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Francis Kéré, un premio Pritzker entre la utopía y el pragmatismo

El arquitecto Francis Kéré en su visita al Museo ICO de Madrid en 2018

Enrique Domínguez Uceta

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El premio Pritzker se vuelve a hacer un favor a sí mismo al escoger para su galardón 2022 a Francis Kéré, alguien cuyo prestigio ha crecido en dirección contraria a la arquitectura que el jurado de estos galardones escogía cuando él empezaba su trabajo. Su primera obra, la Escuela Primaria de Gando, se comenzó en 1999. Ese año ganaba el premio Pritzker Norman Foster, autor del HSBC de Hong Kong, que fue el edificio más costoso de la historia cuando se concluyó en 1986. Eran tiempos de esplendor para la arquitectura espectáculo y los arquitectos estrella. Mientras se construía la modesta escuela de Kéré en su pueblo natal, hecha con tierra y ladrillos bajo una estructura separada de la cubierta que sirve como sombrilla, sin sistemas mecánicos de ningún tipo y levantada por los vecinos, ganaban el premio Pritzker Rem Koolhaas (2000) y Herzog & de Meuron (2001). Y en años siguientes lo recibirían Zaha Hadid (2004), Thom Mayne (2005), Richard Rogers (2007) y Jean Nouvel (2008), coincidiendo con la Crisis Financiera Global de 2008, de causas específicamente inmobiliarias.

A partir de entonces, los aparatosos despilfarros arquitectónicos han perdido reputación. Es cierto que permanecen en lugares vinculados al negocio de las fuentes de energías fósiles, pero el reproche implícito a este tipo de proyectos ha logrado que el entorno cultural de la arquitectura haya cambiado de paradigma. Los nuevos héroes trabajan con tierra y palos, en lugares de extrema pobreza, y hacen obras con presupuestos microscópicos, pero mantienen puentes con Europa y Norteamérica, y dan visibilidad a un trabajo riguroso y exigente, volando a menudo entre el Primer Mundo en el que tienen sus estudios, y el Tercer mundo en el que realizan las obras. La huella de carbono menos dañina es la que dejan ellos, estableciendo vasos comunicantes entre los lugares más distantes del planeta en renta per cápita y calidad de vida.

Francis Kéré tiene una vida de éxito contra todo pronóstico, porque nació en 1961 en la aldea de Gando, en Burkina Faso, en África Occidental, formada por un pequeño grupo de cabañas con tejado de cubierta vegetal, en un lugar que carecía de agua corriente, de electricidad y donde no había escuela. Su padre, el jefe local, le mandó a estudiar al pueblo vecino, y luego a la capital del país, Uagadugú, para que fuera el primero de su comunidad en leer y escribir, y él aprovechó la oportunidad sin olvidar su origen.

Cuando tenía veinte años, una beca de formación profesional le llevó a estudiar carpintería a Berlín. Mucho más tarde entró, también con beca, en la Technische Universität Berlin, y se tituló arquitecto poco antes de cumplir los 40. Pero seguía pensando en su comunidad de origen, y logró financiación altruista en Alemania para construir la Escuela Primaria en Gando, para que otros niños pudieran tener acceso a la educación sin salir del pueblo. Esa obra mereció el premio Aga Khan 2004, otorgado a trabajos arquitectónicos del entorno del mundo musulmán, que ha venido demostrado una temprana sensibilidad hacia la arquitectura sostenible. Y ese mismo año Kéré abrió su estudio en Berlín.

El reconocimiento de su obra no se otorgó exclusivamente al mérito de la empresa lograda, también a la calidad de sus conceptos arquitectónicos, a la sofisticada inteligencia que conectaba lo necesario con lo bello y lo útil. También con lo posible, ya que incorporaba técnicas de construcción y materiales accesibles, que los propios usuarios y constructores fueran capaces de manejar. Así continuó con los proyectos para las viviendas para maestros en 2004, la ampliación de la escuela en 2008, la biblioteca en 2010. La Escuela Secundaria y el Centro de Mujeres vinieron después, y la obra de Kéré pareció responder a un programa de desarrollo humano, realizado desde el estudio de un arquitecto capaz de dotar de un sentido profundo y necesario a cada obra.

De manera imparable, Burkina Faso y otros territorios africanos sintieron que habían encontrado un apóstol capaz de liderar su proyección hacia el futuro. Recibió otros encargos en su tierra, en Dano y en Laongo, y en Mali realizó el Centro de Arquitectura de Tierra en Mopti (2010) y las instalaciones para el Parque Nacional de Mali en Bamako (2010). La mayor parte de los trabajos llegaban de países pobres de su entorno: Mali, Mozambique, Kenia, Togo o Sudán, que reconocían su talento y esfuerzo.

