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Beyond. Más allá

Elia Barceló.

2

El nuevo icono brillaba, azul y plata, en la superficie de su móvil. Si hubiese parpadeado podría haberlo entendido como una incitación, pero, así como estaba, mudo e inmóvil, era todavía más difícil animarse a usarlo, a pesar de que era él mismo quien había tomado la decisión de instalarlo allí.

Por otro lado, estaba deseando probar para poder creerse que no le habían mentido al prometerle... Aunque... no podía ser. No quería ni pensarlo. No era posible. Se había dejado convencer porque lo necesitaba tanto, pero sabía que no era posible. Tragó saliva. Levantó el índice y lo dejó planear sobre el icono. Volvió a tragar saliva. Estaba solo en casa, como siempre desde hacía tres meses, desde que volvió del cementerio con los ojos destrozados de llorar y el peso en mitad del pecho que no se le había quitado desde entonces, desde que Carmen no estaba.

Aquello tenía que ser una tomadura de pelo, un truco barato. No podía ser otra cosa. Al menos no había costado una fortuna. Cien euros la instalación. La primera vez era gratis y las dos siguientes costaban cincuenta cada una. Lo más probable era que ni siquiera llegara a usarlas. Tragó saliva por tercera vez. Vio en su reflejo cómo la nuez subía y bajaba. Se había sentado en el sofá, como en una sala de espera, y el espejo de la cómoda le devolvía su imagen de ojos espantados y labios temblorosos y pálidos. Ahora le habría hecho falta la mirada de Carmen, su mano pequeña y fría sobre la de él, su sonrisa traviesa, sus palabras. Pero de eso se trataba, ¿no? De sus palabras...

Repentinamente resuelto, apoyó el índice sobre el icono. “Carmen” apareció en letras negras sobre fondo azul. No había nada más. No hacía falta nada más. Volvió a pulsar, se llevó el aparato a la oreja y esperó con los ojos cerrados. Sonaron cuatro pitidos, uno tras otro, con calma, como si se estuviera estableciendo una comunicación con el otro extremo del universo. ¿Por qué no contestaba? ¿No estaba en casa? 

Estuvo a punto de tener un ataque de risa histérica que quedó cortado de golpe cuando la voz de Carmen, la maravillosa voz de su mujer, ligera y cálida, dijo: “¿Sí?” como siempre que contestaba al teléfono, incluso cuando había leído el nombre de quien llamaba. “¿Sí?”. Un mundo en una sílaba. La boca seca. El mareo. El ahogo en el pecho. Su corazón bombeando enloquecido, retumbando en sus sienes como un tambor de guerra. Era su voz, su entonación. Era ella.

–¡Hola! –insistió.

Él hizo una inspiración profunda.

–¿Rafa? Rafa, ¿eres tú? –volvió a insistir la voz de su mujer.

–¿Carmen? –consiguió decir. Su voz sonó temblorosa, débil, como la de un anciano.

–Claro, tonto, ¿qué esperabas? ¿Que fuera otra? –Su risa clara. Casi había olvidado cómo sonaba su risa.

Era tan real, era tan ella que sintió la alegría inundándolo como una droga que le estuvieran inyectando en vena. Se puso de pie y empezó a caminar arriba y abajo del salón.

–Cuéntame, cari –siguió ella, despreocupada–, ¿cómo estás? Hace meses que no me entero de nada. ¿Salió por fin lo de José Tomás? ¿Habéis firmado ya?

–Antes de ayer. Por fin.

–¡Ay, qué alegría, Rafa! ¡Cuánto se habría alegrado Steve! Él sabía que hacía muy bien dejándonos a nosotros los derechos de su obra. ¿Va a ser por fin una serie?

–Sí. De gran presupuesto. Dos temporadas mínimo.

Se dio cuenta mientras hablaba de que solo ahora se alegraba de verdad. El viernes, nada más firmar, se había marchado, pretextando un compromiso ineludible, porque no quería ni imaginarse brindando con aquellos hijos de puta que habían retrasado la firma más de cinco meses añadiendo cláusulas y cláusulas al contrato, que no habían respetado su duelo más que para enviarle una tarjeta de condolencias.

Si Carmen hubiera estado con él, sí que se habría quedado un rato y luego, los dos solos, se habrían ido a celebrarlo como cuando eran jóvenes: una botella, dos copas y cualquier rincón en un parque público, o subir a la fuente del mirador, confundidos entre tantas parejas jóvenes que habían ido a ver las luces de la ciudad. Pero Carmen ya no estaba. No estaría nunca más. Él se había quedado a este lado, solo para siempre.

–¿Cari? ¿Sigues ahí? Tengo que irme enseguida.

–¡No! –casi gritó–. ¡No te vayas! ¡Por favor, no te vayas!

