuartas partes de los municipios y las diputaciones provinciales de todas las provincias que quisieran constituirse en comunidad autónoma y que dicho ejercicio de la iniciativa se ratificara en referéndum por la “mayoría absoluta del censo electoral” de cada una de las provincias. El camino se pensaba intransitable y, en consecuencia, la estructura del Estado se habría configurado con una separación tajante en lo que al ejercicio del derecho a la autonomía se refiere, entre Catalunya, País Vasco y Galicia y las demás.
La mayoría absoluta del censo electoral era la piedra angular de la barrera que garantizaría la separación de las nacionalidades de las regiones. Y eso es lo que quedó dinamitado el 28F de 1980 en Andalucía. El 56% del censo electoral del conjunto de Andalucía aprobó la iniciativa autonómica por la vía del artículo 151 de la Constitución.
El 56% es una enormidad. Piénsese en que en las elecciones “plebiscitarias” celebradas en Catalunya la suma de los partidos independentistas no han pasado del 48% de lo votantes, que viene a ser un 34% del censo electoral. Es el mismo porcentaje de quienes participaron en el referéndum del 9 de noviembre de 2014 o en el del 1 de octubre de 2017. Justamente por eso, el 28F resultó irresistible.
Andalucía levantó la barrera que la separaba de las nacionalidades y, al levantarla para ella, la levantó en la práctica para todas las regiones. Formalmente el referéndum del 28F fue un referéndum andaluz, materialmente fue un referéndum de todas las regiones, que a través de los Pactos Autonómicos de 1981 y 1992, acabarían viendo reconocido su ejercicio del derecho a la autonomía en términos similares a los de las nacionalidades. Con base en ellos se ha constituido la estructura del Estado de las Autonomías que ahora mismo tenemos.
Es un secreto a voces que dicha estructura del Estado, que operó de manera razonablemente satisfactoria durante casi 30 años, ha dejado de hacerlo desde hace unos diez. La respuesta al problema constituyente de como transitar de un Estado unitario a otro políticamente descentralizado que se ha construido con base en la Constitución de 1978, ha dejado de tener la aceptación generalizada que tuvo en el pasado.
En esto parece haber un acuerdo. La dificultad estriba en saber qué otra estructura del Estado sería posible. En mi opinión, sin poner en cuestión la integridad territorial del Estado español, es decir, excluyendo la independencia de cualquiera de las nacionalidades o regiones que integran España, hay dos alternativas:
1ª Volver al diseño del constituyente e intentar diferenciar a las nacionalidades, a las que se podría incluso calificar de “naciones”, de las regiones y mantener su integración en el Estado con una posición jurídica distinta. Naciones con un estatuto especial dentro del Estado español.
2ª Sustituir el Estado de las Autonomía por un Estado Federal, definiendo en la Constitución de manera directa e inequívoca tanto la posición de la Federación como la de las unidades federadas, de los Estados federados. No sería a través de los Estatutos de Autonomía, es decir, de normas “infraconstitucionales”, como se concretaría la estructura del Estado, sino que dicha estructura estaría en la propia Constitución. Sería resultado de un pacto constituyente, que únicamente podría ser alterado mediante el procedimiento de reforma que la misma Constitución estableciera. La definición de la estructura del Estado sería una operación exclusivamente política, en la que únicamente se podría participar mediante la legitimación democrática directa y de la que quedaría excluida cualquier órgano constitucional que no la tuviera.
Tengo la convicción de que la primera alternativa ya no es posible. Si no se pudo imponer la diferenciación entre nacionalidades y regiones en 1980, cuando las regiones disponían de “regímenes provisionales de autonomía”, ¿sería posible hacerlo ahora después de cerca de cuarenta años de ejercicio del derecho a la autonomía en todas ellas?
La segunda, por el contrario, no tendría por qué plantear especiales dificultades, dada la experiencia acumulada en el ejercicio descentralizado del poder. El obstáculo para ella sería que tanto el nacionalismo catalán como el vasco tendrían que renunciar a la independencia y aceptar ser Estados federados en un Estado Federal español.
A través de esta fórmula pienso que sería posible reconocer constitucionalmente la singularidad de los Estados catalán y vasco, algo que no sería posible con la primera. Pienso que en el marco de una operación de reforma de la Constitución, en la que participaran los representantes de todos los territorios y cuyo resultado fuera sometido después a referéndum de todos los ciudadanos del Estado, se podrían pactar determinadas singularidades para Catalunya y País Vasco, mientras que tal cosa no sería posible con acuerdos bilaterales entre Catalunya y País Vasco y el Estado ratificados en referéndum por los ciudadanos de dichos territorios exclusivamente. Una cosa es participar en la definición de la singularidad que se reconoce para Catalunya y País Vasco y otra muy distinta tener que aceptar algo en lo que no has podido decir nada.
Hay que pactar la integración de las partes en el todo. Y hay que hacerlo de manera transparente. Hay que saber qué es lo que se acuerda y qué es lo que se refrenda de manera directa. Y todo tiene que quedar en la Constitución. Las remisiones a los Estatutos ya sabemos cómo han acabado en nuestras dos primeras experiencias democráticas de descentralización política.
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