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Auschwitz, ¿puede el horror ser un espectáculo?

Vagón de tren

J.M. Costa

Quienes hacen cola para entrar en las salas de la Fundación Canal de Isabel II, situada junto a la Plaza de Castilla en Madrid, verá a su izquierda un vagón de ferrocarril en tonos grisáceos. Así es como llegaban los prisioneros a los diferentes campos de concentración que hoy conocemos genéricamente como Auschwitz, uno de los nombres más ominosos de la historia reciente.

Auschwitz No hace mucho, no muy lejos tenía que haberse inaugurado el pasado año, pero las obras la aplazaron en dos ocasiones: primero para marzo de este año y luego hasta estos inicios de diciembre. Se trata de una exposición con su carga de contradicciones y al mismo tiempo bienvenida.

El tema concentra la inhumanidad de un siglo que conoció el napalm sobre Vietnam, genocidios como en Armenia, los Balcanes o Myanmar, los actos criminales contra su propio pueblo de Pol Pot, los gases y la mortandad delirante de la Primera Guerra Mundial, los bombardeos de ciudades a partir de la IIGM, los experimentos químicos y genéticos con personas incluso en países tan civilizados como Canadá…

El siglo XX, claro, no fue solo el espanto. Se llegó a la Luna, se desarrollaron los antibióticos, se hizo potencialmente más extensiva la cultura, las mujeres fueron ocupando el lugar que les corresponde, todo tipo de minorías se vieron más o menos reconocidas… Solo que casi todos estos avances tienen algún aspecto menos agradable, mientras que de Auschwitz es imposible extraer nada positivo: fue el horror en estado puro, como seguramente ni siquiera pudo imaginarlo Joseph Conrad al borde de ese mismo siglo XX en El corazón de las tinieblas (1899).

De centro para emigrantes a campo de concentración

La exposición ha sido realizada básicamente por el museo de Auschwitz, que se inauguró en 1947 y que a todas luces busca con esta itinerante el doble efecto de recaudar fondos y cumplir su función, que es mantener el recuerdo. Quitando una o dos piezas, todo lo que se expone data de la época aunque, la verdad, la autenticidad es casi lo último que importa: no estamos en una muestra de arte especulativo. Por otro lado, está muy bien montada y documentada, y no carga las tintas sobre lo más brutal. Tampoco resulta necesario, porque habrá pocas exposiciones donde la palabra disfrutar esté más fuera de lugar.

En el comienzo se describe la historia de Auschwitz, un pueblo ducal que Polonia había recibido de Alemania al final de la I Guerra Mundial. Un pueblo, como tantos otros, cuyo interés tenía que ver con lo estratégico de sus comunicaciones, tal y como se explica en numerosos planos ferroviarios.

De hecho, Auschwitz tenía un alto porcentaje de judíos. Los polacos habían adquirido la localidad en el siglo XVI pero los austriacos la ocuparon en el XVIII como parte de su reino de Galizia y Lodomeria. Dada la situación de Auschwitz, el lugar se convirtió en un centro para emigrantes a Estados Unidos y se edificaron los primeros barracones para acogerlos. Tras la ocupación por Alemania de parte Polonia al comienzo de la II Guerra Mundial, estos edificios serían el germen del enorme complejo de campos de concentración y exterminio en torno a Auschwitz.

La exposición va recorriendo hechos históricos relacionados con el ascenso del nazismo que conocemos y que conducen al holocausto o Shoá. La historia es tan terrible como bien conocida, pero el interés y el impacto de la exposición son otros. Es leer cómo el primer jefe del campo, Rudolf Höß, estaba encantado con su destino porque sus hijas tenían toda la libertad del mundo y su mujer era feliz con su jardín. Aprender que, antes y durante el funcionamiento de Auschwitz, el antisemitismo se extendía por toda Alemania y multitud de pueblos tenían a su entrada carteles con “los judíos no son bienvenidos”.

Un horror transformado en algo cotidiano

También que los niños alemanes jugaban con parchises llamados ¡Judíos fuera! Que entre los reclusos también había clases y los kapos o capos se comportaban con sus compañeros de cautiverio con un ensañamiento brutal. Pero la muestra igualmente incide sobre anécdotas, como que una parte de Auschwitz trabajaba en situación algo más que esclavista para la empresa IG Farben fabricando buna, el caucho sintético desarrollado por los alemanes. O que al campo fueron deportados en primer lugar comunistas, homosexuales o gitanos, amén de prisioneros polacos.

Son estos detalles, los que muestran lo cotidiano, los que revelan cómo de interiorizado estaba el horror. Como el buen alemán que tras la derrota afirmaba no saber ni haber imaginado nada. Claro que sabía, pero renunció a querer saber. Saber a dónde habían ido los vecinos judíos de su edificio. Ya que, por supuesto, sabía que los judíos iban marcados con la estrella de David amarilla. También que sus pequeños negocios eran apedreados, y que todo en torno al judío era denostado.

Y es que no solo desaparecían una sola población, sino también gentes de otras etnias, costumbres o ideas políticas. Porque la Shoá, aun centrándose en los judíos y por ello le da nombre, fue el holocausto de toda decencia humana con más de un millón de muertos solo en estos recintos.

Otra cosa es si esta exposición y su circunstancia actual son coherentes con el contenido. Por un lado, tiene lugar en unos espacios que han acogido exposiciones de Pertegaz o Cleopatra y anuncia la presente también en plan blockbuster. Por el otro, es iniciativa de una empresa donostiarra llamada Musealia Entertainment, un nombre que deja claros sus objetivos.

En resumen, es la espectacularización de lo que jamás debería ser un espectáculo. Sin embargo, es igualmente cierto que justo en unos momentos en el que el nazismo regresa bajo otros disfraces en muchos países de Europa y se relativizan hechos como la muerte en Auschwitz, exposiciones realizadas con cierto rigor didáctico son necesarias. Cualquier tiempo fue así de paradójico. 

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