Había estado perdiendo el tiempo como un imbécil, perdiendo los maravillosos segundos de hablar con ella.

–Cuéntame de ti. ¿Cómo estás, cielo? –le preguntó a su mujer, angustiado.

–Bien. ¿No lo notas? –Una pequeña pausa–. Te echo de menos, cariño. Mucho.

–Y yo a ti, mi amor. No sabes cuánto.

–Pero ahora, al menos, podemos hablar. ¿Volverás a llamarme?

–Claro. Todos los días. Te necesito, Carmen. No puedo vivir sin ti.

–Hablaremos, Rafa. Es mejor que nada, ¿no crees? Y puedes contarme cómo estás, qué haces...

De repente sintió una urgencia, un ahogo, un miedo terrible de que ella colgara y él volviera a quedarse solo a este lado de la existencia. A lo largo de casi cuarenta años habían tomado juntos todas las decisiones de importancia tanto en la editorial como en la vida. Carmen había sido siempre su otra mitad.

–Me ayudarás como siempre, ¿verdad? Hay algo que me gustaría hablar contigo. No lo veo claro.

–Llámame, me lo cuentas y seguimos hablando. Ahora tengo que irme, cariño.

–¿Adónde, Carmen, adónde?

Su último “adónde” se sobrepuso al “te quiero” de Carmen, ese “te quiero, don Rafael” que lo dejó anonadado y se fundió con el silencio que dejó la ausencia de la voz de su mujer.

Nadie sabía eso. Nadie.

Carmen solo lo llamaba “don Rafael” en algunos momentos tremendamente íntimos, y siempre estaban solos. Lo había inventado más de cuarenta años atrás, cuando fueron a recoger el título a la universidad y se pelaron de risa al ver que en el de él ponía “Don Rafael Hidalgo García” y en el de ella, “Doña Carmen Arregui López”. Esa misma tarde, haciendo el amor en su cuarto del piso de estudiantes donde vivía, ella lo había llamado “don Rafael” por primera vez, un “don Rafael” de veinticuatro años.

De repente el teléfono había enmudecido. Silencio sideral. La voz de Carmen, viva y alegre, apenas un recuerdo. Abrió la configuración. La próxima llamada solo podría ser tres días más tarde. Cincuenta euros, cinco minutos. Habría dado su vida por poder hablar de nuevo con ella ya mismo, pero eran solo tres días. Ahora que sabía que era posible, podía esperar.

II

–Se le ha ido la olla, Alba, te lo digo yo. Le han tomado el pelo de una manera increíble. Lleva más de tres meses dejándose timar y se está gastando toda nuestra herencia, aparte de cargarse la editorial.

–No exageres, hombre. Además, ¿no notas lo bien que está papá? En los primeros meses llegué a pensar que acabaría suicidándose, pero desde que habla con mamá... ¡ha mejorado tanto!

–¿Con mamá? No me digas que tú también te crees que habla con mamá. ¡No puedes ser tan idiota, Alba! Papá habla con una grabación creada por un algoritmo, usando todo lo que mamá dejó en la red a lo largo de su vida: conversaciones telefónicas, audios grabados para nosotros o para quien sea, entrevistas por lo del legado de la obra de Steve Hall, órdenes a Alexa... Alguien escribe un guion, imitan su voz, formulan las frases como ella, conocen su entonación según la emoción que quieren fingir... Eso no es mamá. Mamá está muerta.

Alba sacudió la cabeza en una negativa, incrédula.

–Papá dice que hay cosas que solo ella podría saber... ¿Cómo te explicas tú eso?

–Porque todos tenemos siempre el móvil abierto, y el sistema de alarma de la casa tiene cámara y micrófono. Nos escuchan, ¿sabes? Incluso cuando estamos en la cama, o viendo la tele, o hablando solos. Siempre. ¿O tú lo apagas todo cuando entras en casa?

Alba negó con la cabeza.

–No, claro.

–Pues eso. Te oyen, lo graban, lo guardan... y siempre hay quien encuentra la forma de usarlo.

–No sé... Suena a pura paranoia, hermanito.

–¿Paranoia? ¿Tú crees que mamá, la nuestra, la de verdad, le habría aconsejado a papá vender la editorial a Global Press? No lo sabías, ¿verdad?

Alba se quedó mirando a su hermano, pálida de golpe.

–¿Vender? ¿A Global Press?

Salvador asintió con la cabeza, sin hablar, casi disfrutando del estupor de Alba.

–Me lo dijo ayer por la tarde. Él se jubilará y yo seguiré al frente de la editorial, que ahora pasará a ser un sello de GP. Según papá, es lo más sensato. Ya está bien de luchar contra gigantes con nuestra modesta editorial. Es mucho más inteligente unirse a ellos. Y “mamá” –se oyeron perfectamente las comillas– está de acuerdo.

