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LAS GUERRAS CULTURALES / 5

2001: La primera pintora de la historia

Peio H. Riaño

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Miramos al cielo y en las nubes creemos ver un elefante, un perro, un conejo... Hace 16.000 años alguien miró el techo de una cueva y vio bisontes en las formas que sobresalían de las rocas. Imaginó una gran pradera y una manada. Ese día nació la primera gran obra de arte de la historia, en Altamira. La primera gran obra de un artista: agarró una piedra y la usó de buril para dibujar aprovechando grietas, los salientes, las ondulaciones y protuberancias. Primero estudió el techo para ajustar lo que quería contar. Los volúmenes harían reales los seres. El primer artista de la historia quería ser verosímil. “Es como si de este modo existiera la figura de un modo más real, fuese menos inventada”. Porque esta manada de bisontes no es una manada de bisontes. “El artista cuenta la vida de una comunidad [...] En definitiva, nos cuenta su propia vida”. El gran techo de Altamira es una obra de arte autorreferencial.

Las comillas son parte de las conclusiones a las que llegó Matilde Múzquiz (1950-2010) en 1988, en una tesis que, además de convertirla en doctora y profesora de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, cambió por completo la mirada sobre ese espacio concreto de la mal llamada “Capilla Sixtina del Paleolítico”. La comparación demuestra la confusión que hay sobre este lugar que fue habitado y pintado durante 3.000 años de manera ininterrumpida y durante 22.000 años por las comunidades que la ocuparon desde hace 36.500 hasta 13.000 años y dejaron su testimonio. No es una capilla, es un museo, el más grande de todos, repleto de obra de varios artistas.

Matilde entró en la cueva y miró como nadie nunca antes había mirado aquellas paredes y, sobre todo, ese techo. Múzquiz era una artista de 38 años y tres hijos, de siete, seis y dos años, que accedió a un mundo que había sido escrito en exclusiva por la academia arqueológica, masculinizada, e interpretado como un yacimiento con restos de pinturas y grabados del Magdaleniense y Solutrense. Y en 1988 ella, con permiso de ellos, descubrió que el famoso grupo de bisontes lo pintó hace casi 16.000 años una persona a la que la artista e investigadora incluso descubrió su muletilla: las pezuñas lo delatan como delatan las uñas sucias a los personajes del pintor barroco José de Ribera. Matilde encontró esas mismas pezuñas en figuras de una cierva, bisontes y jabalí de la cueva del Castillo, a unos 20 kilómetros de Santillana del Mar, donde se encuentra la cueva de Altamira.

Morir de éxito

El 17 de julio de 2001 la arqueología tradicional intuía que los estudios humanistas iban a desbordar el coto privado que había levantado en torno a la cueva descubierta en 1868. Ese día se inauguraron las nuevas instalaciones, diseñadas por el arquitecto santanderino Juan Navarro Baldeweg, del Museo Nacional de Altamira y la neocueva realizada por Matilde Múzquiz y su marido, Pedro Saura. La inversión superó los 1.500 millones de pesetas. También hubo una investigación del CSIC que halló bacterias y obligó a cerrar las cuevas desde 2002 a 2015, año en que se acordó un régimen de acceso controlado y limitado a cinco personas cada sábado. La cueva estaba gravemente herida de turismo sin control. En los setenta Altamira atrajo a más de 175.000 visitantes al año. La cifra era más del doble que la del Museo Español de Arte Contemporáneo (74.000) y muy superior a la del Museo Arqueológico Nacional (139.000). En 1979 se cerró al público por primera vez para detener su destrucción. En 1982 se reabrió con el aforo limitado y en 1985 fue incluida en la Lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO.

La réplica debía servir para aliviar el turismo a la original y seguir difundiendo el valor del arte de la cueva. Pero no se entendió. En enero de 1995, el novelista Vicente Molina Foix, publicó en El País su opinión sobre la futura réplica y lamentó que miles de niños y japoneses pasarían ante la versión un día “de engaño cultural”. En el párrafo más duro criticó “el monumentalismo socialista del contenedor sin contenido” y bautizó la maniobra museográfica como “Disneylandia rupestre”, porque la cueva se convertiría en un parque temático al servicio de una industria turística sin alma. Fue una opinión sonada y precipitada.

