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RUIDO Y SILENCIO

El corazón arrojado al mar

Bessie Smith

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Hay canciones que se escapan del archivo embrollado de la memoria y nos arrastran a un tiempo perdido. Irrumpen de repente, de buenas a primeras, mientras andamos en otros planes. Son canciones que te devuelven hasta épocas que creías olvidadas, cuando los primeros tragos quemaban la garganta y el humo de los porros entraba dulzón en los pulmones. En este caso, la canción que me trae hasta aquí es St. Louis Blues, una pieza triste que se hizo popular en la voz de Bessie Smith, quien la cantaba como si la vendiera en una caja de bombones.  

La culpa de todo la ha tenido la lectura del libro que Jackie Kay ha dedicado a la emperatriz del blues. Se trata de un trabajo narrativo que va más allá de la típica biografía repleta de fechas y de datos técnicos y mareantes. Se titula Bessie Smith (Alpha Decay) y ha sido traducido del inglés por Alberto García Marcos.

Estos días me he abandonado a su lectura, montándome en todos y en cada uno de aquellos trenes que Bessie Smith tomó entre resoplidos de locomotoras y silbidos de estación, maletas, pañuelos y prisas; intentando encontrar metáforas más allá del humo negro del amor prohibido en el que vivió, salpicada por chasquidos de saliva y besos de mujer.  

Porque Bessie Smith arrastró su desamor por los andenes como si fuera una maleta cargada de piedras, y eso se nota en cada una de sus canciones, pero, sin lugar a dudas, en la canción que mejor se aprecia es en St. Louis Blues, que interpretaba entre desgarros de corneta y ritmos de tinte español. En el fondo, su manera de interpretar te consolaba un poco en momentos de preocupante depresión; solo un poco, ya digo, lo suficiente para agarrarte al marco de la ventana y pensártelo antes de saltar. 

Recuerdo bien aquellas noches en La Coquette, una cueva de Madrid que no sé bien si sigue abierta al público y donde me tomaba la última copa. Durante un tiempo, en un rincón, podía encontrarme siempre a la misma mujer, solitaria y triste, con la mirada tiritando al fondo de su vaso. Bebía a tragos cortos mientras por los altavoces sonaba la voz de Bessie Smith contando cómo su amado se escapó con una elegante mujer de St. Louis, dejándole el corazón como una roca arrojada al mar. Las historias tristes necesitan ser contadas, algo parecido me dijo el camarero señalando de barbilla a la mujer solitaria del rincón a la que su pareja, una mujer, había abandonado por otra. 

Ahora, que leo la biografía de Bessie Smith, donde la escocesa Jackie Kay cuenta la historia de amor que mantuvo la emperatriz del blues con una de las bailarinas de su compañía, me viene hasta la memoria la canción que la hizo popular. Y sus compases me alcanzan de lleno junto a la figura borrosa de aquella otra mujer solitaria, sentada en el rincón de una cueva cargada de humo; una mujer que se agarraba al vaso de güisqui como si se estuviera agarrando al marco de la ventana antes de saltar, mientras la corneta de Louis Armstrong hacía temblar el cristal de las botellas y un mordisco a licor amargo salpicaba el último bombón de la caja. En fin.

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