–Pero... pero si desde que firmó para la serie sobre la obra de Steve Hall tiene más dinero que nunca. Podemos seguir siendo independientes casi hasta que te jubiles tú.

–Pues eso. He estado investigando, ¿sabes? De hecho, he contratado a una agencia para que investiguen y lleguen a donde nosotros no podemos llegar. ‘Beyond’, la empresa que ha creado la aplicación para hablar con los muertos, forma parte de Global Press. ¿Quién está ahora paranoico?

Alba se quedó rígida, mirando a su hermano.

–¿Sabes lo que paga ahora papá por cada conversación? Quinientos euros. Y subiendo.

–Hablaré con él.

–No conseguirás nada. Ha llegado a un punto en que daría su vida por seguir hablando con ella, por poder pedirle consejo, por oírla decir lo que él quiere oír... Por oírla decirle que lo quiere, que lo sigue queriendo...

Hubo un largo silencio entre los hermanos.

–Yo también daría mucho por poder hablar con ella otra vez, Salva. Llevo meses luchando contra la tentación, pero no tenemos bastante dinero. Mamá... –se le rompió la voz y sus ojos se llenaron de lágrimas–. Yo necesito a mamá. Ya sabes que estábamos muy unidas, que nos llamábamos casi todos los días...

Salvador la atrajo hacia sí y la abrazó fuerte.

–Yo también la extraño, Alba, pero hay que aceptar que ya no está, que no estará nunca más, pero que sigue viva en nuestro recuerdo, en nuestro corazón.

–La primera vez es gratis... –dijo ella con un hilo de voz–. A lo mejor pruebo...

–No, Alba, no lo hagas, por favor.

Ella se separó suavemente de su hermano, sacó un pañuelo de papel del bolso y se limpió los ojos con cuidado de no correrse el maquillaje.

–Hablaré con papá, te lo prometo. Pero es que... ¡la echo tanto de menos! ¡Tanto! Y ella siempre nos manda besos y abrazos cuando hablan... Me gustaría decirle que estoy embarazada, que va a tener una nieta...

–Díselo. Puedes hablar con ella en tu cabeza, o ir a su tumba a decírselo. Si quieres te acompaño cuando tú me digas.

–Tengo que irme, Salva. Te llamaré. 

III

–Señoras, caballeros, a pesar de que esta reunión tiene otros fines, como bien saben, no quería desaprovechar la oportunidad de felicitarlos por lo que han conseguido hasta la fecha. ‘Beyond’ se ha posicionado en lo más alto de la escala gracias a ustedes y he tomado la decisión de que, para fin de año, recibirán una bonificación especial como muestra de mi agradecimiento personal y el de la empresa y sus accionistas.

Sonaron aplausos y los asistentes se miraron unos a otros con los ojos brillantes de alegría. El CEO alzó las manos para acallar los comentarios antes de continuar.

–Pero no podemos dormirnos en los laureles. Han tenido ustedes casi dos días para reflexionar sobre cómo podemos mejorar nuestra ‘performance’ y aumentar nuestro volumen de negocio. De momento nuestra oferta llega, sobre todo, a las clases privilegiadas. Ahora tenemos que buscar la forma de llegar literalmente a todo el mundo, por un lado y, por otro, la forma de fidelizar a nuestros clientes y no solo fidelizarlos, sino ofrecerles algo más por lo que estén dispuestos a comprometerse económicamente. Estoy seguro de que no me defraudarán.

Una persona llamada Kiran, que no resultaba ni masculina ni femenina a simple vista, levantó la mano y tomó la palabra.

–Para las clases de menor poder adquisitivo una solución sería que, en lugar de tener que pagar más después de la tercera llamada, les mantuviéramos el precio, pero, antes de cada conversación, tendrían que darnos los datos de otra persona que podría desear nuestros servicios y a la que no hemos podido acceder. Hay gente que encuentra repugnante la idea de ‘Beyond’ y jamás entraría en contacto con nosotros, pero si hemos sido recomendados por un amigo y uno de nuestros agentes entrenados llama directamente y les ofrece una prueba... quizá...

–Los datos de tres personas –añadió un hombre joven que acababa de levantarse a servirse un té–. Que el precio sea una sola persona lo encuentro demasiado barato.

–Esa llamada, en lugar de que la haga un agente... –completó una mujer de mediana edad–. A ver... Estoy hablando mientras pienso... Si llama directamente la persona fallecida... así, por sorpresa, sin que se lo espere el que contesta al teléfono... En cuanto reconozca la voz, ¿quién se negaría a escuchar un minuto lo que le dice la persona amada? Yo creo que, una vez se convenzan de que es posible... se engancharán sin poder evitarlo. Al menos el noventa por ciento.