Desde 2001 han pasado por la neocueva más de cinco millones de personas, indica Pilar Fatás, directora del Museo Nacional de Altamira. Mientras Molina Foix despotricaba en sus columnas, el alcalde de Santillana del Mar, Javier Rosino Mata (PRC), lo hacía en cualquier lugar siempre y cuando hubiera una cámara delante. Con la reapertura de 1982 y el aforo limitado a cinco personas al día dijo al salir de su visita: “Solo espero que esta apertura se consolide y pueda alcanzarse en pocos meses la cifra de, al menos, 100 visitantes diarios. Lo que no me gusta es que estemos copiando a nuestros vecinos los franceses inventando esos absurdos zapatitos”, dijo Rosino en referencia al calzado especial para no introducir bacterias del exterior. El exalcalde se negaba al cierre por el daño económico que causaría a la población y aseguraba que el único problema de las cuevas era “la falta de humedad”. En el verano de 1983 forzó la puerta de acceso y entró en la cueva sin autorización. Luego, en el cuartel de la Guardia Civil el alcalde negó los hechos. La puerta estaba abierta y entró a ver qué ocurría, según su versión. Rosino cambió de parecer y de titulares cuando le contaron que el nuevo museo y la neocueva generaría casi 600.000 visitantes al año.

Humanizar la arqueología

Mientras las negociaciones entre políticos y científicos se remataban, en una nave de Alcalá de Henares, Matilde y Pedro hacían realidad las investigaciones que ella había puesto por escrito una década antes. Construían una réplica exacta de Altamira, sobre un mortero con el 85% de piedra caliza, un 10% de resina epoxi y el resto en minerales para conseguir el color original de la base. Pero aquel panel que se encajaba como un puzle, era mucho más que un calco. “La neocueva es una investigación del proceso, no del objeto. Fue un paso decisivo y pionero para la arqueología, porque puso el foco en las personas. Es una evolución importante y no ha sido valorada lo suficiente”, sostiene Alicia Torija, doctora en historia y arqueología y diputada de Más Madrid en la Asamblea madrileña. Con la tesis y la realización de la cueva, cuenta Torija, se abrió una nueva pregunta: ¿y si el gran techo de Altamira lo pintó una mujer?

Múzquiz no menciona a una artista en su investigación. Pero también se refiere a sí misma como “el artista” y usa el término “Hombre”, en mayúscula. Habla del ser humano, no del hombre. Es en el leitmotiv del estudio donde se desvela que Matilde no excluye a la mujer. Dice que el tamaño de las fieras estuvo determinado por la amplitud del brazo del artista paleolítico. Ahí reside la maestría técnica del autor o autora del gran techo, en la seguridad con la que realizó los trazos, la vitalidad con la que usó el carbón para contornear la figura de los animales de un golpe y la vibración que logró con el gesto decidido del movimiento del brazo.

Para pintar los bisontes, la persona que los hizo trazó el dibujo “claramente” de rodillas. “Pintaba cada figura con el brazo estirado, casi sin moverse de un sitio, obtenía una buena visión de cada trazo que realizaba y bastante buena del conjunto de la figura”, explicó Múzquiz. Y entonces Matilde da un paso más en su estudio y asegura que quien pintó la bóveda de la cueva era como ella: “Estas pruebas las hemos realizado en base a la altura del autor de esta tesis, 1,68 m”. La de los primeros homo sapiens era de 1,85 en hombres y 1,70 en las mujeres.

La mujer silenciada

¿Por qué no plantear la hipótesis directamente? “Plantear una investigación desde la perspectiva de género era arriesgarse demasiado en los ochenta. En aquellos años llegaban en la Complutense las primeras tesis firmadas por mujeres y cuando empezamos a realizar investigaciones doctorales relativas a la mujer se las consideraban tesis menores y poco importantes. Las autoridades y profesores influyentes no veían nada bien el feminismo. Solo lo hicieron las muy militantes”, recuerda Inés Alberdi, catedrática de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid y ex directora ejecutiva del Fondo de Desarrollo para la Mujer de la ONU. Tampoco olvida la falta de mujeres en cargos universitarios. Muchas alumnas y profesoras... “y apenas catedráticas”.

