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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Corrupción y cumplimiento de penas

Jaume Matas, un ejemplo del trato de favor en casos de corrupción.

Gonzalo Boye Tuset

Mientras al gobierno se le llena la boca hablando de medidas contra la corrupción, los ciudadanos no dejamos de ver cómo conocidos corruptos hacen del cumplimiento de las penas una suerte de estancia vacacional que, en muchos casos, no excede de unos pocos meses en prisión. La realidad y legalidad penitenciaria es muy distinta y conocerla ayuda a una mejor comprensión de por qué el gobierno no tiene ningún interés en luchar contra la lacra de la corrupción, sino más bien todo lo contrario.

Las condenas penales han de cumplir una doble función de prevención general y especial. Mientras que la primera consiste en que sirvan de elemento desmotivador para la comisión de nuevos delitos y se dirige a la sociedad en su conjunto, por su parte la segunda va orientada directamente al infractor para intentar impedir la reincidencia. Si la pena es desproporcionada, entonces no cumple con esa primera función; y si su cumplimiento se transforma en una suerte de parodia, tampoco cumplirá con la segunda de sus funciones.

Los recientes casos de Jaume Matas, José Luis Núñez y otros famosos que parece que entran por una puerta y salen por otra sin siquiera haber cumplido una parte ínfima de la pena, vienen a generar una clara sensación de impunidad. Conocer cómo está regulado el cumplimiento de las penas privativas de libertad seguramente ayudará mejor a comprender por qué sostengo que el gobierno no tiene ningún interés real en la lucha contra la corrupción.

En España, por mandato del artículo 25 de la Constitución de 1978, las penas tienen que estar orientadas a la reeducación y reinserción del delincuente. De acuerdo a cómo ha sido establecido en la Ley General Penitenciaria (LGP), se trata de un sistema de cumplimiento progresivo; es decir, un sistema en el cual se va incrementando el grado de confianza en el penado hasta alcanzar la libertad condicional a la que algunos denominan cuarto grado, previo a su licenciamiento definitivo.

El art. 59 de la LGP prevé que el tratamiento consistirá en una serie de actividades dirigidas a conseguir la reeducación y la reinserción de los penados. Asimismo, en su artículo 63 se describe en qué consistirá esa labor y sobre qué base se diseñará el tratamiento. Todo ello requiere una “adecuada observación de cada penado”, la cual, obviamente, no se podrá realizar con prisas y corriendo como parece haberse realizado en el caso de Núñez.

En todo caso, las claves del sistema se encuentran en el artículo 72 de esta misma ley, que establece, entre otras cosas, que “la clasificación o progresión al tercer grado de tratamiento requerirá, además de los requisitos previstos por el Código Penal, que el penado haya satisfecho la responsabilidad civil derivada del delito”la clasificación o progresión al tercer grado de tratamiento requerirá, además de los requisitos previstos por el Código Penal, que el penado haya satisfecho la responsabilidad civil derivada del delito. Por tanto, se debe tener presente la conducta del penado en orden a la restitución y reparación del daño. La LGP deja muy claro que específicamente se aplicará esta norma cuando se trate de: “a) Delitos contra el patrimonio y contra el orden socioeconómico que hubieran revestido notoria gravedad y hubieran perjudicado a una generalidad de personas. b) Delitos contra los derechos de los trabajadores. c) Delitos contra la Hacienda Pública y contra la Seguridad Social. d) Delitos contra la Administración pública comprendidos en los capítulos V al IX del título XIX del libro II del Código PenalDelitos contra el patrimonio y contra el orden socioeconómico que hubieran revestido notoria gravedad y hubieran perjudicado a una generalidad de personas.Delitos contra la Hacienda PúblicaDelitos contra la Administración pública”, como ocurre en los casos de los que venimos hablando.

El cierre del sistema viene desarrollado en el Reglamento Penitenciario (RP) que, al respecto y concretamente en sus artículos 100, 101 y 102, establece los criterios que se han de tener en consideración para el proceso y decisión respecto al grado en que se clasifique a cada interno. En recientes casos como los de Matas y Núñez, entre otros, cobra especial relevancia lo preceptuado en el artículo 104.3 del RP, que establece lo siguiente: “Para que un interno que no tenga extinguida la cuarta parte de la condena o condenas pueda ser propuesto para tercer grado, deberá transcurrir el tiempo de estudio suficiente para obtener un adecuado conocimiento del mismo y concurrir, favorablemente calificadas, las variables intervinientes en el proceso de clasificación penitenciaria enumeradas en el artículo 102.2 valorándose, especialmente, el historial delictivo y la integración social del penadodeberá transcurrir el tiempo de estudio suficiente para obtener un adecuado conocimiento del mismo y concurrirfavorablemente calificadas, las variables intervinientes en el proceso de clasificaciónel historial delictivo y la integración social del penado”.

Por tanto, nadie discute que no se pueda clasificar a una persona directamente en tercer grado. Lo que por mi parte planteo es si en determinados casos se han adoptado las medidas que la Ley y el Reglamento establecen como necesarias; especialmente, el haber cumplido con el imprescindible requisito de la observación del penado, que es imposible realizar en un tiempo record de 38 días, como ha sucedido en el caso de Núñez, así como el de asegurar la restitución y reparación del daño.

Es decir, que existen requisitos objetivos y subjetivos para la clasificación en tercer grado de tratamiento y han de cumplirse necesariamente unos y otros para lograrlo. En los recientes casos mencionados, es público y notorio que no se cumplen ni los objetivos ni los subjetivos para que esas personas, en tan corto periodo de tiempo, hayan sido clasificadas directamente en tercer grado. Por lo tanto, quienes adoptaron esos acuerdos deberían explicar pública y razonadamente en qué normas encontraron el amparo legal para tales decisiones.

Sin duda, para luchar contra la corrupción no se necesitan ni muchas comisiones de investigación ni grandes reformas legales, que siempre esconden fines pocos confesables como hemos visto con el reciente anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. En realidad, bastaría con dotar a la Justicia de los medios e independencia necesarios para investigar y enjuiciar los casos de corrupción, ampliar el tiempo de prescripción de los delitos, endurecer algunas penas que resultan risibles y permitir que las resoluciones judiciales y las condenas que se impongan en esos casos se cumplan según viene establecido en el vigente ordenamiento.

También resulta importante, a la hora de combatir la corrupción, la educación de la ciudadanía para que el rechazo social sirva como elemento desincentivador de la actuación de los corruptos a quienes -en gran medida y por intereses políticos nunca explicados y carentes de cualquier justificación- se les está defendiendo y justificando, en lugar de marginándoseles como ocurriría en cualquier sociedad democrática.

En definitiva, en materia de corrupción no se necesitan fuegos de artificio, sino una auténtica voluntad de acabar con esa lacra, con independencia de quién sea el que participe de dichos hechos. Corrupción no es solo esconder una ilegítima fortuna en Suiza. También lo es el cobrar por un trabajo que no se realiza, por escasa que sea esa cuantía, si la misma viene de fondos públicos. Solo se pondrá fin a este fenómeno que nos rodea cuando corromperse ya no salga a cuenta, cuando quien se corrompa pague sus acciones tanto con el comiso de los beneficios obtenidos como con una pena efectiva de prisión.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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