–Suena bien –concedió un colega, mientras el CEO cabeceaba su aprobación y se apresuraba a preguntar:

–¿Compensaría crear la simulación para una simple prueba?

Los presentes asintieron cada uno por su lado.

–Y para los otros, para los ya clientes convencidos... –Otra persona se puso en pie, con una leve sonrisa jugando en sus labios. Los otros cinco se inclinaron sobre la mesa, atentos. Quien había tomado la palabra era la jefa del equipo técnico.

–Estamos a punto ya de poder ofrecer la posibilidad de que las llamadas sean no solo de voz –sonrió misteriosamente.

–¿Videollamadas con el más allá? –preguntó el CEO, maravillado.

–Por algo nos llamamos ‘Beyond’, ¿no?

–¿Alta calidad?

La técnica negó con la cabeza.

–Aún no. O no del todo. Todavía no hemos conseguido quitarle a la imagen ese algo de... no sé... de falso, de avatar, de dibujos animados. Pero lo conseguiremos. Y, mientras tanto, haremos unas imágenes oscurecidas, neblinosas... que solo puedan verse durante la noche, sin iluminación.

Una de las mujeres presentes se echó a reír, entusiasmada.

–Como las antiguas sesiones espiritistas –dijo cuando pudo hablar–. Humo y espejos.

–Exactamente, Fiona, humo y espejos. Lo importante en las personas, como supongo que sabéis, no son los rasgos precisos, sino los movimientos, los gestos, el modo de inclinar la cabeza, de levantar una ceja, de apretar los labios... Lo justo para que se les pueda reconocer, aunque aún no hayan dicho nada. Como cuando buscas a un amigo en una calle muy concurrida o en un acto público y lo identificas incluso de lejos por su forma de moverse, aunque no haya mucha luz.

–Lo ideal sería que esas imágenes no pudieran ser vistas en compañía. Publicitarlas... no sé... ‘For your eyes only’, ¿me explico? Para que un padre y dos hijos juntos, por ejemplo, no puedan ver la imagen de la esposa y madre y comparen recuerdos e impresiones, ¿me seguís? Quizá con un visor, con unas gafas intransferibles...

–Tal vez podríamos llegar a un acuerdo con una empresa concreta de telefonía, de modo que esas llamadas solo puedan hacerse desde móviles de esa empresa.

–Gran idea.

–O incluso con un modelo concreto –completó otro de los asistentes–. Solo con uno de los dos o tres modelos de alta gama.

A medida que avanzaba la reunión, que había sido convocada para media hora, el entusiasmo aumentaba, el deseo de desarrollar más ideas, más proyectos, para que los especialistas de la empresa pudieran posicionar a ‘Beyond’ aún mejor en el mercado partiendo de sus sugerencias y de la realización del equipo técnico. 

Era un placer trabajar para una compañía tan poderosa, poder contribuir al progreso de la sociedad, dar a sus clientes lo que hasta ese mismo momento no había sido más que un sueño imposible. Era la perfecta combinación de servicio a la humanidad y alto rendimiento económico.

IV

Melania los vio salir de la reunión con una punzada de envidia. Su propio trabajo no le disgustaba, pero le habría gustado más estar allí, que contaran con ella para desarrollar ideas cruciales para la empresa. Quizá alguna vez uno de sus guiones llamara la atención de los jefes y eso le sirviera de trampolín para llegar a un puesto más alto.

Suspiró. Le quedaba aún hora y media para salir, de modo que podía empezar a plantearse el siguiente caso. Abrió el informe que le habían pasado sobre uno de los nuevos clientes: mujer, europea, setenta y ocho años, nivel económico cuatro –no lo que se podía llamar realmente rica, pero nada despreciable–, viuda, quería hablar con su marido, que siempre había llevado los negocios familiares, propietaria de cinco objetos inmobiliarios, especialmente de uno que podría resultar de gran interés a un grupo de banca que estaba expandiendo su sede central. Estudió el perfil psicológico de la cliente. Desconfiada, más bien gruñona, suspicaz, sin hijos vivos. Serían necesarias varias conversaciones y mucho, pero mucho tacto en el guion, sobre todo porque el difunto marido era del mismo corte y no era plan que ahora, de pronto, cambiara de estilo y de opiniones. 

Volvió a suspirar y se puso a la faena. Como le sucedía algunas veces, se le pasó por la cabeza que quizá no fuera totalmente ético lo que estaba haciendo, pero ahuyentó los pensamientos con rapidez. 

De algo había que vivir y, al fin y al cabo, nadie obligaba a ningún cliente a hablar con sus muertos, ni, mucho menos, a seguir sus consejos.

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