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Rebelión en el planeta de los perros

Lili perseguida por una jauría muy cabreada

Pedro Moral Martín

La concepción del destino puede ser religiosa y tendría que ver con la providencia o la gracia. Un plan creado por un Dios que no se puede modificar de ninguna forma, que nos anula como individuos y también como especie. Es un veneno que limita nuestra curiosidad y nuestra capacidad de lucha. Luego está el otro destino, el que tiene más que ver con las acciones y reacciones, el que está relacionado con la teoría de causalidad: si hay causa, hay predestinación. Pero la impensable cantidad de causas hace que sea prácticamente imposible conocerlas todas y mucho menos relacionarlas. Por tanto, de una u otra forma, conocer el destino es una quimera inalcanzable.

Isaac Asimov inventó para su saga de libros de ciencia ficción titulada Fundación un concepto denominado ‘Psicohistoria’, algo así como una rama de la matemática que a través de las estadísticas y los estímulos económicos y sociales podía prever el comportamiento humano ante diversos e inevitables eventos históricos. Todas las novelas sobre la Fundación se sostienen en la teoría de un psicohistórico llamado Hari Seldon según la cual el gran imperio de la humanidad está a punto de ahogarse por culpa de sus malas decisiones.

No existe la psicohistoria pero el ser humano comienza a ser terriblemente predecible y una idea ha comenzado a flotar por encima de las cabezas más audaces, un susurro que viene a decir que inevitablemente y en algún momento tendremos que ceder nuestro protagonismo a otra especie o, incluso, a la inteligencia artificial.

En Fundación, Asimov, a pesar de un planteamiento inicial algo tremendista, daba esperanza a la humanidad y en 2001: Una odisea en el espacio, Stanley Kubrick, basándose en la idea de la predestinación, viene a decirnos que alguien superior, Dios o los extraterrestres, nos han elegido como los pastores de la tierra para hoy y siempre por los siglos de los siglos. Pero últimamente en la ciencia ficción han surgido títulos que nos niegan esa tarea y que además se basan en la decadencia absoluta del ser humano en pos de otra especie más avanzada (al menos moralmente), que además está muy cabreada con nosotros.

Con White God (Dios blanco) Kornél Mundruczó avisa de que la intolerancia racial puede destrozar hasta el mayor y más profundo vínculo: el del hombre y el perro. El director húngaro relata con destreza, crueldad, violencia y cierto sentimentalismo la rebelión de los perros contra el hombre. En la Hungría inventada por Mundruczó existe una ley que da preferencia a los perros de raza y aplica impuestos para quien posea perros mestizos. Los refugios se llenan de estos animales. La mecha del levantamiento la enciende un ejemplar cruzado llamado Hagen, separado a la fuerza de su ama de 13 años, Lili. Hagen intentará volver a casa como el perro perdiguero de De vuelta a casa, un viaje increíble, pero pronto la película se aleja de los clichés Disney y se convierte en una pesadilla. Digamos que Hagen pasa a ser un reflejo bastante más sangriento del chimpancé más carismático de la historia del cine reciente, el César de El origen del planeta de los simios.  

Robots, simios, plantas y ahora perros

“No se sabe quién empezó la guerra, si ellos -Morfeo se refiere a la IA- o nosotros. Lo que sí sabemos es que nosotros nos cargamos el cielo”. Los Wachowski auguraban en Matrix una revolución de las máquinas que efectivamente acabaría con nuestro dominio en la tierra. Con mucho menos rencor hacia el hombre, los robots de Autómata, la reciente e incomprendida película de Gabe Ibáñez, se hacen con el liderazgo en un mundo ya abandonado a su suerte por el hombre. Ese abandono orgánico y pausado es el que está más cerca de pasar que la devastadora guerra de los Wachowski. Sobre esta idea divaga también Matt Reeves en El amanecer del planeta de los simios.

El planeta se vuelve cada vez más hostil para el hombre y más adecuado para los simios. César es el que inició la revolución, el líder, y también el último de su especie en sentir un vínculo por los humanos. Exactamente lo mismo que le ocurre a Hagen, el perro de White God. Mientras su dueña, Lili, le busca desesperadamente él, intenta encontrar el camino a casa, le persiguen los incansables trabajadores del refugio, le esconden, le venden, le obligan a pelear con otros perros en una de las secuencias más desagradables del filme, bastante más crudo que los sufridos Amores perros de Alejandro González Iñárritu. El odio al dios blanco comienza a crecer en el interior de este animal, el mejor amigo del hombre. Hagen, igual que César, planea su revolución entre rejas.

Y llega la transformación, claro, Hagen se convierte en Cujo y decide llenarse el hocico de la sangre y la carne de los que le han herido injustamente. El drama se torna en un thriller sangriento de serie B que puede asombrar tanto como la primera parte de Sharknado. Un ejército de perros que decide tomarse la venganza por su mano invadiendo las calles es casi tan surrealista como un montón de tiburones arrancando cabezas en un tornado. Únicamente, que Mundruczó  se lo toma todo muy en serio, tanto como M. Night Shyamalan se tomó en serio en El incidente que las plantas, hartas de tanta desfachatez y cruel ignorancia por parte nuestra, decidieran llevar a cabo una macabra venganza, o más bien limpieza.

Lo que White God pretende trasmitir a través de su base filosófica es eso de que nosotros somos los dueños de nuestro propio destino. Que la mejor forma de impedir el inevitable y horrible fin del mundo es dejar de contemplarlo. Y que si no tenemos cuidado, igual de un día para otro estarán todos en contra del dios blanco.

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