El orgullo y la confianza que ha sido capaz de transmitir a sus compatriotas se concretó con el encargo del proyecto del nuevo Parlamento de Burkina Faso, resuelto con una simbólica pirámide de superficie habitable, cubierta de jardines, huertos y gradas, pendiente de construirse. La Asamblea Nacional de Benín, en Porto Novo, se encuentra actualmente en construcción, demostrando que el arquitecto burkinés ha logrado convertirse en un símbolo del renacimiento africano y de la esperanza con la que mira al futuro todo el continente.

La habilidad técnica y los presupuestos ajustados no han sido capaces de contener su notable capacidad creativa, que está presente en obras utilitarias como la escuela secundaria Liceo Schorge (2016) en Koudougou, y en numerosos pabellones con propósitos artísticos diseñados para Alemania, Dinamarca, Italia, Estados Unidos, Reino Unido y Suiza. En Estados Unidos ha construido Xylem (2019), un pabellón al aire libre para el Tippet Rise Art Center, en Montana, que evoca la estructura viva de un árbol, un hermoso lugar para reunirse o meditar. Su obra más conocida es el brillante pabellón realizado en 2017 para la Serpentine Gallery en Londres, en el que juega con dos elementos autónomos, una cubierta y un muro curvo, para crear un juego espacial que alude al gran árbol solitario bajo el que celebraban reuniones comunitarias en su aldea.

También trasladó la idea de Londres a la instalación de su exposición en el Museo ICO de Madrid en 2018, realizada por él mismo, que es su única obra en España hasta el momento. La exposición era un muestrario del tipo de materiales y formas que utiliza, muros de barro, telones textiles, masas con troncos de madera, elementos ligeros metálicos, recogidos por el comisario, Luis Fernández-Galiano, en un espléndido catálogo.

Nutrida por raíces en dos continentes, la savia del árbol arquitectónico de Kéré bebe de lo mejor de ambos mundos, logrando una síntesis personal y universal al mismo tiempo, que confiere a sus obras un carácter clásico, arquetípico e intemporal. Se trata de un arquitecto formidable, sensible, comprometido, inteligente, astuto y visionario, que descubrió el camino para hacer realidad una revolución con ejemplos palpables. Lo que imaginó, aquella escuela rural para su pueblo en Burkina Faso, se hizo realidad. Encontró la manera de financiarla y realizarla, y el modelo sirvió para nuevos edificios a su alrededor, y para otros lugares que vieron que ese tipo de actuación era posible.

El arquitecto suele decir, en relación con los africanos más jóvenes, que hay que advertirles de que en Europa no van a encontrar su futuro, que hay que retenerlos en sus países financiando proyectos como los suyos, para mantenerlos radicados en sus pueblos. Sus palabras y su trabajo reflejan su personalidad, la empatía por sus semejantes, una sencilla alegría que procede de la utilidad de su trabajo, de su capacidad para contribuir a la armonía y a la felicidad, con la firme voluntad de servir de ejemplo a los más jóvenes, mostrando una sincera falta de protagonismo que no ha sido capaz de ocultar su enorme valor.

En el mundo de los arquitectos de éxito, Kéré representa valores auténticos y su obra está llena de verdad y de amor por sus semejantes. Una obra que no habla de sí mismo. Habla de la necesidad de quienes la reciben, y del respeto con el que deben ser tratados, aunque sean los clientes más pobres del mundo, porque su trabajo se dirige a los compatriotas de un país como Burkina Faso, uno de los de menor renta per cápita incluso dentro de África.

Este premio a Francis Kéré supone una continuidad en el cambio de mirada sobre el panorama arquitectónico que el jurado del Pritzker viene manteniendo en los últimos años, en los que ha galardonado actitudes sostenibles y solidarias en el trabajo de Shigeru Ban (2014), de Alejandro Aravena (2016), del indio Balkrishna Doshi (2018), y del equipo Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal el pasado año. En palabras de la organización: “El trabajo de Francis Kéré también nos recuerda la lucha necesaria para cambiar los patrones insostenibles de producción y consumo, mientras nos esforzamos por proporcionar edificios e infraestructura adecuados para miles de millones de personas necesitadas”. Esto ni siquiera supone que la brecha de la desigualdad se haya estrechado, ni que la práctica de la arquitectura se distancie de los intereses del mercado inmobiliario, pero marca un camino que debe ser recorrido para que la arquitectura llegue a los más necesitados y que las prácticas constructivas sean compatibles con el futuro del planeta.

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