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'Suspiria', un remake entre la traición y el respeto

La bailarinas de 'Suspiria' interpretando la obra 'Volk'

Francesc Miró

La primera pirueta formal que Luca Guadagnino realiza en este remake podría ser, fácilmente, la que más desapercibida pase: ambas películas transcurren en el Berlín de 1977. Sin embargo, allá dónde la de Dario Argento podría haberse ambientado en cualquier otro tiempo y lugar, la de Guadagnino sólo se comprende atada de forma irremisible a dicho marco.

Hace 41 años, Argento filmaba una película que se desarrollaba casi por entero en una escuela de baile pero que podría estar ambientada en 2018. Y, sin embargo, la Suspiria que llega a nuestras pantallas este jueves remite a todo lo que acontecía fuera de las paredes dónde Susie Bannion aprendía danza mientras se las veía con terrores antediluvianos.

Tan sólo en sus primeros minutos, la nueva película de Luca Guadagnino -que viene de ganar el Oscar a Mejor Guión Adaptado por Call Me by Your Name-, deja claro que su visión de Suspiria poco o nada tiene que ver con la de Argento. Pero no parece importarle cabrear a más de un purista. Su película quiere trascender el concepto de remake clásico para descubrirse como una revisión que aporta contexto, ambición formal e inesperadas lecturas políticas al terror moderno. No en vano, dura una hora más que su precedente.

Deliciosa y sangrienta traición

No es la primera vez que el director de Call Me by Your Name hace un remake 'traicionando' la esencia de la obra de la que parte. En 2015, su Cegados por el sol ya se significó como una libérrima versión de La Piscina de Jacques Deray. Y en aquella película, también protagonizada por Dakota Johnson y Tilda Swinton, la jugada se asemejaba a la que nos presenta ahora: su revisión del material pasaba por ampliar el foco más allá de sus personajes para componer un viaje por una amalgama de pasiones difíciles de discernir. También para contextualizar -e incluso banalizar- las inquietudes de sus protagonistas, estrellas del rock que viven en la opulencia, ajenos a los problemas de las clases más desfavorecidas.

La traición forma parte de la esencia de su cine, voluntariamente independiente de las expectativas que genera su obra, y de las influencias que parece querer homenajear. De ahí que la Suspiria del 77 parezca poco más que el esqueleto argumental de esta.

Cuarenta años después, volvemos sobre los pasos de Susie Bannion -Dakota Johnson-, una joven estadounidense que se acaba de mudar a Alemania para cursar estudios de danza a las órdenes de Madame Blanc -una magnética Tilda Swinton que interpreta tres papeles cuya identidad no confesaremos para evitar spoilers-. El mismo día en el que ingresa en la academia, una de las alumnas desaparece. Algo huele a podrido entre las paredes de la institución.

Esta vez, sin embargo, se nos cuenta también su historia: la joven, llamada Patricia -Chloë Grace Moretz-, era además una paciente habitual del doctor Josef Klemperer, un estudioso de la psicología, conocedor de determinadas culturas ocultistas. Una persona mayor que, tras la desaparición, decide investigar su caso. Algo que le lleva hasta las posibles relaciones de la academia con los ataques de la RAF y el fenómeno Baader-Meinhof en el Berlín escindido de antes de la caída del muro.

De esta forma, Guadagnino impregna la narración de un tono realista alejado del imaginario alucinado de Argento. Organiza un cúmulo de ideas que añaden capas de complejidad y discurso al misterio principal, componiendo así una sorprendente metáfora sobre la violencia institucional, la política del crimen y la naturaleza de las organizaciones sectarias en tiempos convulsos.

Es fácil, eso sí, tachar la nueva Suspiria de película abigarrada e irregular. El coraje que muestra al desviarse del material original estructura una narración que parece enemistada consigo misma, pues muchas de sus subtramas combaten el interés que suscita aquello que acontece dentro de la academia de danza.

Y, sin embargo, el riesgo autoral está dispuesto al servicio de una narración mucho más explícita en sus objetivos que la original, y mucho más dialogante de lo aparente. Si en aquella, la fantasía aparecía de forma sorpresiva en boca de dos personajes interpretados por Udo Kier y Rudolf Schündler, aquí se filtra desde el minuto uno, contaminando toda la narración. Y si Argento dedicaba tres películas -pues se nos suele olvidar que Suspiria tuvo dos secuelas que conformarían la llamada saga de Las tres madres-, a configurar su propio mito de la brujería, aquí este se resuelve como una parte fundamental de la narración.

El baile de los malditos

Lo que sí que se explora profusamente en esta Suspiria es el alcance plástico de la danza, no solo como una herramienta poderosísima en lo visual, también como un instrumento narrativo de increíble capacidad aterradora.

Si bien esta vez no vemos a un Miguel Bosé veinteañero dando torpes saltos, Dakota Johnson, Mia Goth y Tilda Swinton se encargan de llevar el peso dramático del baile a unos niveles de espectacularidad ciertamente hipnóticos. Algo en lo que la banda sonora de Thom Yorke juega un papel esencial en términos de intensidad y tempo.

Gracias a su trabajo, el elemento coreográfico eleva la propuesta a niveles inusualmente fascinantes. Para, con el tiempo, descubrirnos el montaje como el gran hallazgo formal de Guadagnino. Prácticamente su respuesta al brillante juego de la fotografía que Argento utilizó en la original.

Allá dónde el color resultaba esencial vehículo del terror, Guadagnino responde con un lenguaje mucho más sofisticado en términos de narrativa visual. Las escenas de baile de su Suspiria son de una violencia brutal y espeluznante pero también de una belleza innegable. Y de este constraste se puede inferir otro elemento dialogante, otra conexión: la original y su remake desarrollan diferentes vehículos expresivos de la misma historia, pero ambos juegan con inteligencia su exposición de un solo oxímoron. Ambas hablan de la horripilante belleza.

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