'La desaparición', la novela de Julia Phillips sobre quién tiene la culpa de la violencia machista
Dos niñas, Sofía y Aliona, de ocho y once años respectivamente, desaparecen una mañana de agosto en Petropávlovsk-Kamchatski, una ciudad en la región rusa de Kamchatka. Así arranca La desaparición, la primera novela de Julia Phillips, que se publicó en Estados Unidos en 2019 y que ahora llega a España de la mano de la editorial Sexto Piso traducida al castellano por Francisco González López. Todo un bombazo a nivel internacional, finalista del National Book Award, entre otros premios, que ha hecho que miles de lectores dirijan la mirada hacia esa península de la que posiblemente nunca habían oído hablar.
Sin embargo, y sin que le quite un ápice de interés al libro, el misterio que se intenta resolver durante los trece capítulos en los que está dividido no tienen nada de novedoso. Ni por lo que ocurre ni por sus consecuencias a nivel social, que se traducen en violencia hacia las mujeres de diversas maneras. En España hay, por desgracia, casos de sobra con los que comparar la trama del 'noir' de Phillips.
Las chicas de Alcàsser, Rocío Wanninkhof, Marta del Castillo, Diana Quer o Sonia Carabantes, han sido las protagonistas de algunos de los sucesos más mediáticos. Los que cada cierto tiempo aparecen en los medios o en formato documental como El caso Alcàsser, que se estrenó en Netflix en 2019 o El caso Wanninkhof - Carabantes, disponible desde hace unas semanas en la misma plataforma. En todos ellos, el daño físico –los golpes, el abuso sexual o el rapto– la sufren las protagonistas, pero el invisible también afecta al resto.
Nerea Barjola, investigadora y doctora de la Universidad del País Vasco, reinterpretó el crimen de Alcàsser y cómo fue su cobertura en los medios bajo la óptica feminista en su libro Microfísica sexista del poder (Virus editorial, 2018). Y concluyó, por ejemplo, que dicho caso: “no se contó. Se hizo reproduciendo todo el rato significados profundamente sexistas, responsabilizándolas a ellas y, por ende, al resto de mujeres jóvenes”.
Según explicó Barjola en una entrevista a este medio realizada por Ana Requena: “Para muchas mujeres fue su primer relato sobre peligro sexual, hasta ese momento no estaban construidas de esa manera, no lo identificaban. Aparece también por primera vez el hombre malo, ese hombre que puede hacerte cualquier cosa en cualquier sitio. Existe una limitación de espacios y una reformulación de actitudes, por ejemplo, en el miedo a hacer autosestop, porque todo el relato que se construye consiste en culpar a las adolescentes por haberlo hecho”. Asimismo, la investigadora afirma que “muchas mujeres que hasta ese momento vivieron ciertos espacios con libertad, como ir con tus amigas a los naranjos o al monte, a partir de ese momento empiezan a ser lugares en los que se percibe el miedo. La explosión del terror sexual fue exponencial”.
Philips desarrolla en cada episodio de su novela –que llevan como título los doce meses que discurren entre el inicio y el final más una fecha clave– las maneras en las que la sociedad señala y reprime a los personajes femeninos a partir de la desaparición de las niñas. Una desaparición ‘forzada’, como señala Barjola: “no desaparecemos, nos hacen desaparecer en un régimen sexista”. Y también los factores que influyen en que una búsqueda sea más exhaustiva que otra, porque la procedencia o la clase social también cuentan. Nada es inocente aunque sea inintencionado.
Quién tuvo la culpa
Antes del comienzo del primer capítulo, el libro incluye una relación de los personajes –a qué familia pertenecen y su papel– y un mapa de Kamchatka. Por supuesto, no es un capricho de la escritora sino una guía de viaje por la novela: todas las personas están relacionadas de una u otra manera y son necesarias para que la trama avance. Durante la lectura se recurre a ese índice de personajes casi en cada capítulo, porque van apareciendo de forma progresiva y es importante saber quiénes son y a quién conocen. Visualizar el escenario también ayuda a comprender muchos datos importantes como, por ejemplo, por qué se descartan ciertas teorías para la búsqueda.