Una mujer pintó el gran techo de Altamira, “ni se había planteado hasta ese momento”. Alicia Torija incide en que no encontraban evidencias científicas porque los investigadores no se preguntaban por qué no podría ser la obra de una mujer. Pero entonces llega la tesis de Múzquiz y una década después, la neocueva. Múzquiz informa al resto del mundo de que solo hubo un creador del gran techo y cuando se pregunta en su tesis por el proceso creativo que tuvo aquel artista, la arqueología se humaniza. Y concluye que el pintor “se expresa y goza” de su contacto y manipulación de los materiales. Cuando años más tarde reproduce y copia los pasos que dio aquella persona hace miles de años, la arqueología, además, se feminiza.

Matilde no planteó la hipótesis, porque ya hemos visto que en los ochenta el feminismo era excluido de la universidad española. Pero ella era la respuesta y la prueba misma de que detrás de los bisontes puede haber una artista. “Cuando en España piensas en arqueología, piensas en Atapuerca y Altamira. La primera, muy masculinizada, con tres directores [Juan Luis Arsuaga, José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell], y la segunda, muy feminizada, donde la mayoría del equipo del museo son mujeres”, añade Torija. Altamira ha sido revolucionario en la inclusión y Carmen de las Heras, subdirectora del museo, avanza que en estos momentos se encuentran en un proceso de reescritura de las cartelas de sala y de los materiales divulgativos para introducir el lenguaje inclusivo. “Estamos inmersos en un proyecto de género importante con el que realizaremos un cambio importante en la visibilización de la mujer en la prehistoria”, cuenta De las Heras, cuya trayectoria científica arrancó en los ochenta en el museo.

El museo inclusivo

Hace unos días la directora del museo, Pilar Fatás, dijo en un curso de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander que “no hay ningún dato científico que nos diga que eran los hombres quienes pintaban, que es la imagen que todos tenemos siempre en la imaginación porque siempre se ha representado a hombres pintando”. La directora reclamó una mirada más diversa e inclusiva de nuestro pasado y la extrema derecha se abalanzó sobre ella. La insultaron, la calumniaron, la acusaron de falsificar la historia y dejaron ver su mayor preocupación: si Altamira es la prueba de que los orígenes de España están en el Paleolítico Superior, una mujer no puede ser el origen. Demasiado. Como ha escrito el historiador Pablo Batalla, los nacionalistas españoles no han parado de españolizar desde los artistas rupestres a don Pelayo.

“Me sorprende que en 2022 y ante una hipótesis tan básica reaccionen así”, dice Pilar Fatás. “Creía que en las cuestiones de género estábamos más adelantados. En los ochenta era impensable plantear esta posibilidad, porque si te atrevías eras castigada. Era una arqueología hecha por hombres, que solo ha cambiado en las últimas dos décadas. Ahora ya hay mujeres con mayor poder, autónomas y con posibilidad de hacer valer sus tesis”, añade la directora del Museo Nacional de Altamira, que en su web ilustra la creación de la cueva con una mujer pintando su techo. Cuenta que la inauguración en 2001 del museo fue decisiva porque “se cambió la manera de mostrar la arqueología a los ciudadanos”, mucho más divulgativa, con muchos recursos para la explicación, para contar quiénes eran los que hicieron la cueva. “Sí, supuso una ruptura muy importante”.

