El 'indie' futurista de 'Creative control': de soledades urbanas y tecnologías adictivas
Con dos años de retraso, aterriza en las carteleras españolas un pequeño OVNI. Creative control, de Benjamin Dickinson (First winter), es una película algo extraña, no del todo adaptada a las convenciones del largometraje hollywoodiense. Más cercana, quizá, al mundo de los cortometrajes. O al antiguo cine independiente estadounidense, anterior a la práctica absorción del indie por parte del Hollywood industrial que se produjo durante los años 90.
La propuesta de Dickinson mantiene las distancias con el audiovisual masivo y, a la vez, simboliza lo lejos que quedan los tiempos del indie ochentero de películas como Permanent vacation. Si Jim Jarmusch creció en tiempos de contracultura, Dickinson lo ha hecho en plena hegemonía neoliberal, cuando lo indie también es mainstream. Ya no narra un mundo de personas que viven al margen, sino de desapego vivido desde dentro del sistema, desde la imposibilidad de imaginar otras maneras de vivir.
El filme se localiza en un futuro cercano, en una sociedad donde los dispositivos tecnológicos son más avanzados y tienen todavía más presencia en nuestras vidas. En este contexto, el protagonista trabaja para preparar el lanzamiento público de las gafas Augmenta, que buscan integrar la percepción humana con la realidad digital. La borrachera virtual se une al uso de drogas con receta y sin receta, enfatizando el desnortamiento del antihéroe.
Estrés, cocaína y amores poligonales
Mucho más cercana al drama hipster de Her que a la ciencia ficción low cost de Primer, Creative control parte de la tecnología pero trata fundamentalmente del protagonista y sus relaciones. De la misma manera que el filme de Spike Jonze, escenifica que, por ahora, seguiremos siendo seres humanos que se sienten solos, por mucho que nuevos aparatos se introduzca en nuestra vida cotidiana.
El mismo Dickinson interpreta a su protagonista, David, un publicitario estresado por un trabajo presuntamente enriquecedor. A pesar de su infelicidad, se jacta de que, finalmente, le han cedido el “control creativo” de una campaña: el lanzamiento público de las gafas Aumenta. Es su espacio de confort dentro de una jaula autoconstruída: la necesidad de un trabajo gratificante, que genere autoestima pero implique una dedicación casi absoluta.
Por mucho que se vuelque en un empleo agridulce, las frustraciones de David llegan al dormitorio. Y a partir de ahí, el filme va desplegando un triángulo amoroso que se expande con varios añadidos poligonales (de triángulo a cuadrado, de cuadrado a pentágono), tanto de carne y hueso como en forma de holograma. El amor, imposible entre individuos hiperindividualistas, toma forma de fantasmagoría digital. Por el camino, se lanzan unos cuantos dardos a la espiritualidad y las fantasías neorurales del capitalismo hipster. Y, sobre todo, se critica un egocentrismo generalizado y una hipocresía también muy extendida.
El desenlace, oscuramente cómico y desolador, nos habla de la extraordinaria capacidad neoliberal para mercantilizarlo todo y seducirnos, entre otras cosas, porque no vemos otro mundo posible. Dickinson estimula la crítica. A la vez, cae en un cierto resabiamiento, en un cinismo muy propio del audiovisual posmoderno: quiere criticar la realidad pero se mofa de las pequeñas escapatorias que ensayan sus personajes. Simbólicamente, refuerza la fortaleza del sistema. La vida es así de contradictoria: su autor se declaró marxista en una entrevista para Vogue, y su película sobre los peligros tecnológicos ha sido distribuída por Amazon.
Antonioni en Silicon Valley
Dickinson vincula su apuesta estética con dos referencias ilustres: los realizadores Michelangelo Antonioni y Federico Fellini. Pueden haber sombras de esa admiración en esta mirada a la incomunicación y las soledades urbanas, al lado deprimente de los fastos y las evasiones. Si se pone cierto empeño, se pueden ver detectar trazas de las fiestas tristes de La noche o La dolce vita. El resultado, en todo caso, resulta demasiado propio del indie estadounidense como para acercarse realmente al espíritu (también diferenciados entre ellos) de ambos directores.
Creative control tiende a la confusión. A través de la fotografía en blanco y negro, el realizador parece proponerse algo imposible: homenajear a Antonioni y, a la vez, satirizar un lenguaje publicitario que glamuriza exageradamente los productos que vende. De la misma manera, pretende atacar el narcisismo de sus personajes, pero los enmarca en un dispositivo visual que también desprende presuntuosidad.
El filme oscila entre el retrato en forma de drama hipster y el espejo deformante propio de un relato satírico. Estas sutilezas y contradicciones pueden ser refrescantes porque alejan el resultado de una cierta inercia moralizante, implícita en su relato de problemas amorosos y miedo a la fantasía. Con todo, la relación entre forma y contenido también tiene algo de juego caprichoso. Como criticar la primacía de los paraísos artificiales y, simultáneamente, subrayar su atractivo: la vida digital se muestra con unos colores de los que carece la monocroma vida real del protagonista.
Entre tantas contradicciones, el espectador no necesariamente atrapará las ironías. Las críticas de Dickinson a veces se materializan de una manera extraña, casi contraproducente. Y la película puede llegar a proyectar ese narcisismo, ese glamur construido con billetes y píxeles que su autor quiere señalar. A pesar de ello, Dickinson y compañía pueden presumir de haber concebido un final rotundo: un gran momento de incomunicación y cinismo para terminar esta tragicomedia de deseos y avaricias (de dinero, de éxito, de deseo sexual) en tiempos de Silicon Valley.