“Mar y aire son las únicas formas de abandonar la península. Aunque Kamchatka ya no era un territorio cerrado por ley, la región estaba separada del mundo por su propia geografía. Al sur, al este y al oeste solo había océano. Al norte, a modo de muro que la separaba de la Rusia continental, se expandían kilómetros de montañas y tundra. Infranqueable. Dentro de Kamchatka, las carreteras eran escasas y estaban en mal estado: algunas, las que llevaban a los pueblos del sur y del centro, eran pistas de tierra que desaparecían la mayor parte del año; otras, las que iban a pueblos del norte, solo existían en invierno, cuando se congelaban. No había ninguna carretera que conectara la península con el resto del continente. Nadie podía entrar o salir por tierra.”, desarrolla la escritora en la novela.
Phillips conoce bien el terreno. Cuando estaba estudiando su licenciatura de letras, pasó un semestre en Moscú y en 2011 se trasladó a la región en la que está ambientada su novela gracias a una beca Fulbright. Gracias a esta estancia, que duró cuatro años, pudo documentarse sobre la realidad de las diferentes comunidades que conviven en la península como los eslavos o los diferentes pueblos nativos, como los Even.
Cuando llegó, se presentó como escritora, no como investigadora. “Tuve la suerte de estar durante tanto tiempo en una comunidad con un sentido tan sólido de cuidado comunitario. Esperaba ser un rostro anónimo entre la multitud, pero nunca llegué a sentirme así. La gente me cuidó, me invitó a sus casas, me llevó de viaje y pasó mucho tiempo compartiendo sus vidas conmigo. Ese fue un regalo enorme. Gran parte de la investigación no provino de entrevistas formales (aunque también fueron útiles), sino de conversaciones con amigos”, declaró Phillips en una entrevista en The Moscow Times.
Desde el principio, el acusador apunta a las malas madres que no cuidan bien de sus hijas y las dejan sin supervisión. A la testigo que vio como las dos niñas se subían en el coche de un hombre pero no se fijó lo suficiente –“Tuvo que ver algo que le llamara la atención (...) ¿Es así de inútil por vocación? ¿O es que practica en su tiempo libre?”, le dice un inspector–. También a la adolescente irresponsable que se quedó embarazada o a la joven que tiene relaciones con hombres y que también se esfuma sin dejar rastro.
Porque no solo las niñas desaparecen, también esa joven nativa no vuelve a su casa. Pero mientras el rastreo de las dos pequeñas, que son rusas, dura meses. A Lilia, que es nativa, casi nadie la busca: se da por hecho que se ha ido de casa por voluntad propia y su caso apenas tiene repercusión. La madre de las niñas puede ofrecer una recompensa, la de la joven ni siquiera tiene casi a dónde acudir.
Por otro lado, las desapariciones hacen que el novio de Xiusha esté constantemente pendiente de sus movimientos, aunque ella esté estudiando en una universidad de otra ciudad. Ella considera que todas esas atenciones son una muestra su amor, aunque tenga que darle pruebas que está en casa –encender el microondas para que él lo oiga– y detallarle sus movimientos diarios, con quién ha pasado el rato, durante cuánto tiempo, por qué. Y Olia se convierte de pronto en una mala influencia para su mejor amiga porque su progenitora le permite ir sola al centro de la ciudad pese a lo sucedido con Sofía y Aliona.
Son solo algunos de los que se describen, pero todas sufren un castigo por un crimen del que solo es responsable el hombre malo y el sistema patriarcal en el que viven: en una península perdida en Rusia o en una calle de camino a casa en una ciudad mediterránea. En cualquier escenario se puede desarrollar, sin que desentone, una historia de violencia contra las mujeres como la que cuenta Julia Phillips: la clave está en cómo se cuenta.
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