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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

La última frontera (por el momento) de la igualdad constitucional

Una manifestación del Orgullo LGTBI en València.

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Van a hacer casi veinte años desde que Pedro Zerolo y Jerónimo Saavedra me pidieron que diera una conferencia en el Congreso Gay que iba a tener lugar en el Palacio de Exposiciones y Congresos de Sevilla sobre el derecho al matrimonio en la Constitución. Obviamente, lo que se me solicitaba era mi opinión sobre la constitucionalidad o no del matrimonio entre personas del mismo sexo.

Acepté y dije lo que siempre he dicho sobre este tema: que el reconocimiento del derecho al matrimonio en la Constitución de 1978 por primera vez en la historia constitucional de nuestro país no añadía nada al estatus de las personas heterosexuales, que no se habían visto privadas jamás del ejercicio de tal derecho, pero sí suponía un cambio en el estatus de las personas homosexuales, que sí habían estado privadas del ejercicio del mismo.

Dicho de otra manera: sostuve que, si tenía algún sentido el reconocimiento del derecho al matrimonio como derecho fundamental en la Constitución, era para que las personas que no lo han podido ejercer hasta ese momento pudieran hacerlo. Sostuve que, desde la entrada en vigor de la Constitución, de una interpretación conjunta de los artículos 14 y 32 debía entenderse que la titularidad del derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo ya estaba reconocida y que, por tanto, dicho derecho debería poder ser ejercido.

No cabe duda de que no es eso lo que tenían en su mente los constituyentes al aprobar la Constitución, pero, como reza un conocido aforismo alemán, “la ley es más lista que el legislador”, en este caso “la Constitución es más lista que el constituyente”. Si así no fuera, el ordenamiento jurídico del Estado constitucional no habría podido operar en ningún país del mundo. El matrimonio entre personas del mismo sexo no estaba en la cabeza de los constituyentes, pero sí está en la Constitución. Afloraría en el momento en que “la realidad social del tiempo” en que hubiera de ser aplicada, como ordena el artículo 3 del Código Civil, así lo demandara.

Con la llegada a la Presidencia del Gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero tal demanda encontraría respuesta. Respuesta que no solo es completamente pacífica en el día de hoy, sino que lo fue desde el momento en que la ley fue aprobada, ya que, afortunadamente, este es uno de esos problemas que se resuelven con la aprobación de una ley. Hay otros, como la violencia de género, que exigen más que la aprobación de una ley. Pero el matrimonio entre personas del mismo sexo o la interrupción del embarazo no. Con la aprobación de la ley es suficiente.

Hace un par de semanas recibí un Whatsapp de Mar Cambrollé, en el que me pedía que le diera mi opinión desde una perspectiva constitucional sobre la “Proposición de Ley sobre el Derecho a la libre determinación de la identidad sexual y expresión de género”, elaborada por la Federación Plataforma Trans de la que es presidenta.

No la conocía, ni la conozco todavía, aunque ya hemos hablado varias veces por teléfono en estas dos semanas. Y me he comprometido a hacer pública mi opinión sobre la Proposición de Ley, que es lo que supone este artículo. Estoy trabajando, además, en una fundamentación jurídica más “académica” de esta opinión, que me llevará un poco más de tiempo.

La historia se repite. De la misma manera que en la Constitución está ya el reconocimiento del derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, también lo está “el derecho a la libre determinación de la identidad sexual y expresión de género”. Ambos son una derivación del principio de igualdad. El principio de igualdad es una “técnica para la gestión de las diferencias personales”. El reino animal, el reino de la naturaleza animada, es el reino de la “individualidad”. No hay dos seres vivos, ni solamente dos seres humanos, que hayan compartido jamás el mismo código genético. Ni lo podrán compartir nunca.

En el reino de la naturaleza no existen, por tanto, ni la desigualdad ni la igualdad. Únicamente existe la DIFERENCIA. La coexistencia animal es siempre la coexistencia de individuos diferentes. En las demás especies, dichas diferencias no tienen que ser “gestionadas”. La abeja reina no tiene por qué explicar y justificar su condición de reina a las abejas obreras. Y así sucesivamente.

Los seres humanos, por el contrario, no podemos coexistir sin explicarnos a nosotros mismos el por qué y el cómo de nuestra convivencia. Tenemos que “gestionar” nuestras diferencias. Para ello, tenemos que inventar “ficciones” a través de las cuales explicar la forma en que nos relacionamos los unos con los otros. Nuestra vida descansa en “ficciones”, en entes de razón inventados por nosotros mismos para hacer posible la convivencia. Es nuestra capacidad “fabuladora”, nuestra capacidad de “inventar ficciones”, la que nos ha permitido transitar de la pura “coexistencia” animal a la “convivencia” humana.

La POLÍTICA y el DERECHO no son más que el “sistema de ficciones” que en cada momento histórico los seres humanos han inventado para explicar y, a través de la explicación, justificar la organización de la convivencia. La DESIGUALDAD y la IGUALDAD son las dos “ficciones” en las que han descansado todos los “sistemas de ficciones” conocidos a lo largo de la presencia del ser humano en el planeta.

La desigualdad es la primera. Es el paradigma aristotélico de la “esclavitud por naturaleza”, que es “conveniente y justa”. La igualdad es la segunda, que arranca de la impugnación hobbesiana del paradigma aristotélico en el capítulo XIII del Leviathan. Hobbes y Newton son coetáneos. De ellos arranca la comprensión contemporánea de las ciencias de la naturaleza y de las de la sociedad.

La desigualdad supone la traducción política y jurídica de las diferencias personales. A través de esa traducción, la diferencia deja de ser solamente diferencia para convertirse en desigualdad, en estatus políticos y jurídicos distintos jerárquicamente ordenados.

La igualdad supone lo contrario. Dar el mismo valor político y jurídico a la individualidad de cada ser humano, por mucha que sea la diferencia que existe entre la individualidad de cada uno con respecto a la de cualquier otro. Todos los individuos son “iguales” en cuanto “ciudadanos”.

Pero en cuanto individuos siguen siendo diferentes. La diferencia individual es radicalmente insuprimible. Y para garantizar el ejercicio del derecho a la diferencia individual es para lo que está el principio de igualdad en la Constitución. No para que todos seamos iguales, que es radicalmente imposible, sino para que cada uno tenga derecho a ser diferente. No ser diferente, sino tener derecho a serlo. Derecho a ser lo que él o ella o la persona que no se reconoce ni como él ni como ella quiera ser.

A medida que la igualdad como ficción explicadora y justificadora de la convivencia humana se ha ido imponiendo con más intensidad, es decir, a medida que ha ido avanzando la democracia como forma política, se han multiplicado las diferencias individuales que exigen reconocimiento y respeto por parte de la sociedad y de su expresión política, del Estado. En el binomio sexo/género se han concentrado con más intensidad que en ningún otro ámbito las resistencias al reconocimiento de esas diferencias individuales.

A través de la “ley de plazos” o de la ley de reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo se ha pasado por encima de algunas de tales resistencias. En esa misma dirección avanza la “Proposición de Ley sobre el derecho a la libre determinación de la identidad sexual y expresión de género” de la Federación de la Plataforma Trans. Una proposición impecable desde un punto de vista constitucional y políticamente muy oportuna. Esta es, por el momento, la última frontera del principio de igualdad que debe ser atravesada.

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