“Ahora no hay nadie que afirme rotundamente que no pudo ser una mujer la artista de Altamira. No hay investigadores que se opongan, ni que excluyan al hombre”, sostiene Fatás. Pedro Saura, el marido de Matilde Múzquiz, es de los que creen que la mujer no pudo hacer aquellas pinturas murales. “El autor medía cerca de 1,80, era demasiado alto. Y Matilde creía que era un hombre por la estatura. Ella medía 1,76”, asegura Saura a pesar de lo escrito por Muzquiz. También cuenta que Matilde llegó a conclusiones muy objetivas como el sentido en el que están hechos los bisontes. Pero añade algo más: “Yo le dije que hiciera la tesis sobre Altamira desde el punto de vista artístico, porque hasta entonces la cueva solo había sido contada por la prehistoria. Ella no la conocía. Se la enseñé yo porque estaba fotografiándola y cuando vio aquello ya todo cambió”, sostiene. Se conocieron mientras estudiaban en Bellas Artes, en la Complutense y juntos hicieron 17 réplicas de distintas cuevas. Tres de Altamira: una para Japón, la de Santillana y otra más para Teverga (Asturias). Saura es el albacea de aquellos trabajos, acude a conferencias, cuenta cómo pintaron juntos el techo mientras él, además, rodaba un documental y fotografiaba el proceso. “No queríamos hacer algo que se pareciera, queríamos hacer Altamira”, dice.

La pintora de Altamira

En la última réplica de Altamira que hizo la pareja, con Matilde ya enferma, estuvo ayudando Esther, su segunda hija, estudiante por entonces de Bellas Artes. Esther Saura Múzquiz hoy es coordinadora del programa del Máster de Bellas Artes en la Universidad de Oslo y ha iniciado sus estudios de género. Habla de su madre con entrega y devoción, dice que era la persona más inteligente que ha conocido. Cuenta que Matilde se sentía mal por no haber estado más tiempo en casa, por haberle dedicado tanto a sus estudios. “A mí me ha cambiado la vida tener una madre así, porque me enseñó que no había límites, que una mujer puede hacer todo lo que quiera. Ella entró en un mundo absolutamente de hombres, la arqueología, que tenían todas las investigaciones bajo control”, explica Esther.

“Creo que mi madre no quería que se descartara la posibilidad de la mujer como pintora de Altamira. Decía que fue una mujer o un hombre pequeño. Y ella demostró que una mujer también pudo hacerlo. Pero no se atrevió a decirlo”, concluye Esther. “Cada vez que alguien se presentaba en la nave mientras hacían la réplica de Japón, todos se dirigían a mi padre y mi madre era la directora del proyecto. Su hubiera sido hombre, dónde habría llegado”, dice Esther. Pedro Saura sí fue el director de la neocueva de Altamira. Esther recuerda a Matilde como alguien muy correcta y templada. Reconoce que ella no es así, que se enfada y discute sobre este asunto cuando en casa habla sobre ello.

La arqueología avanzó con Matilde Múzquiz porque no era arqueóloga. Ella sabía de pintura y los arqueólogos habían estado mirando una obra de arte. Sus limitaciones para descifrarla eran evidentes. Decían que los artistas, en plural, comían mientras pintaban. “¿Qué artista come mientras pinta?”, se pregunta Esther recordando la pregunta que se hacía su madre. Creían que los huesos que había repartidos por el suelo de la cueva eran los restos del atracón. En realidad eran los sobrantes de extraer el tuétano para iluminarse. “Lo descubrimos juntos, estábamos en Puente Viesgo. Vimos que no era un aglutinante para pintar sobre la pared. Yo no sabía que el tuétano ardía y sacamos el tuétano del hueso que compramos en una carnicería, que es como el tocino, y le prendimos fuego y salió una luz sin humo. Los primeros que lo probamos fuimos nosotros dos”, cuenta Pedro Saura.

Hasta ese momento la arqueología miraba los bisontes y veía “el poder, la vida y el movimiento de un animal”. Gracias a Matilde Múzquiz vemos el poder, la vida y el movimiento de quien lo realizó. Con la réplica del Museo Nacional de Altamira entendemos cómo lo hizo y el original se salvó de su extinción. Con ella y su estudio se acabó el “arte mágico” del hombre primitivo, porque nos enseñó a preguntarnos por la personalidad del autor.

Un día Matilde Múzquiz acercó su mano a la mano pintada en negativo sobre la pared, realizada pulverizando pintura sobre la mano real. El tamaño de las manos coincidía. En ese gesto los prejuicios cayeron de inmediato. Para la reproducción usó su propia mano, recuerda Esther Saura Múzquiz. Mientras Matilde replicaba la obra del artista con los mismos métodos y técnicas que usó hace casi 16.000 años, la mujer volvió a entrar en Altamira, de donde había sido excluida.