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RUIDO Y SILENCIO

De barro y ceniza

Imagen de la ciudad de Madrid.

Montero Glez

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Escribía por escribir. Pensaba que emborronando cuartillas surgiría el milagro. Aún no sabía que para escribir algo interesante es necesario haber vivido algo interesante; no sé si me explico, pero en literatura los milagros no existen.

Con el tiempo aprendí que la acción es la base del drama y que la base de la acción, su núcleo, es el conflicto. Y que el conflicto no lo iba a encontrar de camino a casa. El conflicto solo saldría a mi encuentro si me echaba a los márgenes, si intentaba descubrir la incertidumbre del entorno, es decir, la medida imposible que hay entre la vida y su lugar en el mundo cuando la vida no es más que una simple mercancía cuyo valor se cotiza a la baja.

Así empecé a encaminar mis pasos hacia las afueras, según se sale de Madrid, ahí donde los átomos de la emigración forman unidades de soledad entre el campo y la noche, moléculas urbanas que conforman el tejido de un mapa en continua expansión. Busqué por los territorios donde Luis Martín-Santos movió sus personajes en Tiempo de silencio; terrenos de huerta que fueron labrando gente que llegaba de Jaén, de Badajoz, Toledo, Sevilla, Córdoba y otras provincias que aún no estaban puestas en los mapas. Calles de barro, chabolas sin luz ni agua que los emigrantes levantaban con sus propias manos al caer la noche; una conquista lírica de la que hoy apenas queda la memoria.

Es por eso que Juan Vicente Córdoba realizó una película sobre el tema, un documental ficticio o un falso documental que refleja la realidad del extrarradio madrileño a través de los tiempos. Se trata de Flores de luna, una película centrada en El Pozo del tío Raimundo aunque, bien mirado, podría situarse en cualquier punto de las afueras donde la incertidumbre del entorno convierte la vida en valor de cambio. Porque todos los fuegos son el mismo fuego, que diría Cortázar. Porque todos los barros son el mismo barro dando igual La Mina que Caño Roto, Errekaleor que Orcasitas, Somorrostro que La Chanca; átomos urbanos donde sus habitantes son partículas invisibles a los ojos del poder; unidades de producción marginal que sumadas hacen caja y que, en tiempos de elecciones, dan votos.

Pero volvamos al Pozo del tío Raimundo, donde el orgullo por lo colectivo se trasladó a la liturgia cristiana por obra y gracia de un cura rojo. Al poco, la causa quedaría olvidada bajo las chutas; el lumpen y sus jeringas de sangre y veneno. Fueron los años ochenta que llegaron galopantes a poner a toda una generación bajo los cascos del caballo. Lo cuenta muy bien Juan Vicente Córdoba en Flores de luna, un documental valiente que tiene ya unos años, pero que resulta tan fresco que muerde como un banco recién pintado.

Por mi parte, le debo mucho al extrarradio. Fue en las afueras de Madrid donde merecí las historias que hoy cuento, donde se me abrieron los ojos y también los oídos a una música a la que, hasta entonces, no había prestado toda la atención que merecía. Me refiero a esa rumba suburbial, tan propia de Madrid, que hacían grupos como Los Chorbos, Los Chunguitos o Los Chichos. Hasta la llegada de los nuevos poblados de absorción, a finales de los años 50 y principios de los 60, el flamenco era cante de fatiga; de currelo en la herrería, en el campo o en la mina. Con el desarrollismo franquista y el mestizaje con otras músicas como el funk o el soul, el flamenco más rumbero cambiará de temas. A partir de ahora, las letras van a ser de amores de compra y venta, de atracos, besos forzados y puentes a los bugas. 

La rumba es la música que mueve el cine de Juan Vicente Córdoba aún en los silencios. Su compás está presente en cada secuencia, en cada sucesión de planos, en cada fundido. Sabe que el documental para hacerse real, ha de incorporar el conflicto. Y para ello hay que recurrir a la ficción sin dejar de observar la vida a través de un cristal sucio, salpicado de barro y ceniza. Tal vez por eso, la mirada de Juan Vicente Córdoba siempre es más grande que el paisaje por donde se pone a rodar.

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